miércoles, 6 de julio de 2016

Dia de la Independencia Novela Tercera Parte

Debajo de unas profundas cuencas oculares vacías, la criatura tenía un hocico prominente, una máscara confusa de cartílago que sobresalía como las blancas raíces oleaginosas de los árboles. Unos tentáculos húmedos salieron de la barbilla y de las orejas para palpar el borde de la escotilla de emergencia. El grueso cuello huesudo se desviaba hacia fuera para acabar en punta en lo alto de la cabeza. Una profunda hendidura atravesaba el centro del rostro desde la barbilla hasta el extremo de la puntiaguda cabeza, donde se unían las dos mitades del cráneo. Parecía el resultado del cruce genético entre un guerrero medieval con la armadura puesta y una cucaracha. Después de observar al repulsivo animal luchando por salir a la luz del sol, Steve cumplió con su deber. Le propinó un sonoro puñetazo en plena cara. Con un desagradable sonido, la huesuda cabeza del monstruo rebotó en un lado de la escotilla y se quedó inconsciente. Se quedó junto al cuerpo flácido del extraterrestre hasta que la ira y el miedo desaparecieron. Finalmente, se sentó y sacó del bolsillo de su camisa un puro Victory Dance ligeramente estropeado. Mordió un extremo y lo escupió a la cara de su enemigo abatido. Luego lo encendió y dio una larga calada. —Esto sí que es un encuentro en la tercera fase.
 En el Valle de la Muerte, los refugiados pasaban la noche yendo de un sitio a otro bajo las estrellas, enzarzados en mil discusiones sesudas sobre la estrategia que debía seguirse. Estaban reunidos en un valle seco, y las caravanas estaban aparcadas formando ángulos irregulares. Durante toda la noche, grupos de personas se reunían en la claridad polvorienta que emitían los faros, eran siluetas que sostenían tazas de café y escopetas, preparadas para defender el campamento de los visitantes no deseados, fueran terrestres o de cualquier otro sitio. Se recogían restos de troncos de árbol para alimentar una hoguera central alrededor de la cual se proponía, se rechazaba o se acordaba un plan tras otro, hasta que llegó un motorista con un montón de rumores recientes. Entonces, tuvieron que rechazar todos los acuerdos y volver a negociar desde el principio. Russell, por una vez en su vida, había actuado bien. No mencionó ni una vez su famosa abducción y ayudó a mantener a su grupo centrado y sereno. Se había mostrado a favor del primer plan que habían propuesto: ir a Las Vegas para conseguir gasolina y provisiones, y después adentrarse en el espacio abierto de Arizona. Hacia el mediodía, alrededor de cincuenta caravanas con las que los Casse tenían planeado marcharse hacían los últimos preparativos antes de dejar el campamento. Algunas ya estaban aparcadas junto a la carretera, con los motores en punto muerto, mientras los conductores se paseaban en camiseta y con gorras de béisbol esperando impacientes a los demás. Sin embargo, la familia Casse estaba pendiente del estado de Troy. Se sentía peor, igual que cuando tuvo los primeros ataques. Tenía erupciones en la piel y, aunque todavía no sufría convulsiones, había empezado a temblar. Miguel decidió intentarlo de nuevo. Por tercera vez desde que llegaron, recorrió todo el campamento para conseguir la medicina. Sabía que era poco probable encontrar hidrocortisona, pero esperaba que si había algún diabético podría compartir la insulina. Muchas personas le ofrecieron crema de hidrocortisona, una medicina contra picaduras, y se quedaban un poco desconcertados al ver que Miguel no se molestaba en explicarles la diferencia. Hacía calor, pero Troy estaba en la cama temblando bajo un montón de mantas. Russell estaba sentado cerca de él y le humedecía la frente con una compresa fría mientras Alicia le hacía más té dulce. —¿Sabes? Eres igual que tu madre. También era cabezota. Era un encanto (que en paz descanse), pero cuando llegaba la hora de tomar la medicina, era más terca que una mula. Troy estaba asustado. —Lo siento papá. No tendría que haber echado a perder la medicina. Lo siento. —Oye, eso es agua pasada, hijo. Ya encontraremos más, ya lo verás. —No me voy a morir como mamá, ¿verdad? La pregunta cogió desprevenido a Russell y le afectó profundamente. Antes de que pudiera alejar de sí el recuerdo y animar a su hijo enfermo, se vio a sí mismo sentado junto a la cama de Maria y pronunciando las mismas palabras. —Te pondrás bien —dijo Alicia con firmeza—. Por supuesto que te pondrás bien. No digas esas cosas. Miguel volvió a la caravana con las manos vacías. —He preguntado a todo el mundo. No he encontrado nada. Y además todos se preparan para marcharse. Un tipo ha corrido la voz de que una nave se dirige hacia aquí. Se miraron unos a otros alarmados por la noticia. —En ese caso, es mejor que nosotros también nos larguemos. Tenemos que irnos de todas maneras —dijo Russell haciendo una seña hacia el niño. —No dejes que la nave nos coja, papá. Vamonos. Me pondré bien. —Nuestro grupo se dirige al sur —explicó Miguel—. Vamos a coger carreteras secundarias durante todo el trayecto, pero pasaremos por un hospital cerca de Las Vegas. Sólo está a un par de horas de aquí, así que creo que debemos irnos. Russell estuvo de acuerdo. Entonces alguien llamó. Alicia pasó junto a Miguel y abrió la puerta. Fuera estaba una persona que ella reconoció, un atractivo muchacho de dieciséis años con una mata de pelo pelirroja. Llevaba algo en la mano. —Penicilina —anunció mostrando el frasco de píldoras. —Hola, Penicilina. Me llamo Alicia. Cuando advirtió la burla, el chico sonrió con simpatía. —Lo siento. Soy Philip. Philip Oster. Nos conocimos anoche. Se oyó un crujido detrás de ella y el chico se dio cuenta de que podía ser malinterpretado. Elevó la voz y añadió apresuradamente: —Me dijiste que tu hermano pequeño estaba enfermo. Era cierto. Después de haberse fijado el uno en el otro la tarde anterior y de haber estado lanzándose significativas miradas, finalmente habían reunido el valor suficiente para acercarse. Tuvieron una breve conversación sobre la enfermedad de Troy, y Philip había prometido que intentaría ayudarles. Y ahí estaba, con un frasco de penicilina. —Ya sé que esto no es exactamente lo que necesita, pero servirá para que le baje la fiebre. Alicia bajó la mirada y se sonrojó. —Eres muy amable —dijo con delicadeza mientras abría la puerta de malla para coger la medicina. Notó que detrás de ella estaba su padre mirando por encima de su hombro. Philip dio un paso atrás cuando vio al enorme Russell, sin afeitar, que lo observaba. —Me gustaría... quiero decir, a mi familia le gustaría poder hacer algo más —tartamudeó—. Yo, bueno... sí, en fin, de todos modos, nos vamos dentro de un rato. El rostro de Alicia se iluminó cuando lo oyó. —Nosotros también. ¡Nos vamos con vosotros! —dijo Alicia con excesivo entusiasmo—. Quiero decir que también nos vamos —añadió cuando oyó el carraspeo de su padre detrás de ella. —Bien —contestó Philip con una amable sonrisa—. Lleváis una avioneta realmente fantástica, ¿funciona? Aquello fue la gota que colmó el vaso. A Russell se le acabó la paciencia. —Bueno, ya está bien —refunfuñó—. Gracias por la medicina. Y ahora deja de husmear por ahí y vuelve a tu caravana. —Papá, ¡por favor! —le reprochó Alicia con una sonrisa forzada en su rostro. Pero a Philip no parecía importarle demasiado. Con una sonrisa encantadora, se bajó del escalón. —Bueno, ¿nos veremos en la próxima parada? Impresionada por la cortesía del chico, Alicia lo observó mientras se iba hacia la lujosa caravana de sus padres. Cuando se marchó, ella se dio la vuelta y encontró a todos los hombres de la familia, incluido Troy, observándola con expectación. —¿Qué pasa? —preguntó—. Sólo estaba siendo amable porque nos ha traído medicina. —Sí, ya.
 El NORAD era el lugar más seguro del mundo. Construido en una zona remota de la montaña Cheyenne, cerca de Colorado Springs, era un cuartel subterráneo inexpugnable, un santuario de alta tecnología para los jefes de la nación, especialmente el presidente, en caso de ataque nuclear. Las paredes del bunker fueron diseñadas para soportar una explosión nuclear cercana. Además, estaban profundamente enterradas, por lo que ofrecían mayor protección. Todo se controlaba desde el despacho del alto mando, situado en el centro de las instalaciones. Incluso si todas las ciudades de EE.UU. eran destruidas, los técnicos de Colorado podrían rastrear el movimiento del enemigo, coordinar las tropas estacionadas fuera de los límites continentales y lanzar diferentes tipos de ataques con misiles. El vicepresidente, los jefes de Estado Mayor, sus consejeros y sus familias estaban ya refugiados en la montaña esperando la llegada del presidente. Los ordenadores del NORAD estaban conectados con los del Air Force One. Después de unos doce minutos de sangrientos combates aéreos entre fuerzas tan desiguales en los cielos de Nueva York, Los Angeles, San Francisco y Washington, los técnicos reunidos en el centro de comandancia del Air Force One empezaron a perder la capacidad de coordinar la respuesta militar de la nación. En primer lugar perdieron el contacto con los F-18A supervivientes. Después, se interrumpió la recepción global de radar. Por último, perdieron la comunicación con el NORAD y tuvieron que cambiar al teléfono de onda corta. —Deben de estar derribando nuestros satélites. Estamos perdiendo la comunicación vía satélite, el seguimiento y la configuración cartográfica. Cambiaron al radar ULR del Air Force One y observaron una pantalla de exploración que mostraba la posición de los principales satélites de comunicaciones. Uno tras otro iban desapareciendo. La única explicación es que los invasores estuvieran allá arriba, a cincuenta y tres mil kilómetros, la altitud en la que un satélite podía mantenerse en una órbita geosincrónica con respecto a un lugar fijo en la Tierra. A medida que pasaban los voluminosos y carísimos transmisores, eran borrados del cielo. Los militares tenían satélites estacionados en diferentes órbitas a otras altitudes, pero el cambio requería personal de tierra en distintos lugares para dar nuevas coordenadas a los radares. Antes incluso de que se pudiera dar la orden de hacerlo, las mismas bases se vieron sometidas a un virulento bombardeo masivo. Lo último que llegó al Air Force One desde El Toro fueron unos gritos desde la torre de control: «¡Nos atacan! ¡El enemigo ataca!» Antes de que un solo avión pudiera despegar, la base quedó reducida a un montón de ruinas humeantes. Poco a poco, la fortaleza volante del presidente iba quedando aislada del resto del mundo. Dirigiéndose hacia el círculo de sillas que se encontraba en el exterior del centro de comandancia, Whitmore y sus consejeros hablaban de las múltiples posibilidades de respuesta, que iban disminuyendo por momentos. Connie y Julius estaban sentados cerca y escuchaban con atención la tensa conversación. —Me trae sin cuidado cómo lo hagas —le decía el general Grey a uno de sus ayudantes—, pero quiero que se restablezca el contacto con el NORAD lo antes posible. ¡Rápido! —Sí, señor —contestó nervioso el soldado antes de volver a sumergirse en el caos que reinaba en el centro de control. —¿Qué noticias hay de Peterson? —preguntó el presidente refiriéndose a la Base de las Fuerzas Aéreas Peterson, cerca de Colorado Springs, donde tenían previsto aterrizar en treinta minutos ya que era la más cercana al NORAD. La expresión desmoralizada de Grey fue más reveladora que sus palabras. —Seguimos evacuando de las bases al mayor número de soldados posible, pero ya hemos sufrido muchas bajas. —Maldita sea —murmuró el presidente y golpeó el brazo de la silla con el puño—. No sólo saben dónde atacarnos, también tienen un orden de prioridades. Están actuando siguiendo una pauta. —Sí, señor —convino Grey—, es un ataque muy bien preparado. Parece que entienden nuestro sistema de defensa. David salió tambaleándose del baño con muy mala cara. Oyó la conversación y se quedó en el pasillo esperando oír más. Lo que se dijo a continuación hizo que olvidara su dolor de estómago. Nimziki se levantó y se dirigió al centro de la sala de reuniones. —Como usted sabe —dijo con su tono imperioso—, he estado hablando con el comandante Foley y otros miembros del Estado Mayor desde que llegaron al NORAD. —Cada frase parecía calculada para dejar en mal lugar al presidente—. Estamos de acuerdo en que sólo hay una manera prudente y racional de actuar. Debemos lanzar una contraofensiva a gran escala con todo nuestro armamento nuclear. Atacarlos con todo lo que tenemos. Era otra de las actuaciones mal disimuladas de Nimziki. Trataba de forzar al presidente presentando el plan como si fuera una decisión inevitable. Whitmore se dio cuenta del intento de manipulación, pero estaba demasiado interesado en la idea como para criticar a su defensor. —¿Sobre territorio americano? ¿Es consciente de las implicaciones de una acción así? Mataríamos a decenas de miles, quizá cientos de miles, de ciudadanos americanos inocentes. Nimziki, totalmente tranquilo y casi divertido, ya tenía la respuesta preparada. —Si me permite que le sea sincero, señor presidente, ya imaginaba que rechazaría la idea. Pero si no reaccionamos con rapidez, ya no quedará mucho de América por defender. En mis conversaciones con... —Señor —interrumpió el ayudante del general Grey, que volvía de la cabina. —Eso puede esperar, soldado —le espetó Nimziki, aunque en teoría no tenía autoridad para hacerlo. —Se trata del NORAD, señor —continuó el soldado, pálido de miedo—. Ha desaparecido, señor. Lo han destruido. La noticia tardó unos minutos en ser asumida. El grupo pasó de la confusión al estupor, y del estupor al desánimo total. —No es posible... —Dios mío, el vicepresidente, los jefes de Estado Mayor. —A lo mejor fallan los sistemas de comunicación, pero el NORAD no puede haber desaparecido completamente. El ayudante se explicó con mayor precisión. —Lo sabemos por los pilotos que han salido de Peterson. Estaban volando cuando las naves enemigas se situaron sobre el NORAD y estuvieron abriendo fuego durante varios minutos. Al final, todo el complejo quedó al descubierto y fue destruido. Poco después, la Base Peterson sufrió un ataque y han perdido el contacto por radio. —¿No es hacia Peterson adonde nos dirigimos? ¡Necesitamos un nuevo destino! —Señor presidente, debemos lanzar un ataque nuclear—insistió Nimziki mostrándose muy nervioso. Para asegurarse de que su propuesta conseguía la aprobación, no dudó en recurrir a un golpe bajo y añadió: —Un retraso en este momento sería peor que cuando esperó para evacuar las ciudades. El presidente se levantó bruscamente de la silla y quedó cara a cara con Nimziki. —Ahora no estamos hablando de eso. Estaba a punto de golpear al hombre que tenía frente a él, que era más alto, cuando fueron interrumpidos. —¡No estará hablando en serio! —David apareció por la esquina, fuera de sí—. Dígame que no está pensando disparar un montón de malditas armas nucleares sobre su propia gente. Connie reaccionó enseguida. Se precipitó sobre su marido furioso y trató de hacerlo retroceder. —David, no... —le advirtió mientras recordaba la ocasión en la que había golpeado a Whitmore. Si volvía a hacerlo, cometería un delito federal. Ella sabía que era muy difícil hacer enfadar a David, pero cuando alguien lo conseguía, era imposible calmarlo. —Si empieza a detonar armas nucleares —continuó gritando—, el resto del mundo hará lo mismo. ¿Tiene idea del daño que causará la radiación al planeta? ¡Piense un poco! ¿Sabe cuáles serán las consecuencias a largo plazo? ¿Por qué no nos volamos la cabeza directamente? David, delgado pero en forma, con su metro noventa de estatura, apartó fácilmente a Connie y avanzó. El general Grey se puso enseguida entre el genio loco de la informática y su presidente. Aunque era más bajo, estaba dispuesto a derribar a David si era necesario. —Señor Levinson... —su voz sonaba controlada, severa—, permítame que le recuerde que usted es sólo un invitado. Ignorándolo, David continuó dando rienda suelta a su indignación. —¡Esto es una locura! Ni siquiera sabemos si las explosiones nucleares afectarán a sus blindajes, pero lo que sí sabemos seguro es que nos matarán a nosotros. ¡No quedará nada! Nimziki ya había soportado bastante a ese imbécil. Acostumbrado a ser obedecido, señaló a David y le gritó: —¡Cierre su jodido pico y siéntese de una vez! El tono insultante de su voz se volvió contra él. Julius entró en la pelea. —¡No le diga que se calle! Todos ustedes estarían muertos, habrían volado por los aires si no fuera por mi David. El viejo agitó un dedo en la cara del secretario de Defensa. Connie, dándose cuenta de lo que se avecinaba, atravesó la habitación y agarró a su suegro. El septuagenario se mantuvo firme, mientras les cantaba las cuarenta a los peces gordos de Washington. —Ustedes tienen la culpa de todo lo que ocurre. ¡No hicieron nada para evitarlo! ¡Sabían lo que pasaba! ¡Sabían que venían y no hicieron nada! Y ahora atacan a mi hijo. El curioso estallido de Julius probablemente evitó una batalla campal a bordo del avión presidencial. Como en otras muchas ocasiones, era imposible saber lo que había de accidental y lo que había de planificado en su actitud. Verlo blandiendo un dedo huesudo frente a Nimziki mientras Connie trataba de obligarlo a retroceder hizo que todos olvidaran su ira por unos instantes. El presidente sabía que era el momento de volver a lo importante. Tomó aire, recuperó la compostura y respondió a los cargos de los que lo acusaba. —Señor, no podíamos hacer gran cosa. Se nos pueden hacer muchos reproches, pero en este caso, nos han cogido totalmente por sorpresa. —No me venga con la excusa de la sorpresa. Desde mil novecientos cincuenta y pico ya tenían ese platillo volante, el que se estrelló en Nuevo México. —¡Oh, vamos, papá! —David estaba intentando hacer un alegato apasionado para salvar el planeta y su padre salía con esa chorrada de los ovnis que había visto en la televisión. —¿Dónde era? —continuó Julius—, ¿Roswell? Eso es, en Roswell, en Nuevo México. Encontraron la nave, los cuerpos de los alienígenas y toda la pesca. Luego, lo escondieron todo en un bunker, en... oh, ¿cómo era?... cincuenta y uno. ¡Área 51! ¡Lo sabían desde hace años y no hicieron nada! Por primera vez en mucho tiempo, el presidente Whitmore sonrió. Casi cada mes conocía a alguien que le preguntaba sobre la famosa Área 51. Había investigado y había llegado a la conclusión de que se trataba de una especie de leyenda, una elaborada teoría sobre una conspiración inventada por los forofos de los ovnis. —A pesar de todo lo que haya leído en la prensa amarilla, señor Levinson, el Gobierno nunca ha encontrado naves espaciales. Le doy mi palabra: el Área 51 existe, pero no hay platillos volantes secretos. El presidente miró a su alrededor para compartir su hilaridad con los demás. No duró mucho. —Ejem, disculpe, señor presidente —dijo Nimziki con un nudo en la garganta—, pero eso no es del todo exacto. Sorprendidos, todos miraron al antiguo director de la CIA, el hombre que conocía todos los entresijos del poder, a la espera de una explicación. Tan pronto como Jasmine Dubrow salió al claro aire polvoriento de la ciudad en ruinas, le dijo a Dylan que esperase con Boomer, luego escaló un terraplén hasta llegar a lo que quedaba de una carretera. Desde ese lugar, podía hacerse una idea de los daños, y lo que vio le hizo estremecerse. Todo había desaparecido, todo había quedado reducido a un montón de escombros humeantes. La gigantesca nave oscura estaba todavía en el aire, como un sereno ángel de la muerte que cubría la ciudad con sus alas. La parte baja de Los Angeles había sido totalmente barrida por la explosión. La zona de los rascacielos y de los edificios antiguos, donde montones de personas iban cada día a trabajar, se había convertido en un cráter oscuro. Miró a lo lejos y notó la suave brisa marina en su rostro. En la distancia se veían edificios que se mantenían en pie, con las ventanas destrozadas y con restos de fuego que arrastraban estelas de humo por el aire matutino. Viendo el alcance de la destrucción, se dio cuenta de repente de lo afortunada que había sido. A muchos kilómetros en todas direcciones, la devastación era casi absoluta. Las casas que se habían construido a lo largo de la carretera se habían partido por la mitad y todo lo que había en su interior, los muebles, los calentadores, las fotografías, los libros a medio leer, los platos en los fregaderos y los niños que dormían, todo había sido tragado por la tormenta de fuego y reducido a cenizas. Una nevera, de las de antes con los cantos redondeados, había aterrizado justo en mitad de la carretera y estaba muy deformada por el calor. Jas miró dentro de forma distraída y encontró un bote de mostaza colocado en su sitio, en el estante de la puerta. «Qué cosas tan extrañas se salvan», pensó. Bajó corriendo la pendiente y vio que Dylan estaba observando algo en el suelo. Cuando se acercó más, vio que era un animal, probablemente un perro, cuyo cuerpo estaba partido y todavía desprendía humo. Dylan quería saber qué era, pero Jasmine lo levantó y se lo llevó sin una palabra. Con Boomer al frente de la expedición, estuvieron explorando durante un rato hasta que encontraron un aparcamiento lleno de vehículos de servicios públicos. El garaje estaba construido en el lado protegido de la carretera y los camiones de la basura, los tractores oruga y las grúas móviles seguían donde las habían dejado para los tres días de fiesta. Los vehículos que estaban más cerca del exterior habían quedado carbonizados por la tormenta de fuego y tenían los neumáticos y los cables fundidos. Pero en el interior de la estructura, Jasmine encontró un viejo vehículo de ocho ruedas, un camión de plataforma recién pintado de rojo en perfecto estado. Subió a la cabina y estuvo buscando hasta que dio en el blanco. Las llaves le cayeron sobre las rodillas al bajar la visera para el sol. Llamó a Dylan y a Boomer para que entraran, luego lo puso en marcha y embistió contra el obstáculo que habían formado unas herramientas y un tejado de hojalata caído. Pasó sobre los escombros y salió al exterior. Al cabo de unos minutos, encontró lo que quedaba de una ancha avenida y avanzaron hacia el sur dando sacudidas, esquivando los escaparates caídos y los postes telefónicos medio carbonizados. Cada pocos minutos llegaba a un obstáculo del camino que el camión no podía superar. Entonces paraba, subía al capó y buscaba alguna ruta alternativa a través de los escombros. Era como intentar salir de un laberinto. Después de tres o cuatro kilómetros, encontró al primer superviviente, un hombre de unos cincuenta años vestido con lo que quedaba de un traje de tres piezas. Lo encontró sentado en silencio al borde de la carretera. Tenía muchos cortes, probablemente causados por los cristales que habían salido disparados. No pudo confirmarlo, porque el hombre no dijo nada. Lo ayudó a subir a la parte trasera del camión, donde él se sentó en silencio. Siguieron adelante. En la media hora siguiente, encontró a seis supervivientes más. Tres de ellos aceptaron su oferta, aliviados por haber encontrado a alguien que supiera adonde ir. Colocó a los pasajeros en la parte trasera, y Dylan y Boomer se trasladaron a la cabina. Pasado un tiempo, encontraron la primera señal de tráfico. Un semáforo de hierro chafado en el suelo por la explosión, llevaba una indicación. Jas bajó de un salto y retiró el polvo y la ceniza con la bota: SEPULVEDA BOULEVARD. Eso le daba una idea de dónde estaba. Observó la posición del Sol y luego dirigió la vista hacia donde suponía que estaba el océano, tratando de orientarse. —¡Arrepentíos, pecadores! Jasmine, asustada, se volvió. No muy lejos, un hombre de aspecto andrajoso estaba de pie sobre un enorme montón de ladrillos, los restos de la pared lateral de un viejo cine. De algún modo, había encontrado un trozo de cartón y había garabateado una cita bíblica en él. En la otra mano sostenía un desmontador de neumáticos de cuatro brazos y lo empuñaba como si fuera un crucifijo. Desde su posición, Jasmine veía la ruinosa pared interior detrás de él. Pintada con un mural repleto de vaqueros de viejas películas del Oeste, constituía un extraño e incongruente telón de fondo. —¡El fin ha llegado! ¡Nuestro Señor ha pronunciado las palabras y el fin ha llegado! —Me dirijo a El Toro. Suba si quiere venir con nosotros. —El ha hablado a través de lenguas de fuego —gritó dirigiéndose al cielo—. ¡Vuestro es el tormento del Escorpión! ¡Es el fin! El hombre torturado, sin dejar de gritar al vacío, dio la espalda a los que estaban en el camión. Jasmine lo dejó allí muy a su pesar, pero decidió que no era su problema tratar de salvar a más gente. Pero apenas había recorrido una manzana, cuando descubrió a otro posible superviviente. Un helicóptero verde oscuro del ejército yacía vuelto del revés y desprendiendo humo en lo que fue el aparcamiento de unos almacenes. Jas y el hombre silencioso salieron del camión y se acercaron al helicóptero accidentado. El piloto y el copiloto, todavía enganchados a sus cinturones, habían muerto aplastados. Pero, tendida en el techo del vehículo estrellado, había una mujer con un elegante vestido azul. Jasmine entró a gatas y sacó a la mujer. Tenía sangre seca alrededor de la nariz, la boca y los oídos, lo cual era señal de hemorragia interna. Jasmine la tendió con cuidado en el suelo y miró al hombre silencioso. Los dos habían reconocido a la primera dama, Marilyn Whitmore. Mientras se preparaban para levantarla y llevarla al camión, Dylan llegó corriendo. —Oye —le reprochó Jasmine—. Me parece que te he dicho que te quedaras en el camión. Entonces, el inconfundible sonido del seguro de una escopeta de aire comprimido rompió el silencio. Jasmine se volvió y vio a un hombre blanco, de vientre prominente y con una cazadora, que se acercaba. Dos hombres más, vestidos con unos andrajosos equipos de camuflaje, aparecieron por detrás de él y uno de ellos empujaba un carro para la compra medio destrozado repleto de tesoros que habían encontrado hurgando en los escombros. Parecían un trío de buitres mugrientos que hubieran llegado después de la explosión para rapiñar lo poco que quedaba. —Parece que ya tenemos resuelto nuestro problema de transporte. Tenéis un camión cojonudo. ¿Tiene las llaves puestas? —preguntó con acento de pueblo el que iba armado. Un pueblerino cabreado amenazándola con una escopeta era lo último que Jasmine necesitaba. Aun así, se obligó a sí misma a esbozar una sonrisa. —Podéis venir con nosotros. Nos vamos de aquí de todos modos, nos dirigimos al sur hacia... —Cierra el jodido pico, puta negra —gritó mientras le apuntaba a la cabeza. Sus compañeros corrieron hacia el camión como niños que fueran a hacer una travesura. Mientras el más grande empezaba a sacar a los heridos del camión, el otro comprobaba el contacto. Boomer, que estaba todavía en la cabina, acarició con el hocico al intruso esperando que le hiciera mimos. —Las llaves no están en el camión —gritó al que llevaba la escopeta. —Muy bien —dijo volviéndose hacia Jasmine y el hombre silencioso—, te lo voy a pedir por las buenas una vez más y luego te volaré la tapa de los sesos. ¿Cuál de los dos tiene las putas llaves del jodido camión? —¡Arrepentíos, pecadores! ¡El fin ha llegado! —El predicador enloquecido había seguido al camión—. ¡Ha llegado la hora del Juicio Final! —Esfúmese, abuelo. Esto no es asunto suyo —le advirtió el que llevaba la voz cantante. Cuando el predicador se adelantó con aire ofendido, Jasmine atrajo hacia sí a su hijo y sacó una bengala de su mochila. —¡No os podéis oponer a la divina voluntad de Dios! —les advirtió el andrajoso predicador echando espuma por la boca—, ¡no os podéis resistir a su palabra! —Claro que puedo —rió el cazador mientras apretaba el gatillo. Una descarga de perdigones derribó al predicador perforándole el pecho. El eco de la explosión se extendió por el paraje vacío y desolado. Jasmine había encendido una de las cerillas, pero como la bengala no prendió, apagó la cerilla con los dedos. El hombre de la escopeta estaba tan sorprendido como los demás por lo que había hecho. Estaba claro que era la primera vez que disparaba. Sus compañeros le miraban nerviosos. —Y ahora será mejor que me des las llaves, zorra. Boomer, el peor perro guardián del mundo, se había mostrado amigable con los intrusos hasta que se oyó el disparo. De repente, salió disparado del camión gruñendo y ladrando al que iba armado. Quizás al tipo le gustaban los perros o a lo mejor se sentía culpable por haber matado a un inocente, pero, por la razón ¿pie fuera, dudó a la hora de disparar al perro. —Haz que se calle —gritó apuntando al hocico del perdiguero—. Que se calle o me lo cargo. Te lo juro. Jasmine cogió la bengala y la encendió. La explosión de pólvora coloreada estalló en el extremo con más potencia de la que ella esperaba. Apuntó los tres metros de llama con chispas hacia el matón al tiempo que se acercaba a él. El azufre ardiendo le alcanzó la cara y las manos. En un acto reflejo, dejó caer la escopeta al levantar los brazos para protegerse el rostro. Jasmine recogió la escopeta, abrió la recámara para comprobar si quedaban cartuchos y la cerró otra vez antes de que el matón dejara de gritar. Cuando se recuperó, los papeles se habían intercambiado. —Esta puta nació en Alabama y tuvo un padre cazador —le retó ella, y quitó el seguro de la escopeta—. Así que no creas que no sé usar esto. Apretó el gatillo y el disparo pasó rozando el oído del gordo. Volvió a cargar la escopeta y los cartuchos vacíos cayeron al suelo, mientras los nuevos pasaban a la recámara. —Y ahora, ¿por qué no os largáis por donde habéis venido? Los tres ladrones se apresuraron a complacerla. Se dirigieron hacia una pequeña cuesta y, antes de desaparecer definitivamente, se giraron para maldecir a Jasmine. Mientras ella y el hombre silencioso llevaban a la señora Whitmore al camión, ésta abrió la boca. —Eso ha estado muy bien —dijo despacio y casi sin aliento. Steve bajó el hombro y se libró del peso que llevaba colgado de las correas. Había envuelto al alienígena inconsciente en su paracaídas y lo llevaba a rastras caminando por la arena abrasadora y refunfuñando durante todo el trayecto. —Se supone que éste es mi fin de semana de permiso. ¡Pero, nooo! Teníais que venir vosotros y poneros chulos, y aquí estoy, arrastrando a este culo viscoso mascapatatas por todo el desierto con sus asquerosos apéndices colgantes. Los largos brazos tentaculares de la criatura se habían soltado y se arrastraban con flacidez. —¿Os creéis que podéis venir aquí comportándoos de ese modo y metiéndoos conmigo y con mis chicos? Se volvió como si esperase una respuesta. —¡Ahora mismo podría estar en una barbacoa, marciano de mierda! —le espetó con odio creciente. Avanzó tambaleándose hacia el paracaídas de nailon naranja y empezó a pegarle fuertes patadas al bulto de biomasa en estado comatoso que había dentro hasta que tuvo que parar para recobrar el aliento. —Pero no estoy loco —añadió mientras recuperaba el resuello. Empapado en sudor, Steve se dio cuenta de que muy pronto necesitaría agua. Dejando atrás su carga, subió a un pequeño montículo para observar el desierto. Desoladas colinas terrosas se extendían hasta el infinito recortadas en el azul pálido del cielo. El calor que se desprendía del suelo provocaba unas ondas trémulas semejantes a las olas plateadas del mar. Justo antes de regresar junto a su prisionero de guerra, vislumbró una luz que brillaba. Provenía de lo alto de una colina situada a unos kilómetros. Enseguida se dio cuenta de que era tráfico. Había un camino a menos de cien metros frente a él. Corrió hacia donde estaba su carga y emprendió el camino hacia allí. Llegó pocos minutos después, se sentó al borde de la vieja carretera de dos carriles y contempló sorprendido cómo un ejército de cientos de remolques, caravanas, furgonetas y camiones circulaban unos junto a otros. —Oye, caramoco, ya hemos llegado. Steve sonrió con entusiasmo y se colocó en medio de la carretera mientras agitaba los brazos. —Tendréis que atropellarme si no paráis. Por fortuna, la kilométrica caravana disminuyó la marcha y se detuvo. Steve caminó hasta uno de los vehículos que abrían la marcha, el que llevaba arrastrando un viejo biplano. —Capitán Steven Hiller, Cuerpo de Marines de EE.UU. El conductor, un tipo con el pelo rizado y un sarcástico sentido del humor bajó la ventanilla. —¿Quiere que le lleve? —le preguntó. Dos minutos después, Steve se encontró rodeado por un puñado de curiosos. Antes de explicar qué llevaba en el paracaídas, bebió un buen trago de agua. El bulto les había llamado la atención. Les explicó que tenía que ir a Las Vegas, a la Base Aérea de Nellis, y que era un asunto urgente de interés nacional. —Lo siento, soldado —le explicó un tipo con un rifle apoyado en la cadera—, por la radio han dicho que han atacado Nellis. Ha desaparecido del mapa. Steve se dirigió donde estaba el paracaídas y le dio dos rápidas patadas. —Vale. Mientras volaba por la zona, vi una base junto al lecho seco de un lago. Necesito que alguien me lleve hasta allí. Varias personas del grupo le mostraron mapas de aquella región. A pesar de que algunos de ellos eran bastante detallados, en ninguno aparecía una base aérea. Según los mapas, el área no era más que una zona de prueba de misiles, a la que no tenían acceso los civiles. Además, no había un solo lago seco, sino cuatro, y eso complicaba las cosas todavía más. —Creedme, está ahí—les dijo Steve. Aquello les resultaba demasiado extraño. Ellos deseaban escapar de los alienígenas, no hacerles de chofer. Los cabecillas del grupo estaban dispuestos a ayudar a Steve a llevar su paquete, pero no tenían ninguna intención de malgastar gasolina emprendiendo una búsqueda inútil en una zona militar restringida. En aquel momento, el hombre que anteriormente había adoptado aquella actitud sarcástica salió en defensa de Steve. Hizo a un lado a dos de las personas que estaban interpretando los mapas para situarse en medio del grupo. —Groom Lake —le dijo a Steve—. La base que viste es el Centro de Pruebas de Armamento de Groom Lake. Un par de pistas de aterrizaje que se cruzan, cuatro o cinco hangares muy grandes junto a una montaña, ¿verdad? —Eso es. —Steve y el resto del grupo escucharon las explicaciones de aquel hombre corpulento. Iba indicando la forma de llegar hasta ahí al tiempo que dibujaba las carreteras que no estaban marcadas—. ¿Cómo has llegado a conocer este lugar con tanta exactitud? —le preguntó Steve cuando el tipo ya había terminado. —Porque vivimos en esta zona —respondió su hijo, un muchacho de unos diecisiete años, de pelo largo. —Me llamo Russell Casse —continuó el hombre en voz baja, con un tono casi de conspiración—. Hace unos diez años tuve una experiencia con esos tipos. Haría cualquier cosa por joder a esos asquerosos —prosiguió después de estrechar la mano de Steve—. ¿Le importa si echo un vistazo? A Steve no le importaba en absoluto que aquel hombre estuviera loco si realmente estaba dispuesto a ayudar. —En absoluto —respondió—. Pero no resulta precisamente agradable. —Sé cómo son. Les conozco —aseguró Russell—. Grandes ojos negros, boca pequeña y arrugada, piel blanca. —Su hijo, Miguel, se colocó a su lado. No parecía muy entusiasmado en cooperar con el piloto del Cuerpo de Marines. Incluso a unos cuantos metros de distancia, Russell se percató de que aquello no era como él había pensado. Los largos tentáculos que colgaban del paracaídas no tenían ningún parecido con los alienígenas que él «recordaba», los que le habían secuestrado hacía casi una década. Steve apartó la tela de nailon que cubría el paquete. Los motoristas que le habían seguido hasta el paracaídas retrocedieron por el asco visceral que experimentaron. Russell miró fijamente aquella criatura, horrorizado por un motivo absolutamente diferente. Era demasiado grande, huesuda y horripilante para ser uno de aquellos delicados monstruos que le habían abducido hacía diez años. «¿Será una especie de alienígena totalmente diferente? —se preguntó— o ¿acaso lo imaginé todo?» De repente, lo más real del pasado de Russell, el momento que había arruinado su vida, perdió toda su veracidad. Sintió que se estaba mareando. Apoyó su mano en el hombro de Miguel para sostenerse en pie. —Papá, no te olvides de Troy. Tenemos que llegar al hospital. Durante unos instantes, Russell miró fijamente a su hijo, intentando concentrarse. Movió la cabeza haciendo un gesto afirmativo, dio media vuelta y se encaminó hacia el camión. —Bueno, señor, ¿vamos a Groom Lake o no? —dijo Steve a quien se había convertido en su aliado. Russell ya había olvidado la promesa que le acababa de hacer. —Mire, amigo. Me gustaría ayudarle, pero tengo un muchacho enfermo en la parte trasera de la caravana. Morirá dentro de unas horas si no encontramos la medicina que necesita. Vaya por donde le he indicado. Tardará unas dos horas en llegar hasta allí. —Le llevaremos nosotros —dijo un hombre alto que tenía la piel dañada por el sol—. Philip, saca todo lo que hay en la camioneta y colócalo en la caravana. —El chico pelirrojo miró tristemente a Alicia antes de salir corriendo para cumplir la orden de su padre. —Señor Casse, espere. —Steve se dirigió hacia Russell. En su rostro se reflejaba una expresión de preocupación—. Comprendo que su muchacho necesita medicinas. Pero una base de estas dimensiones dispondrá de una clínica completa con todo lo que usted necesita. Me ha dicho que hay unas dos horas de trayecto. —Tú decides —le dijo Russell a su hijo. Miguel se quedó pensativo un momento. —Intentemos llegar en una hora y media.
 Mientras sobrevolaban el interminable desierto de Nevada, el capitán Birnham, piloto del Air Force One, anunció que, a la izquierda, ya se veía Nellis. Los pasajeros se acercaron a las minúsculas ventanillas del avión. Se sintieron decepcionados al ver una base aérea de una superficie bastante pequeña y en muy mal estado. El Área 51 estaba compuesta por un hangar enorme rodeado de otros más pequeños, un par de pistas de aterrizaje cruzadas, y unos cuantos radares y búnkers. También se divisaban otras construcciones desperdigadas por el ancho desierto. Pero la opinión unánime y silenciosa de todos los pasajeros era que no había nada de especial interés en aquellas instalaciones secretas, escondidas en unas escarpadas colinas marrones. Se había acordado que no se iba a celebrar ninguna ceremonia de bienvenida al presidente. En cuanto aquel pájaro gigantesco tocó tierra, el capitán Birnham fue guiado hacia el hangar de mayores dimensiones. Las puertas se abrieron al tiempo que se iban acercando. Un pequeño contingente de soldados empujó las escaleras móviles hacia el Boeing de color azul y blanco. Whitmore, junto con sus acompañantes, se agolpó en la puerta, esperando impacientemente que les permitieran salir. Nimziki avanzó tímidamente desde el centro de comandancia militar, donde había estado meditando sobre su próxima jugada. Hasta que las puertas no se abrieron de par en par, todos se esforzaron en ignorarle con educación. En el pasillo, fueron recibidos por el administrador jefe de la base, el mayor Mitchell. Había alineado a unos cincuenta soldados para que el presidente procediera a la inspección. —Bienvenido al Área 51, señor —le dijo al tiempo que le dirigía un correcto saludo. —Tenemos prisa —aclaró Whitmore, devolviendo el saludo. —Por aquí, por favor. —Mitchell no necesitaba explicaciones sobre el motivo por el cual el presidente de EE.UU. había decidido visitar su lejana base en plena catástrofe mundial. Había venido por la nave. Le guió hasta ella a pesar de ser consciente de que, técnicamente hablando, mostrarla, incluso al presidente, suponía infringir las leyes federales. La presencia de Mitchell intimidaba. Tenía el atractivo de los héroes de mandíbula cuadrada. Estaba a punto de cumplir treinta años, pero a pesar de su edad era ambicioso en su carrera profesional. Sus superiores en Fort Cayuga, impresionados por su trabajo, le ascendieron a su cargo actual en las operaciones de supervisión del Área 51. Excluyendo la investigación, era responsable de todo lo que ocurría en la base. El sabía todo lo que sucedía. La mayoría de las veces incluso estaba en el lugar para presenciarlo. Sabía perfectamente que aquel puesto no era más que un eslabón a algo de más categoría, a un cargo en Washington. Pero también era consciente de que cualquier error de seguridad, bien una infiltración del exterior o un escape interno de información, cualquier cosa que hiciera que el Área 51 saliera en la prensa, le comportaría una rápida destitución a una oficina en alguna pequeña localidad de Idaho. Así pues, se tomaba su trabajo con seriedad. Condujo al grupo hacia un pasillo gris sin salida. A ambos lados había oficinas cerradas con llave. Al fondo había un refrigerador de agua y unas pocas plantas marchitas. Mitchell entró y cerró la puerta. —Manténganse apartados de las paredes —advirtió mientras abría con llave una placa. Seguidamente apretó un interruptor. De repente, se oyó un murmullo hidráulico. Toda la habitación empezó a descender. Mientras bajaban a través de un pozo de hormigón, daba la sensación de que las oficinas escalaban por las paredes. Aquel espacio se había transformado en un enorme ascensor. Todos miraban a su alrededor, boquiabiertos. El presidente, sin embargo, empezó a enfurecerse. —¿Se puede saber por qué demonios nadie me informó sobre la existencia de este lugar? —preguntó impetuosamente, exigiendo a Nimziki con la mirada una respuesta inmediata. —Dos palabras, señor presidente. —Por una vez, Nimziki pareció adoptar una actitud humilde y honesta—. Negativa razonable. La decisión fue tomada mucho antes de que yo fuera ascendido a mi puesto. Hoover sabía que esto se convertiría en una batalla política, de manera que fue clasificado como «ALTO SECRETO», y así ha permanecido hasta hoy... —Basta ya —le interrumpió Whitmore irritado. Nada de lo que dijera Nimziki podía borrar el daño ya cometido—. Negativa razonable, y una mierda —murmuró. Lo que Nimziki omitió mencionar era que uno de los motivos por los cuales el Ejército, la CIA y el FBI habían decidido mantener el secreto era para ganar ventaja a los rusos durante la Guerra Fría. En el Área 51 se impuso una orden de silencio para el proyecto de veinticinco años de duración. Tanto la Guerra Fría como el plazo de tiempo habían llegado a su fin durante el ejercicio de Nimziki pero éste no había hecho público el descubrimiento. Ambicionaba un cargo en Washington, probablemente incluso la presidencia. Pensaba que si admitía que había mantenido el secreto lo perdería todo y que, sin embargo, tenía mucho que ganar si era el único que controlaba el proyecto. Las puertas de metal se abrieron de par en par. Al otro lado, estaba la zona de limpieza de un hospital de investigación donde se veían docenas de máscaras y monos blancos colgados en percheros, al lado de una hilera de lavamanos. Después de atravesar la zona, llegaron hasta una serie de puertas de plexiglás. Delante de ellas había una activa zona con varios trabajadores cubiertos de pies a cabeza con sus uniformes, máscaras y gorros estériles blancos. —Esta es nuestra sala de limpieza. Carece de electricidad estática —anunció Mitchell con orgullo. Antes de proseguir con la visita, dejó transcurrir el tiempo necesario para que la observaran boquiabiertos. —Muy bien. Continuemos —dijo el presidente. Mitchell no sabía muy bien qué decir. En aquel lugar no había nada especialmente interesante. Además estaba seguro de que si Whitmore sabía los cientos de miles de dólares que iba a suponer a los contribuyentes estadounidenses descontaminar aquella instalación, no insistiría tanto. —De hecho, señor, para acceder a esta zona se requiere... Whitmore oyó la respuesta inapropiada del soldado. —¡Abra esa maldita puerta ahora mismo! —le ordenó sin dar lugar a otras interpretaciones. Mitchell introdujo su tarjeta magnética en el escáner y las puertas se abrieron rápidamente emitiendo su sonido característico. El grupo, de doce personas, entró en la zona de investigación. Eran unas instalaciones ultramodernas donde no podía encontrarse ni una sola mota de polvo. Una vez dentro y después de haber doblado la esquina, se dieron cuenta de que sólo habían visto una pequeña parte desde la habitación de limpieza. La cámara tenía al menos cien metros de largo. En el centro había un pasillo que se elevaba a un metro del suelo. El personal vestía monos, gorros y bolsas estériles para los zapatos, todo de color blanco. Parecían astronautas. Estaban ubicados a ambos lados del pasillo, ocupados en diversos proyectos. Unos iban de arriba abajo, moviendo palancas, realizando experimentos con láser, estudiando diagramas gráficos y mapas. Otros estaban sentados sin hacer ninguna labor concreta. Pero todos dejaron lo que estaban haciendo cuando, inesperadamente, el presidente Thomas Whitmore pasó por allí. Mitchell iba delante, explicando en pocas palabras el trabajo que se estaba llevando a cabo en cada estación. La calidad y la sofisticación de los equipos era sorprendente y en muchos casos incluso más que ultramoderna. El laboratorio estaba muy bien surtido de personal, perfectamente equipado y organizado de una forma excelente. —¿De dónde ha salido todo esto? —susurró el presidente a Grey, sin dejar de andar—. ¿De dónde proceden los fondos para financiarlo? Julius, que caminaba en último lugar, con su torpeza habitual, oyó por casualidad la pregunta del presidente. —¿No pensará que se han gastado diez mil dólares en un martillo y treinta mil en el asiento de un retrete, verdad? El hombre esbozó una sonrisa, sin darse cuenta de que en cierta forma estaba en lo cierto. Los oficiales del Ejército responsables del aprovisionamiento habían estado desviando fondos al Área 51 durante décadas, aumentando los importes de otros conceptos. Pero la mayor parte de la financiación venía directamente del Congreso. Una parte del presupuesto del Estado siempre se había denominado «Fondos Reservados». En ella se incluía el dinero destinado a proyectos que eran considerados demasiado peliagudos para quienes dictan las leyes. Generalmente se trataba de labores de investigación y desarrollo de armamento nuevo para el Ejército. Al fondo de la cámara, una rampa conducía a una gruesa puerta de titanio y acero. Esta se elevó verticalmente mediante un motor eléctrico. Aparecieron un par de científicos vestidos con batas blancas de laboratorio. Sin esperar a que la puerta se hubiera alzado por completo, se agacharon para pasar y recibir al presidente. El doctor Brackish Okun era el director de investigaciones del Área 51. Tenía aproximadamente cuarenta y cinco años. Su pelo gris y abundante le llegaba a la altura de los hombros. Su caminar era indiscutiblemente bippie, con saltitos intercalados entre paso y paso y con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de su bata. Sonrió abiertamente, de la misma forma en que suelen hacerlo los niños cuando se acercan a saludar al presidente. —Dios mío, y ¿ahora qué? —murmuró éste en voz baja. Ya había tenido suficientes encuentros extraños en las últimas treinta y seis horas y sólo le faltaba eso. —Señor presidente, me gustaría presentarle al doctor Okun —dijo Mitchell, haciendo los honores—. Es nuestro director de investigaciones desde hace quince años. Okun era raro, un hombre desbordante de energía que, obviamente, había pasado demasiado tiempo aislado en aquel subterráneo. Su corbata arrugada y gris hacía juego con su pálida piel. Se quedó de pie durante un embarazoso momento, con su amplia sonrisa y moviendo la cabeza en señal de aprobación. De repente alargó su mano para estrechar la del presidente con excesivo entusiasmo. —Caramba, señor presidente, es realmente un honor conocerle. ¡Ah! Y éste es mi colega, el doctor Issacs. —Issacs, un hombre atractivo con el pelo muy corto y perilla, parecía el perfecto compañero de equipo. —¡Qué bien! —susurró Okun dirigiéndose a uno de los investigadores, mientras Issacs se inclinaba para estrechar la mano del señor presidente. Whitmore le lanzó una mirada de desaprobación que Okun pareció reconocer. —Si alguno de nosotros parece un tanto extraño es porque no nos está permitido salir al exterior muy a menudo —dijo disculpándose. —Sí, entiendo —dijo el presidente disfrazando ligeramente su ironía. —Me imagino que querrán ver el Gran Tamal —continuó Okun—. Vengan conmigo. Todos los miembros del grupo se miraron confundidos. No obstante, siguieron al científico hacia la próxima cámara. Dejaron atrás la larga zona de investigación y subieron por una rampa hacia un estrecho espacio entre paredes de hormigón. Dentro, había un área pequeña y plana con otra puerta de acero. Issacs insertó con rapidez una tarjeta de acceso en la cerradura magnética y respiró profundamente. Acto seguido, presionó un botón grande que estaba situado en la pared. Una sirena empezó a sonar al ritmo de una luz roja que giraba sobre sí misma. La pared que estaba situada delante de ellos bajó como un puente levadizo y apareció una vista espectacular. Al otro lado había una enorme cámara de hormigón poco iluminada. La superficie era la de cinco manzanas, de largo y de ancho. Guardias de seguridad, equipados con armas preparadas para disparar, patrullaban por una serie de pasarelas de acero que se elevaban hasta una cierta altura. Pero la pieza central que predominaba en aquel espacio era una nave extraterrestre de ataque. Estaba suspendida en una plataforma construida a propósito. El exterior de la nave estaba formado por un lustroso armazón que bajo las luces era del mismo color que el cielo nocturno. Era una réplica de las naves que habían aniquilado a los Jinetes Negros. Tal como se pretendía, los acompañantes del presidente no daban crédito a sus ojos y bajaron por la rampa boquiabiertos. No se parecía a nada de lo que habían visto antes y mucho menos a lo que esperaban encontrar. La nave principal resultaba familiar. Su aspecto era como el de dos platillos juntos borde a borde. Esto explicaba los miles de descripciones de ovnis que la gente había hecho durante años. Pero lo que la convertía en algo absolutamente atrayente y fascinante eran los detalles de los grabados que había en su superficie. Tenían unos dieciocho metros de largo. En la parte delantera del avión comenzaba una proyección de unos dos metros de altura que se alargaba hasta terminar en punta en la cola y que era denominada «la aleta» por los científicos. La superficie estaba formada por grandes placas conectadas entre sí mediante innumerables piezas mecánicas de gran complejidad, así como por artefactos metálicos colocados con la misma precisión que los músculos de una mano humana. El grupo subió a una plataforma de observación y se ubicó delante del fascinante y morboso pájaro, expuesto como un estegosaurus dormido en un silencioso museo. Frente a la máquina había una especie de cabina de piloto con ventanas anchas y planas. Debajo de éstas, en el extremo de la parte delantera se distinguían unas proyecciones curvadas en forma de punta, casi como las mandíbulas de un enorme insecto. Uno de los visitantes se imaginó entre aquellas garras poderosas antes de ser devorado. Los científicos y los técnicos se movían alrededor de la nave, realizando ajustes y modificaciones, observando la superficie con extravagantes lámparas azules. Transportaban sus equipos en carros para herramientas portátiles que les conferían el aspecto de los mecánicos de la tecnología del futuro. Largas y grises cicatrices zigzagueaban a lo largo de la superficie, poniendo de manifiesto la labor de reconstrucción provisional que los científicos habían realizado tras haberse estrellado la nave en el desierto de Nuevo México. —Es una maravilla, ¿verdad? —expresó Okun arqueando sus cejas hirsutas. —¡Ja! —susurró Julius suficientemente alto como para que todos pudieran oírle—. Así que, ¿el Gobierno nunca había encontrado ninguna nave espacial? Whitmore apartó a Okun con un suave codazo para observar el artefacto desde más cerca. Se dirigió directamente hacia la nave y recorrió la superficie con su mano. Había unos canales grabados con mucha precisión que formaban unos dibujos. —¿Qué significan estos dibujos? —preguntó el presidente. —No tenemos la menor idea —replicó Okun, como si nunca hubiera reflexionado sobre ello. En realidad, le tenían obsesionado. Incluso se las había arreglado para que uno de los criptógrafos más destacados del mundo, el doctor D. Jackson, pudiera acceder a la base. En una ocasión, éste había pasado tres desalentadoras semanas intentando descifrar el significado de aquellos dibujos. Pero fue reclamado para otro proyecto gubernamental. —¿Me está diciendo que hemos tenido en nuestro poder una de sus naves durante cuarenta años y que no tenemos ningún conocimiento sobre ellos? —inquirió Whitmore enojado. —No, no, no —aseguró Okun al presidente—. Sabemos muchísimo sobre ellos. Pero lo más interesante ha empezado hace solamente un par de días. Verá, no podemos reproducir su potencia ni su energía. Sin embargo, desde que esos alienígenas empezaron a aparecer, el interior ha cobrado vida. Las últimas veinticuatro horas han sido muy reveladoras, verdaderamente emocionantes. —¡Hay millones de personas muriendo ahí fuera! ¡No creo que emocionante sea la palabra más indicada! —estalló el presidente. Las palabras hicieron eco en la enorme cámara. Todos guardaron silencio, permitiendo al presidente que diera rienda suelta a su ira. Whitmore se encaminó hacia un extremo de la nave intentando concentrarse, pero no podía apartar de su mente una imagen: su esposa Marilyn arrollada por una bola de fuego. Con la mirada perdida y sumido en oscuros pensamientos, sus ojos se enturbiaron con algunas lágrimas. No iba a llorar, no iba a permitirse esa debilidad. Respiró profundamente y se llevó las manos a la cara, dándose un ligero masaje en las sienes fingiendo dolor de cabeza. —Doctor, estoy seguro de que usted comprende que estamos en una situación de máxima gravedad. Por lo tanto, me gustaría que nos informara sobre el enemigo al que nos enfrentamos—ordenó el general Grey, asumiendo el mando de la conversación. —Bien, veamos —contestó el científico con más seriedad de la que había mostrado hasta el momento. Parecía tomar conciencia de la importancia de la situación—. No son tan diferentes a nosotros. Necesitan oxígeno para vivir y sus niveles de tolerancia al frío y al calor son similares a los nuestros. Probablemente, ése es el motivo por el cual están interesados en nuestro planeta. —¡Vaya! ¿Qué le hace creer que...? —preguntó David bruscamente. Acto seguido dejó de hablar para comprobar si su intervención había sido apropiada. Grey y Whitmore le hicieron un gesto de aprobación—. ¿En qué se basa para afirmar que están interesados en nuestro planeta? —Tan sólo es una suposición —le respondió Okun mientras se limpiaba las gafas con la corbata—. Son animales como nosotros y tienen el instinto de supervivencia. Tal vez alguna catástrofe les hizo huir de su planeta y ahora deambulan por el cosmos. Además, imagino que necesitan espacio porque deben de ser agricultores o ganaderos. Quizá se dediquen a algún tipo de crianza de animales. —¿Cómo ha llegado a esa conclusión? —La respuesta es simple: los gigantescos platillos volantes y el tipo de armazón de las naves. Si los examina con un microscopio encontrará finas líneas y poros. —Okun se percató de que ninguno de los visitantes comprendían lo que aquello implicaba—. Por supuesto, esto significa que los platillos volantes crecen en lugar de ser fabricados. Cada uno de ellos es único, como las huellas dactilares de los humanos. Desconocemos cómo lo hacen. Yo opino que deben de emplear ingeniería genética para manipular el ADN y que, de esta forma, la cáscara crece hasta un cierto tamaño. Pero el doctor Issacs cree que crían a los animales en moldes, del mismo modo que los chinos envolvían los pies de las mujeres para que no crecieran. Por lo que respecta a la edad, aún no estamos seguros de nada. Hemos creado una variedad de la prueba del carbono-14, que nos muestra que los platillos tardan alrededor de ochenta años en crecer. Y, si nuestros métodos son fiables, los platillos de esta nave tienen entre tres y nueve mil años. —Okun, que en el fondo seguía siendo aquel colegial desgarbado, echó una ojeada a su alrededor y observó a los visitantes—. ¿Os apetece verlos?
 Los informes sobre ovnis suspendidos en el aire durante unos instantes y que desaparecían a una velocidad increíble eran habituales en el desierto del suroeste de EE.UU. Casi todos los avistamientos fueron comunicados por testigos poco fiables, quienes afirmaban que se encontraban solos en aquel momento. Inevitablemente, los informes hechos públicos por fuentes de gran credibilidad, como el ex presidente Jimmy Cárter durante su mandato como gobernador de Georgia, provocaron que mucha gente diera rienda suelta a su imaginación. Pero en la noche del 4 de julio de 1947 sucedió algo inexplicable. Cientos de habitantes de Roswell, Nuevo México, y sus alrededores declararon haber visto un objeto centelleante en forma de disco, de unos veinte metros de ancho, atravesando el cielo como un rayo hacia el noroeste. Seguidamente, un diluvio de llamadas llegó al despacho del sheriff, a la emisora de radio y al periódico locales. Convencidos de que lo que habían visto no pertenecía a nuestro planeta, los habitantes pasaron la noche reunidos en restaurantes y estacionamientos de los supermercados, intercambiando versiones y observando con inquietud el cielo para detectar cualquier señal anormal. Por momentos, la reacción de las masas rozó el histerismo. Seguía siendo el tema de conversación principal cuando, pocos días después, el Ejército de EE.UU. emitió un comunicado de prensa: habían recuperado restos de un platillo volante que se había estrellado y que consideraban de origen extraterrestre. Esta sorprendente declaración fue realizada por el coronel William Blanchard del Grupo de Explosivos 509 de Roswell Field, el cual se convertiría en general de cuatro estrellas y subjefe de Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas de EE.UU. La tarde después del avistamiento masivo, un ranchero del lugar, W.W. Mac Brazel, halló los restos de una nave poco corriente en su propiedad. Las piezas estaban fabricadas con un material que no había visto nunca y algunas tenían unas marcas que parecían jeroglíficos. Mac siguió el rastro de los restos hasta encontrar la nave... y el cuerpo que, posteriormente, nunca reconocería haber visto. Supuso que sería una nave experimental de la base aérea militar que había cerca, así que cogió el coche y fue a la ciudad, desde donde llamó a la Base de Roswell, a cien kilómetros de distancia. Un grupo de oficiales del Servicio de Inteligencia fue enseguida a ver los restos de la colisión. Aquella noche informaron del hallazgo a los periódicos. Entonces, de un modo igualmente sorprendente, negaron su propia historia. Las visitas de delegaciones militares se sucedían una tras otra, y se convocó una segunda conferencia de prensa. Dijeron que era un globo para la predicción del tiempo. Un nuevo modelo revolucionario de globo sonda, posiblemente botado por los enemigos, los soviéticos. Nadie se creyó una palabra, pero el Ejército mantenía su versión. A los periodistas que habían ido al lugar de los hechos les negaron el acceso a las pruebas. Ya habían sido trasladadas de Roswell a una ubicación secreta, donde se les haría «más pruebas». El objeto brillante que se había visto sobre Roswell aquella noche era un avión de reconocimiento que había salido de una nave nodriza gigante que flotaba en el límite de la atmósfera terrestre. Como en centenares de vuelos anteriores y posteriores, la nave había estado observando y realizando experimentos durante varias horas. Sólo le quedaban unos momentos para finalizar su misión cuando, de pronto, la nave nodriza se vio amenazada con ser descubierta y había dado la vuelta. La nave de reconocimiento se había alejado más de lo que debía y se encontraba por detrás de la curva de la Tierra, con lo que la energía procedente de la nodriza no podía llegar a sus motores. Los tripulantes de la nave, dándose cuenta de que sólo les quedaban reservas para unos minutos, se quedaron aterrados. En vez de elevar la nave, se dirigieron hacia el noroeste, volviendo a la zona que debían explorar. Por el camino, los sensores anunciaron el fallo inminente del motor, y un escudo de iones negativos se apoderó de ella. Al reaccionar con la extraña forma de energía de ésta, crearon una aureola de luz brillante que se pudo ver desde la Tierra. Demasiado tarde. El motor izquierdo explotó en mil pedazos y, acto seguido, la nave cayó en el desierto. Dos de los extraterrestres sobrevivieron al impacto; el tercero estaba muerto. El más fuerte de los dos supervivientes forcejó durante más de una hora hasta que consiguió abrir la escotilla y salir a rastras. Se arrastró por el borde de la nave y a través de cuarenta metros de arena hasta que se vio atacado por una manada de coyotes. Mientras lo mordían y lo desgarraban hasta matarlo, su compañero, desde el interior de la nave, sintió cada mordisco y oyó cada grito ahogado. Se quedó paralizado en el interior hasta que, a la mañana siguiente, los terrícolas empezaron a llegar. El extraterrestre fue trasladado en helicóptero a Roswell Field, y posteriormente en un avión ambulancia del Ejército a una nueva instalación supersecreta: el Área 51.
 Okun les llevó hasta una puerta gruesa como la cámara acorazada de un banco. La abrió con una llave triangular. Issacs entró en la habitación completamente a oscuras y buscó el interruptor a tientas. Lo que había sido una sala de conferencias de alta seguridad, con sus butacas y su tarima, era ahora, años después, un almacén para los obsoletos aparatos científicos de Okun. El presidente y sus acompañantes pasaron por encima y al lado de montones de chatarra de un precio incalculable, hasta llegar al otro extremo de la sala. El punto central de aquel espacio estaba constituido por tres cilindros de metal, de metro y medio de ancho, que iban del suelo al techo. —¿Todo el mundo está listo? —les preguntó Okun como un anunciante a la puerta de un circo—. Esto, señoras y señores, es lo que cariñosamente llamamos aquí la «Cámara de los Horrores». Estaba a punto de decir algo más. Siempre soltaba el mismo discurso, pero el gesto ceñudo del presidente le cortó de golpe. Introdujo una secuencia de números en un anticuado teclado de seguridad y los tres cilindros empezaron a elevarse hacia el techo. Tras los cilindros había tres tanques de cristal, cada uno con el cuerpo de un extraterrestre flotando suavemente como sirenas en una solución turbia de formaldehído. Sus largos y delicados cuerpos, amarillos y naranjas bajo la luz, estaban en diferentes estados de descomposición. Los cuerpos, delgados, colgaban como colas de cometa de las cabezas bulbosas. Unos ojos negros enormes a los lados de la nariz con forma de pico daban a las caras una expresión de asombro, como si estuvieran tan sorprendidos como los terrícolas del otro lado del cristal. Okun estudió las caras de los visitantes y comprobó las típicas reacciones. Algunos parecían asustados, otros, curiosos, y otros se volvían con cara de asco. —Cuando mi predecesor, el doctor Welles, encontró a estos tres, tenían un aspecto muy diferente. Llevaban trajes biomecánicos, unas cosas horribles con largos tentáculos que salían de la parte de atrás y otros más cortos por delante. Los dos de los lados murieron en el accidente, y, hasta que no practicó las autopsias, Welles no descubrió a las criaturas que había dentro. Al quitar los trajes, pudimos descubrir muchas cosas de su anatomía. Sus sentidos tienen un nivel de percepción mucho más alto que el nuestro. Sus ojos, como pueden ver, son mucho más grandes, y no tienen iris que limite la cantidad de luz que pueden recibir. Los nervios auditivos y órganos olfativos están asociados y acaban aquí, en la nariz. Nuestra teoría es que no sólo oyen sonidos, sino que también pueden olerlos. Lo mismo pasa con los olores: deben de ser capaces de «oírlos» y olerlos al mismo tiempo. No está mal, ¿eh? Vaya, había vuelto a hacerlo. Okun juntó las manos a modo de disculpa, pero el presidente estaba demasiado interesado en saber sobre los extraterrestres como para prestarle demasiada atención. —Continúe. —Bueno, veamos. El sistema circulatorio. No tienen un órgano central, un corazón, como nosotros. La sangre se mantiene en movimiento por sus cuerpos gracias a los movimientos peristálticos de sus músculos. Carecen de cuerdas vocales, así que suponemos que se comunican unos con otros por otros medios. —¿Qué tipo de medios? —interrumpió David—. Por supuesto no está hablando de gestos o lenguaje corporal. —No. Parece que usan algún tipo de percepción extrasensorial. —Telepatía —puntualizó Issacs—. Se leen la mente unos a otros. —Bueno, doctor Issacs —Okun levantó la mirada hacia el techo, con una mueca sarcástica en la cara—. Como ya hemos discutido muchas veces, no hay pruebas dignas de crédito que apoyen esa teoría. No quiero que se empiece a especular y que nuestros visitantes tengan la impresión de que somos un puñado de ineptos. Okun lanzó una mirada acusadora a Issacs, que se retiró en silencio. —¿De qué están hablando ustedes dos? —inquirió Grey, que no estaba dispuesto a aguantar tonterías. Issacs volvió a salir de las sombras y se explicó. —El de en medio sobrevivió dieciocho días tras la colisión. El doctor Welles hizo todo lo que pudo para salvar su vida. El décimo día, informó de que tenía la sensación de que la criatura le estaba leyendo el pensamiento. El undécimo hizo constar que ésta le «habló», no con palabras, sino con imágenes y sensaciones. Esas conversaciones continuaron hasta que la criatura se debilitó y murió. Las conclusiones que sacó de esas «conversaciones» eran que esos seres no querían hacernos daño, que venían en son de paz. Por eso no avisamos á nadie. No teníamos ni idea de que iba a pasar algo así. Cuando el doctor de la barba acabó de hablar, todos miraron a Whitmore esperando una reacción. Si esperaban que perdonara a sus científicos por no alertar al mundo del peligro de una invasión de la mano de esos poderosos predadores, estaban equivocados. Pero en vez de eso, se dirigió a Okun. —Todavía estoy pensando en algo que dijo cuando fuimos a ver la nave. Dijo que «probablemente estén interesados en nuestro planeta» y entonces dijo que criaban otros animales. ¿Sabe qué comen estas cosas? A todo el mundo se le cruzó por la cabeza la imagen de hombres y mujeres pastando unos junto a otros, engordando a las puertas del matadero, desnudos y en rebaño. Julius no podía soportar la idea. —Es asqueroso. ¿Está diciendo que estas cosas nos van a convertir en salchichas? —No lo sé. Es lo que le estoy preguntando al doctor —respondió Whitmore. Okun parecía molesto con la idea. A decir del modo en que cambió la expresión de su cara, seguramente se habría imaginado la escena. Por primera vez, empezó a entender la seriedad de la situación. —Tienen boca. Muy pequeña, por debajo del pico, pero no es más que una ranura en la piel. La autopsia también descubrió unas glándulas digestivas que segregan una sustancia muy corrosiva. No se les encontró nada en el estómago, así que no sabemos qué comen. —Una pregunta más —El presidente se acercó a Okun—. ¿Cómo podemos matarlos? —Bueno, eso es más delicado —dijo cruzando los dedos por encima de la cabeza para que le ayudaran a pensar—. Desde luego, sus cuerpos son incluso más frágiles que los nuestros. El verdadero problema es toda la tecnología que han desarrollado para protegerse. Y a juzgar por lo poco que hemos visto, ésta es mucho más avanzada que la nuestra. David se había girado hacia los tubos de cristal y estaba inspeccionando de cerca los cuerpos nervudos cuando el presidente le llamó. —David, tú ya diste con la clave de parte de su tecnología. Descubriste su código, y tradujiste sus señales en un tiempo relativamente corto. David no se había dado cuenta de que el presidente y él ya habían llegado a la fase en que uno llama al otro por su nombre. —No, no sé, Tom. Todo lo que hice fue alterar la señal porque estaba interfiriendo... No sé qué más puedo hacer. —Enséñales lo que has descubierto. Quiero que ustedes dos —se refería a Okun y a David—, aúnen sus esfuerzos y esperemos que lleguen a alguna respuesta. —Entonces se acercó lo suficiente a David como para que viera que era un desafío—. Veamos si eres tan listo como crees.
 LOS VISITANTES NO AUTORIZADOS SERÁN ARRESTADOS INMEDIATAMENTE. ENTRAR EN ESTAS INSTALACIONES SE CONSIDERA DELITO FEDERAL SANCIONABLE CON PENAS DE HASTA TRES AÑOS EN UNA PRISIÓN FEDERAL.
 Las señales estaban situadas cada doscientos metros a los lados del carril asfaltado que llevaba a Groom Lake. Otras señales advertían de la existencia de cámaras y radares ocultos. Todos los avisos eran reales. Se colocaron para desanimar a los fanáticos de los ovnis que siempre intentaban infiltrarse en la zona para echar un vistazo a los platillos volantes que hubiera construido o capturado el Gobierno, dependiendo de la historia que creyera cada uno. Si éste fuese como cualquier otro día, habría dos patrullas de policía militar acechando, esperando a practicar arrestos. Pero era un día totalmente nuevo para la Tierra. Steve estaba en el asiento de atrás del camión con su prisionero y cuatro hombres armados. Echó una mirada de cerca al objeto que se escondía tras el paracaídas naranja. Si se movía, estaban preparados para abrir fuego. Parecía que no iban a llegar nunca a la valla de metal con alambradas en la parte de arriba y al guardia que vigilaba la entrada principal. Dos soldados, con la mala suerte de tener servicio de guardia el día del fin del mundo, apagaron las noticias y salieron con sus rifles de asalto en la mano. Cuando Steve se puso de pie en la parte de atrás del vehículo, uno se dirigió a él. —Lo siento, capitán. No podemos dejarle pasar sin credenciales. —¿Quieres ver mis credenciales? Ven aquí. Te enseñaré mis credenciales. El soldado se acercó desconfiado a la parte trasera de la caravana. Steve le cogió por el cuello de la chaqueta y retiró el paracaídas, dejando la cara del soldado a un palmo del desagradable exoesqueleto. El soldado dio un salto atrás, cagándose en los pantalones. —¡Jesús, María y José! ¡Déjalos pasar! —gritó al otro guardia—, ¡déjalos pasar!
 Cuando David tuvo la cabeza dentro de la nave, experimentó la sensación de entrar en una extraña y exótica galaxia. El interior era una cámara oscura y opresiva. Las paredes, redondeadas, llenas de tecnología semiorgánica, parecían más el interior de una tenebrosa cripta que de una máquina voladora. Su primer impulso fue el de dejarlo todo y volver a bajar la escalera. Okun, que ya estaba dentro, no hacía más que empeorar las cosas con su actitud misteriosa. —Supongo que todo esto te parecerá increíblemente alucinante. A mí sí me lo parece. David se agachó para no golpearse con el techo de la minúscula cabina, y se dirigió a la parte anterior de la nave, donde por fin pudo ver, a través de las ventanas, un paisaje «normal»: el del bunker de cemento. Tal y como Okun le había dicho, la cabina estaba como viva, llena de artilugios y luces parpadeantes. Había un panel de control principal, pero David apenas lo reconocía como tal. Por el salpicadero corrían unas líneas hinchadas parecidas a venas, y las luces del cuadro de instrumentos no se apagaban y encendían, sino que variaban la intensidad, como un corazón latiendo. Todo aquello le daba la sensación de encontrarse en el estómago de algún insecto prehistórico. —Han venido un montón de científicos a investigar la función de todos estos artilugios. Algunas de ellas nos las imaginamos enseguida. Como esta cosa de aquí. —Cogió un tubo que parecía un trozo de intestino desecado—. Esto es parte del sistema de mantenimiento de vida de la cabina. Acaba por atrás en un conjunto de filtros. Este «luminómetro» es un controlador de los motores, o un interruptor general, o el pedal del acelerador. —¿Estos asientos venían así? —preguntó David sentándose en una de las sillas de piel fijadas al suelo. Mientras Okun le contaba la historia completa de cómo llegaron allí las sillas, para reemplazar a las «vainas corporales», David se interesó por uno de los instrumentos. Era una especie de pantalla que parecía compuesta de una membrana translúcida, posiblemente la concha de ámbar de algún animal, con dibujos de luz verde moviéndose en su interior. Se quedó mirando aquella luz durante unos momentos, y luego empezó a dar golpecitos para pasar el rato. Okun le estaba preguntando algo, pero él no le respondía. —¡Eh! ¡Tierra a Levinson! —Perdona, ¿qué decías? —Decía si habías encontrado algo interesante. —A lo mejor. Perdóname —dijo David con aire ausente, todavía transfigurado por el dibujo que aparecía en la pantalla—. Connie —llamó—, ¿sigues ahí? —Sí. —La voz se oyó a través de la escotilla abierta. —¿Todavía tienes mi portátil? —Sí. —Lo necesito. Antes de obtener una respuesta, David se dio cuenta de qué reflejaba su tono de voz. Lo mismo que cuando vivían juntos, un genio mal aprovechado que pensaba que el mundo tenía que girar a su alrededor. Saltó de la silla y se acercó a la escotilla. Connie ya se había sacado los zapatos de tacón y estaba subiendo los escalones de acero. La cara de David apareció de pronto y la sobresaltó un poco. —Señora Spano, ¿le he dicho últimamente que es usted un encanto? —No, no me lo has dicho. —Connie le dio el ordenador casi sin poder hablar. —Gracias. —David le sonrió antes de volver a desaparecer. Había algo familiar en la luz verde de la pantalla, algo parecido a la señal que él había encontrado. Abrió el ordenador y lo puso en marcha mientras daba algunas explicaciones. —Esos dibujos de ahí... creo que les llamó «luminómetro». —¡No, qué va! Eso es un «oscilatrón» —dijo Okun irónicamente—. Por favor, seamos serios. Intentamos ser científicos. —Mil perdones, doctor. Los dibujos de este instrumento se repiten secuencialmente, como... —Le pasó la máquina a Okun para que pudiera ver la pantalla—. Como la señal de la cuenta atrás. Creo que utilizan esta frecuencia para algún tipo de comunicación informática. Podría ser su forma de coordinar las naves. Okun asintió, pero todavía tenía preguntas por hacer. —Supongamos que tienes razón. Dos problemas: ¿qué se dice a través del ordenador?, y segundo, ¿y qué, qué hacemos al respecto? Por cierto, ¿dónde has estudiado? —Lo que hice con la señal de cuenta atrás fue aplicar una transmisión inversora de fases para anularla. —¿Funcionó? David frunció el ceño. —Bueno, no impidió que bombardearan las ciudades, pero arregló el problema de transmisión vía satélite que tenía que reparar. Yo fui al MIT, ¿por qué? ¿Y tú? —Al California Tech. Por nada. Sólo preguntaba. En el momento en que David empezaba a dudar de que Okun supiera nada en absoluto, el extraño científico demostró que comprendía la situación. —De acuerdo. Seguimos teniendo dos problemas. Primero: no sabemos qué se envía en esta frecuencia. Podrían ser planes de ataque, o música clásica. Quizá es su versión de una radio FM. Segundo problema: en el caso de la interferencia del satélite tuviste la oportunidad de enviar una señal contraria, pero este instrumento parece un receptor. ¿Cómo vamos a enviar una señal contraria? David se quedó pensativo en la silla, sin saber qué hacer. —Otro pequeño problema es que salí corriendo y me dejé el espectrómetro inversor de fases en casa. —Por suerte has venido al lugar apropiado —le reconfortó Okun—. No sólo tengo un espectrómetro, sino que también tengo otra maravilla de la tecnología que vamos a necesitar. No te pierdas esto. —Del bolsillo sacó un destornillador de un dólar con noventa y ocho centavos—. Saquemos la pantalla y veamos si podemos retocarla para que actúe como transmisor. —California Tech, ¿eh? —Hasta cierto punto a David le empezaba a gustar aquel tipo. Los dos cerebros sólo tardaron unos minutos en resolver su primer problema. Desprendieron la pantalla verde y conectaron un par de pinzas metálicas al sinuoso cableado que encontraron en la parte posterior. Aunque la máquina había sido construida hacía miles de años en otra parte del universo, los datos estaban grabados en sistema binario, una cadena continua de unos y ceros, o su equivalente alienígena. A Okun y a David eso les traía sin cuidado, les bastaba con que el pequeño portátil pudiera leer la secuencia. Un pelotón de técnicos sacaron el espectrómetro de Okun del almacén y se lo llevaron a la cabina. Mientras abandonaban la nave, con la idea de volver a hurtadillas a la sala de la Cámara de los Horrores para echar otro vistazo a los alienígenas muertos, David pulsó la tecla de Intro y aplicó la secuencia invertida. Durante un momento no ocurrió nada, y una sensación de frustración y decepción empezó a invadir a los dos técnicos. De repente, los que estaban fuera empezaron a maldecir y a gritar. Al asomarse a las ventanas de la cabina, David y Okun vieron que todos los técnicos se habían caído de culo. Los hombres se pusieron en pie e intentaron alejarse, pero botaron contra una clase de campo de fuerza invisible. —Oye —dijo Okun—. ¡Hemos activado el campo de fuerza! Supongo que colocamos algo al revés cuando lo reparamos la primera vez. David se hundió en el asiento, deprimido y desinflado. El estaba convencido de que la pantalla color ámbar era la forma de acceder a algún tipo de estructura de mando central, pero se dio cuenta de que acababan de pasarse un par de horas efectuando una reparación insignificante. Asqueado consigo mismo, empezó a repasar el cuadro de instrumentos. Había por lo menos cuarenta cacharros más que estudiar sin ninguna garantía de que pudieran averiguar algo de provecho. Desactivó la señal del campo de fuerza y vió que el mayor Mitchell atravesaba corriendo el hangar de hormigón en dirección hacia la nave. El mayor vio a Okun detrás de las ventanas de la nave atacante y le gritó. —¡Han capturado a uno! ¡Y está vivo!
 En cuanto se abrieron las puertas del ascensor, Mitchell se puso a correr a toda velocidad, dejando que los doctores Okun e Issacs lo siguieran a un paso más mesurado. Issacs, que anteriormente había dirigido una sala de urgencias en Boston, conservó la calma, y no olvidó coger su bolsa negra. Mientras Okun corría hacia el grupo de gente que se había congregado en el interior del gigantesco hangar, al lado de las puertas, de su bata caía un rastro constante de bolígrafos, herramientas, tapas, incluyendo la regla de cálculo que usaba desde sus días de instituto, y varias piezas hurtadas del cuadro de instrumentos de la nave. Cuando hubieron atravesado el hangar, alguien ya le había entregado a Mitchell un megáfono. —Ruego que todas las personas no militares se aparten de la camilla —dijo en dirección a los más de cien civiles que estaban ayudando a entregar a la criatura—. Despejen este hangar inmediatamente. Colóquense detrás de las puertas y esperen fuera. Okun se abrió camino a empujones por entre la muchedumbre ya menguante y vio un cuerpo voluminoso envuelto en un paracaídas bien atado a una camilla con ruedas. Retiró cantidad suficiente de la tela de nailon y reconoció aquel traje biomecánico. —¿Quién encontró esta cosa? —gritó. —Yo, señor. Capitán Steven Hiller, del Cuerpo de Marines de EE.UU. Su nave cayó en el desierto. —¿Iba solo? ¿No había ninguno más? La pregunta pilló a Steve algo desprevenido. —De hecho, señor, había dos más. Ambos perecieron en la colisión —informó. Miró al médico de pelo largo de arriba abajo y no pudo evitar preguntarle: —¿Cómo lo sabe? —¿Cuánto tiempo lleva éste sin conocimiento? —preguntó Issacs. —Desde que le di unas p... —Steve optó por no contar cómo aquella criatura había perdido el conocimiento—. Unas tres horas —afirmó. La camilla ya estaba en marcha, varios soldados lo empujaban rápidamente a través del suelo liso del hangar. Sólo dos de los civiles no habían obedecido la orden de volver a sus vehículos en el exterior. —Disculpe, doctor —dijo Russell por enésima vez, pasando el brazo por los hombros de Miguel. Steve recordó que el corpulento hombre pelirrojo buscaba ayuda médica para su hijo y desde su posición, al otro extremo de la camilla, intentó atraer la atención de Okun. Era inútil: todo el mundo estaba pendiente del espécimen alienígena. —Vamos a bajarle a la Zona de Contención—gritó Okun. Acto seguido, se volvió hacia su colega—. ¿Sigue vivo? Entre todo el lío con la camilla y la gente que gritaba en todas direcciones, el siempre sereno Issacs había colocado un estetoscopio en el pecho del monstruo. —Aún respira —afirmó. —Por favor, doctor, mi hijo está muy enfermo. Precisa de atención inmediata. Okun pareció dirigirle una mirada a Russell mientras entraban en el ascensor, pero sólo buscaba el botón para bajar al quirófano. —Se está deshidratando. Que tengan una solución salina preparada para cuando lleguemos. Okun apartó a Russell y fue a pulsar el botón. Tocó el botón y el ascensor inició su ruidoso descenso hidráulico. Pero antes de que el ascensor hubiese recorrido ni siquiera medio metro, se detuvo de repente. Russell golpeó violentamente el botón de paro de emergencia con el puño y luego agarró rápidamente algo que pudiera ofrecerle asistencia. Ese algo resultó ser la bata del doctor Issacs. Sujetó al hombre con tal fuerza contra la pared del ascensor que los pies del doctor no tocaban el suelo. Le clavó una mirada furiosa, los ojos inyectados en sangre. —Mi hijo tiene una enfermedad en la corteza suprarrenal. Le va a dar un ataque y morirá. Si no le ayuda un médico inmediatamente, seguro que morirá. —El aliento del hombre olía a alcohol rancio. Miguel, por una vez, se sentía orgulloso de su padre. —Necesita una inyección de corticosteroides o, como mínimo, un poco de insulina. Issacs, serenísimo, habló tranquilamente con su corpulento atracador. —Parece tratarse del síndrome de Addison. Tengo corticosteroides ahí dentro. Russell siguió la mirada del doctor hacia donde la bolsa negra de éste yacía en la camilla. A Issacs no le hacía nada de gracia perderse lo que iba a ser un momento histórico en términos médicos, pero sabía que Okun se las podría arreglar hasta que llegara. —O'Haver, Miller, acompáñenme. —A continuación se dirigió a Russell—. Llévenos con su hijo.
 Cerca de Anaheim, Jasmine encontró la autopista y se dirigió hacia el sur. Como transportaba a la primera dama en la parte trasera del camión, no podía pasar de los cincuenta kilómetros por hora. El sol ya se ponía y llenaba el cielo de mil tonalidades de naranja y púrpura a través del humo que se vislumbraba en el horizonte. Era casi imposible olvidar la destrucción que dejaban atrás. Se había ido la luz pero, aparte de eso, los barrios que flanqueaban la autopista se veían bien, normales. La autopista registraba un tráfico no muy denso en ambas direcciones, y el calor del día ya se estaba disipando y daba paso a una tarde agradable. Siguió las señalizaciones y tomó la salida de El Toro. A unos kilómetros de la base, cuando había conducido a través de los escombros, se encontró con varias personas que le dijeron que la base había sido alcanzada. Le aconsejaron que no perdiera el tiempo, pero la noticia sólo contribuyó a aumentar la ansiedad de Jasmine por llegar a la base cuanto antes. Por muy mal que estuviera la base, contaba con encontrar atención médica para la señora Whitmore y, si había suerte, con reunirse con Steve. Se imaginaba conduciendo hacia su avión averiado en medio de una pista de aterrizaje, y a un Steve empeñado en repararlo como fuera con tal de volver al combate. En cuanto salió de la autopista, vio las señales de destrucción por todas partes. Poco después se encontró atravesando una zona de colinas bajas, a lo largo de una carretera minada de enormes agujeros cada pocos metros. Avistó a un grupo de muchachos hurgando en lo que quedaba de un edificio, y les gritó: —Eh, chicos, ¿sabéis dónde está El Toro? ¿La base de los marines? —Es esto, señora —le contestó uno a grito pelado. Jasmine avanzó unos cien metros más a través de los escombros, hasta que decidió detenerse. Apagó el motor, se bajó del camión y se dirigió a la fachada derruida de un edificio que tenía justo delante de ella.
 BIENVENIDO A EL TORO BASE AÉREA DEL CUERPO DE LOS MARINES SEDE DE LOS JINETES NEGROS
 No quedaba nada en pie. La zona entera había quedado pulverizada bajo una tormenta de impactos de láser, hasta que no quedó ni un solo edificio en pie. En vez de una vibrante base militar, la zona presentaba el aspecto de un campo agrícola recién arado, manchado únicamente por montoncillos de escombros quemados. Jasmine se sentó y lloró hasta que el último vestigio de luz hubo abandonado el cielo.
 El Cuartel General Militar Oficial de la Nación se había trasladado del Pentágono a una oficina provisional y ruidosa ubicada a cincuenta metros debajo del suelo del desierto de Nevada. La sala de control de experimentos del Área 51 estaba destinada al seguimiento de vuelos de prueba realizados por reactores prototipo, así como otras naves experimentales. Estaba bien dotada de dispositivos electrónicos de todo tipo, desde los antiguos modelos de teléfono de marcación por disco rotatorio, hasta pantallas de seguimiento por radar de alcance mundial, pero ni un solo aparato funcionaba. Las grandes redes de comunicación de la Tierra habían sido destruidas, y los daños empeoraban con cada hora que transcurría. A los hombres del mayor Mitchell se les había unido el equipo de especialistas en comunicaciones del Air Force One. Habían requisado tres radios de radioaficionados de entre las numerosas caravanas estacionadas en el exterior, y estaban ocupados recogiendo información de tipos que decían cosas como «Corto y cambio, compañero». La segunda tanda de ciudades ya había sido destruida y las grandes naves proseguían su avance, disparando, por lo que parecía, a discreción. Incluso en las entrañas de la Tierra, a centenares de kilómetros del destructor de ciudades más cercano, la gente estaba asustada. Empezaban a darse cuenta de que, aun suponiendo que la destrucción cesara inmediatamente, el mundo que habían conocido nunca volvería a ser el mismo. Ni de lejos. Sabían que estaban totalmente a merced de las criaturas que tripulaban aquellas grandes naves. Nimziki también estaba asustado. No temía la muerte en sí, pero sí le aterrorizaba la idea de la muerte política. Más que cualquier otra persona, había dedicado su vida a trabajar duro para acceder al poder y mantenerse en él, sin dejar pistas, siempre cubriéndose las espaldas, haciéndose indispensable para los que ostentaban el poder. Había ascendido a la cima, lo habían nombrado jefe de la CIA, y se había convertido en el secretario de Defensa de Whitmore, e incluso entonces anhelaba más poder. «El Esfínter de Hierro» estaba perdiendo su autoridad. Sabía que vencer a los invasores se presentaba harto difícil, pero su disciplina mental ya planificaba su vuelta a Washington, la nueva época, el restablecer su red de aliados y, sobre todo, cómo aguantar los palos que forzosamente lloverían sobre él por haber ocultado el secreto del Area 51 durante demasiado tiempo. Entró en la sala del alto mando, nombre que habían dado a la dependencia, y descolgó uno de los teléfonos. —¿Tiene algún otro secreto en la manga que pueda ayudarnos a ganar esta batalla? —Eso es un golpe muy bajo, general, y usted lo sabe. Nimziki sabía que Grey, defensor acérrimo de Whitmore, iría a por él tarde o temprano. —Creo recordar una reunión del Estado Mayor ayer en Washington. Usted se quedó allí sentado en ese maldito sofá mientras presentábamos opciones al presidente ante una situación de alerta amarilla y usted ni siquiera mencionó la existencia de este lugar. —Di al presidente Whitmore el mejor consejo posible: contraatacar con armas nucleares. Sigo opinando lo mismo, y si me hubiera hecho caso, ahora no estaríamos aquí. Además, lo único que yo sabía es que aquí abajo había alguna nave espacial. —No intente colarme ese rollo. Usted tiene más contactos que una central de electricidad, así que no me diga que no sabía nada de este lugar. ¿Cuándo pensaba compartir su secreto con el resto de nosotros? —Mire. El proyecto era confidencial, de altísimo secreto. Grey no intentó ocultar su asco. —Por el amor de Dios, ¿por qué no dijo algo cuando llegaron? Podría haber salvado la vida de centenares de pilotos americanos. —Grey lo miraba fijamente, intentando comprender en qué consistía la maldad tan trivial de su interlocutor. Era plenamente consciente de que Nimziki había ocultado la información durante tanto tiempo para salvar su pellejo político. —Escuche, a mí no me cuelgue las muertes de esos pilotos. Sabiendo... Todo cambió cuando el presidente Whitmore cruzó el umbral de la puerta. Nimziki y Grey se separaron y el pelotón de técnicos que se ocupaban del equipo de comunicaciones volvió a sus puestos de trabajo. Connie les condujo a un mapa de EE.UU. de papel que estaba pegado con celo a la pared, y en el que las ciudades destruidas estaban señaladas con un círculo negro. —¡Dios mío! —gritó al ver lo que había ocurrido en las últimas horas. —¿Están todas confirmadas? —preguntó Whitmore. —Sí, señor. Estos emplazamientos están confirmados. También nos han llegado noticias de varios ataques sobre sitios aislados, principalmente bases aéreas militares. —¿Hacia qué dirección se dirigen? Grey se acercó y utilizó el mapa para ilustrar su exposición. —Al parecer, su plan consiste en que la nave de Washington baje por la costa del Atlántico, para dirigirse a continuación hacia los estados del Golfo. La nave de Los Ángeles parece que seguirá avanzando por la Costa Oeste, mientras que en estos momentos la nave de Nueva York se dirige hacia Chicago. El presidente fue hacia la mesa de reuniones, se sentó y se sirvió un vaso de agua mientras Grey proseguía. —De hecho, son pasillos de ataque, y a medida que atraviesan una zona determinada envían a estas pequeñas naves para atacar objetivos específicos. No se trata de una acción a ciegas, eso está clarísimo. Nos han informado desde Europa que la nave que estaba sobre París se desplazó enseguida a Bruselas y atacó el Cuartel General de la OTAN, mientras que los aviones más pequeños se encargaron de las instalaciones de la Alianza Occidental. —A continuación, dirigió una mirada hostil y acusatoria hacia Nimziki, y soltó—: Es evidente que han efectuado un reconocimiento, y que llevan tiempo planificando este ataque. Los muy cabrones saben dónde y cómo golpear. Rojo de ira, el presidente se volvió hacia su secretario de Defensa, listo para descargar en él toda la rabia que llevaba dentro. Pero de repente se giró. No había tiempo de recriminarle su conducta traicionera. Ya se ocuparía de Nimziki más adelante, en el futuro, si es que lo había. —¿Y qué me dice de nuestras fuerzas? ¿Qué capacidad nos queda? —Estamos a un quince por ciento de nuestras posibilidades. —Grey le concedió un momento para que asimilara la información, antes de explicitarle las consecuencias—. A tenor del tiempo que tardan en destruir una ciudad y en desplazarse hasta otra, la destrucción total de las ciudades más importantes del mundo se producirá en un plazo de treinta y seis horas. Whitmore bebió un largo trago de agua. —Nos están exterminando. Era una forma muy fea de describir lo que estaba sucediendo, que puso los pelos de punta a los que estaban en la habitación, pero a nadie se le ocurrió un término más preciso. Alguien llamó a la puerta. —Señor presidente. —Entró el mayor Mitchell—. Aquí está el piloto que deseaba usted conocer. Whitmore se puso en pie y se arregló la corbata mientras Mitchell le indicaba a Steve que pasara. Todavía iba vestido con la camisa interior empapada de sudor y los pantalones de combate con los que había cruzado el desierto. Steve no se sentía preparado para conocer a un montón de personalidades de raza blanca, y menos al presidente. —Capitán Steven Hiller, señor —saludó, poniéndose firme. —Descanse —sonrió el presidente sin devolverle el saludo. Su entusiasmo tranquilizó a Steve enseguida—. Es un gran honor conocerle, capitán. Usted ha hecho una labor tremenda ahí fuera. —Gracias, señor, sólo cumplía con mi deber. —Usted es de El Toro, ¿no es así? —Sí, señor, de los Jinetes Negros, primera escuadra. —¿Ha oído hablar de los Gatos del Infierno de Fort Bragg? Steve no pudo reprimir una rápida sonrisa. Sabía que Whitmore había sido piloto de caza. Durante la Guerra del Golfo, los Gatos del Infierno se habían convertido en una referencia de uso cotidiano. Pero Steve no esperaba hablar de pilotos con el comandante en jefe. —Sí, he oído hablar de ellos. —¿Qué es lo que ha oído? —insistió Whitmore. —La segunda mejor unidad de todas las malditas Fuerzas Armadas, señor. Justo detrás de los Jinetes. Ahora, ambos sonreían por la mutua admiración que sentían. —¿Dónde está ese prisionero que capturó? Mitchell aprovechó la pregunta para sumarse a la conversación. El quería acercarse al quirófano para observar el desarrollo de los acontecimientos. —Está en la Zona de Contención médica, señor. Los médicos se han mostrado optimistas: creen que sobrevivirá. —No sé si constituye un motivo de optimismo —afirmó el presidente—. Pero me gustaría echarle un vistazo a ese bicho. Ese comentario bastó para que todos los miembros del Estado Mayor recogieran su documentación de la mesa y se prepararan para irse. El general Grey expresó sus dudas con respecto al plan, pero Whitmore había tomado una determinación. —Cuiden bien a este hombre —dijo, indicando a Steve, antes de abandonar la habitación con todo su séquito. —Disculpe, general. —Steve interceptó al general Grey justo antes de que éste se marchara hacia la zona médica—. Estoy muy ansioso por volver a El Toro. Ya que había entregado al alienígena, no había motivos para que se quedara por ahí. Y en su cabeza retumbaba la voz de Jimmy diciéndole que Jasmine pudo sobrevivir al ataque. Si era cierto, sólo había un sitio donde podría ir a buscarla. Preguntó al general si le podían dejar una radio o enviar un mensaje. Grey se quedó como helado, y puso su mano sobre el hombro de Steve. —Lo siento, hijo. Supongo que todavía no te has enterado. El Toro fue arrasado esta mañana durante el ataque. Destrozado, Steve se quedó inmóvil, e intentó recuperar la respiración mientras el general iba a unirse a los demás.
 Una luna color naranja y rojo alumbraba el camino a través de las ruinas. Una hora después de partir en busca de provisiones, Jasmine y Dylan ya estaban de regreso, tambaleándose en la oscuridad hacia una hoguera bien alimentada. Ambos llevaban una caja cargada de latas de comida encontradas en lo que quedaba del comedor de la base. La caja que llevaba Dylan contenía una lata de alubias de tamaño industrial que pesaba casi tanto como él, y un manojo de cucharas dobladas que habían encontrado entre las ruinas. Antes de salir de la despensa, habían tapado la entrada con unos tableros, echando tierra sobre ellos para disimularlos. —Muy bien, amigos, la cena está servida. —Jas dejó la caja en el suelo y extrajo unos cuchillos de comer carne de su bolsillo—. Los utilizaremos de abrelatas. El hombre silencioso se había hecho cargo de la situación en ausencia de Jasmine y se había portado muy bien. La primera dama estaba recostada en una cama hecha de cartón y ropa doblada, con la americana del hombre doblada cuidadosamente debajo de su cabeza, como si fuera una almohada. Jas había encendido un pequeño fuego antes de irse, pero él lo había mejorado considerablemente, convirtiéndolo en una hoguera muy apañada, que parecía calcada de la portada de una revista de boy scouts. —Oiga, ha hecho usted un buen trabajo. Esto ya es otra cosa. Fue a averiguar cómo se encontraba la esposa del presidente, quien intentó incorporarse ante la llegada de Jasmine. Pagó su esfuerzo con mucho dolor, y le sobrevino un ataque de tos que le llenó los pulmones de líquido. Cuando Jas la hubo acostado de nuevo, la regañó. —No haga estos movimientos. Hablo en serio. Intente no moverse esta noche, y mañana le buscaremos ayuda. Ayudó a la mujer herida para que bebiera unas gotas de zumo de pina. Las dos contemplaron el fuego largamente, sin decir nada. El hombre silencioso había abierto una lata de salchichas para Dylan, quien bailaba La Danza de la Alegría mientras comía. La danza consistía en mirar el cielo, agitando el culo como muestra de agradecimiento por lo sabrosa que estaba la comida. Cada bocado iba acompañado de ese movimiento. Jasmine miraba impasible cómo se movía. Esta noche tocaba banquete, pero en los próximos días pasarían hambre. ¿De dónde saldría la comida de mañana? —Tu hijo —dijo la señora Whitmore con un hilo de voz—, es muy guapo. Jasmine estaba a punto de reñirla de nuevo por no descansar, pero en vez de ello, confesó: —Es mi ángel. —¿Estaba su padre destinado aquí? Jasmine emitió un largo suspiro de resignación. —La verdad es que no era su padre. Pero lo cierto es que esperaba que aceptara el trabajo. —Tiró una piedra a las llamas. Estaba a punto de desmoronarse de nuevo, pero pudo aguantar. La otra mujer se dio cuenta de que era momento de cambiar de tema. —¿Y a qué te dedicas? —Soy bailarina. —Qué bien. ¿Danza moderna, clásica? —No, exótica —dijo Jasmine, sonriendo ante las llamas, y mirando a la esposa del presidente, preguntándose a cuántas bailarinas de striptease habría conocido, y que quién sabe si su condición de mujer de la alta sociedad la predispondría contra ella. —Oh... lo siento. —No lo sienta —dijo Jas—. Yo no lo siento. No es lo que había planeado para mí, pero se gana mucho dinero, y además —dijo, señalando a Dylan con la barbilla—, vale la pena por él. Jas no solía contarle a la gente cómo se ganaba la vida. No le daba vergüenza, pero tampoco estaba orgullosa de ello. Cuando salía el tema en conversación, a veces mentía, a veces decía la verdad, y a veces ni siquiera respondía. Esta vez ya estaba arrepentida de haber dicho la verdad, porque estaba bastante segura de que una mujer tan respetable como la esposa del presidente no tendría mucho que decirle después. Quería decir algo más, algo así como: «No se preocupe, aunque sea una bailarina de striptease no dejaré de buscar ayuda mañana por la mañana», pero habría quedado ridículo. —¿Y qué harás cuando lo de bailar se acabe? —le preguntó Marilyn—. ¿Qué me dices de tu futuro? Jasmine volvió a sonreír, porque la pregunta que le había formulado la primera dama se la había hecho ella misma un millón de veces. Era como una carga que siempre la había oprimido y de la cual se sintió repentinamente liberada. —¿Sabe usted una cosa? Antes, me hacía esa misma pregunta cada día, pero me parece que ya no tiene importancia. —Mamá, ¿puedo comer más salchichas? —Cariño, ven aquí con mamá un momento. Quiero que conozcas a la primera dama. Dylan, esperando que la presentación le supondría más salchichas, acudió para que lo presentara. —Qué curioso. Estaba segura de que no me había reconocido. —Bueno. La verdad es que no quería decir nada. Yo voté por el otro.
 El doctor Okun acercó la cara al objetivo de la videocámara. —Esta grabación se realiza el 4 de julio a las 18.45. El alienígena sufrió un violento accidente aéreo esta mañana aproximadamente a las nueve. Como pueden apreciar... —Se separó para destapar a la criatura, que medía unos dos metros y medio, y estaba atada a una mesa de quirófano—, la cosa parece estar muy débil. De hecho, las únicas señales de vida procedían de los cortos tentáculos faciales, que se agitaban y se retorcían esporádicamente. Los tentáculos dorsales, que eran cuatro, más largos y de entre dos y tres metros y medio de largo, habían sido metidos de cualquier manera debajo de las gruesas correas de retención, y permanecían inmóviles. La sala de quirófano, porque así se denominaba esta habitación embaldosada con adornos metálicos, tenía varias ventanas altas de vidrio reforzado que daban a la gran sala de almacenamiento/ conferencias que Okun llamaba «la Cámara de los Horrores». Los grandes tubos contenedores de los cuerpos ya sin vida de los tres alienígenas eran visibles desde la cámara oscura que se encontraba detrás. Tres ayudantes se deslizaban muy eficazmente por la sala: una anestesista y dos enfermeros. Uno de los hombres realizaba ajustes a una máquina muy compleja conectada mediante una serie de mangueras flexibles a un depósito de formaldehído. El otro enfermero entregó unas herramientas a Okun, un mazo y un cincel, éste más grueso que una traviesa ferroviaria. Okun, en plan artista, las sostuvo en el aire, fingiendo ser el doctor Frankenstein de una película vieja. —¿Están todos los monitores de los sistemas de respiración artificial grabando? —La anestesista asintió con la cabeza y el doctor empezó a hablar a la cámara. —Vamos a reventar el cráneo y abrirlo para poder llegar a la criatura viva que hay en el interior. Esto —dijo golpeando con los nudillos el exoesqueleto amarillento—, no es más que una armadura. El animal que están contemplando en estos momentos en realidad es de una especie diferente e inferior criada por los alienígenas hasta alcanzar la madurez, momento en que los sacrifican y los destripan. Se extraen los órganos internos, pero se preserva la musculatura. El cráneo y el pecho tienen una costura vertical que permite que los alienígenas entren y salgan de la carcasa. De manera que se ponen el cuerpo de esta otra criatura, algo así como meterse dentro de la piel de un zombi. Entonces, mediante una técnica que puede que jamás lleguemos a comprender, los impulsos físicos emitidos por esta criatura tan débil del interior los ejecuta el cadáver de este otro animal, más grande y más fuerte. Fíjense en cómo los tentáculos parecen desplomarse con poco control. Como verán de aquí a un momento, el animal que se halla en el interior no tiene tentáculos, así que puede que no sepa manipular estos brazos adicionales. Por desgracia, hasta que tengamos un espécimen sano que podamos estudiar, esta bioarmadura seguirá siendo un misterio. Caballeros, ¿están listos? Sus ayudantes estaban más que listos; querían acabar cuanto antes con todo aquello y largarse de allí. Mientras que Okun representaba gustosamente su papel para la videocámara, los otros, muy nerviosos, no perdían de vista al monstruo huesudo atado a la mesa, como si temiesen que de repente cobrase vida y se echara sobre ellos. Trabajando la costura del cráneo con el cincel, Okun le propinó unos cuantos golpes muy fuertes, cada uno de los cuales producía el ruido horripilante de los huesos al astillarse. Los hombres, Colin y Patrick, estiraron en direcciones contrarias hasta que el cráneo cedió. Retiraron la carne y los ligamentos hasta que éstos quedaron extendidos sobre la mesa. —¡Dios mío! —El olor que desprendía el interior del traje hizo retroceder a los cuatro humanos—. Apesta como el amoníaco —dijo Patrick, mientras se le humedecían los ojos—. Hay que abrir la puerta. —Ya había llegado al teclado de seguridad cuando Okun se dio cuenta de lo que hacía. —¡No! —gritó el médico—. No podemos correr el riesgo de liberar un virus transportado por el aire. Aumente el sistema de ventilación, Jenny, y tenga preparados cien centímetros cúbicos de Pentotal sódico por si nuestro amiguito decide que quiere un poco de marcha. Mientras los otros se ahogaban con los humos e intentaban despejarse los ojos, Okun prosiguió con su exploración de la criatura. Se veía la corona de la cabeza del alienígena, metida dentro de la cavidad torácica del animal que lo albergaba. Desgarró la garganta y el tórax superior de la armadura hasta dejar al descubierto la cabeza carnosa y bulbosa del extraterrestre. Los ojos grandes sin pestañas de la criatura parecían devolverle la mirada. Okun se acercó para examinarle la cara, recubierta de una densa capa de gelatina viscosa, que era el material que transmitía los impulsos del alienígena a la armadura corporal. Los ojos no parecían reaccionar, pero la nariz de pico empezó a crisparse ante la presencia de la cara de Okun. Uno de los tentáculos faciales se enrolló hacia los ojos, en un movimiento de vaivén débil. Okun le metió el dedo una vez antes de dejar que el tentáculo se enrollara alrededor de su mano enguantada, con la fuerza de un recién nacido. Era semejante al gesto de amistad que había leído en las extensas notas dejadas por su predecesor, el doctor Welles. —¡Maldita sea! —Colin volvió a la mesa mientras el sistema de ventilación empezaba a filtrar aquel hedor fuerte y acre—. Dominan los viajes espaciales, pero no pueden evitar los malos olores corporales. —Suéltenme —dijo Okun suavemente sin dirigirse a nadie en concreto. —¿Disculpe? —Todos alzaron la mirada esperando la explicación del doctor, pero parecía no darse cuenta de que había hablado. —Bien, vamos a sacarlo de allí, yo... —Se interrumpió en mitad de la frase, mirando al vacío. —¿Doctor, doctor Okun? ¿Se encuentra usted bien? Los miró durante un momento como si le costara recordar quiénes eran y dónde estaba él. Luego, e igualmente rápido, volvió a la realidad. —Sí, estoy bien. Creo que los humos me están empezando a afectar un poco. —Los tentáculos presentan un aumento en su actividad, doctor. ¿Aplico la inyección de Pentotal? —preguntó Jenny. El Pentotal sódico, más famoso como un supuesto «suero de la verdad», era un fármaco de uso habitual para tranquilizar a los pacientes durante las intervenciones médicas. —No, mala idea. Nada de inyecciones. —De nuevo, Okun miraba directamente hacia delante, hablando de forma tranquila, casi articulando mal—. Retiren las correas. Los ayudantes de Okun ya estaban acostumbrados a su conducta un tanto extraña, pero nunca le habían visto hacer nada tan misterioso. Parecía desorientado, y su cabeza giraba sobre los hombros mientras recorría con la mirada los objetos que había a su alrededor. De repente, se cogió la cabeza con la mano que tenía libre, y resultó evidente que estaba soportando un gran dolor. Gritó una vez, preso de un dolor cruel que le reventaba la cabeza. Jenny le dio un codazo al enfermero que tenía a su lado, y señaló con los ojos la muñeca del doctor. Uno de los tentáculos de la espalda de la criatura se había soltado, y se había enrollado alrededor de la muñeca del doctor, justo encima del guante de goma. —Vamos a pincharlo —dijo. Patrick retiró la gruesa capa de carne del cuerpo-armadura y pasó un algodón humedecido con alcohol por el cuello del alienígena. Jenny clavó la aguja hipodérmica en su carne translúcida y empezó a apretar el émbolo. En un abrir y cerrar de ojos, el tentáculo que sujetaba la muñeca de Okun se deslizó por la mesa, golpeó la cara de Jenny con la fuerza de un latigazo, que la hizo caer casi al otro extremo de la habitación envuelta en una lluvia de sangre. Rápido como un rayo, el mismo brazo potente arrancó las restantes correas, rompiéndolas en el punto en el que estaban remachadas a la estructura de acero, y propinó un golpe tremendo a la cabeza de Colin mientras éste huía hacia la puerta. Patrick se armó con un bisturí, como si eso bastara para protegerlo de la bestia feroz y abrumadora. Ésta se puso en pie, y sus pies en forma de garra rechinaron sobre el suelo limpio revestido de linóleo, abalanzándose sobre el desafortunado enfermero. Dos de los tentáculos le sujetaron los brazos mientras que un tercero le atravesó el corazón hasta salir por su espalda. El cuerpo de Patrick chocó brutalmente contra el depósito de formaldehído y lo rompió. Mientras el contenido del depósito se derramaba por el suelo, uno de los tubos de vacío se desprendió y provocó la fuga de grandes cantidades de vapor. La puerta medio acorazada se abrió y Mitchell hizo pasar al presidente, a sus consejeros y a sus guardaespaldas a la cámara de almacenamiento. El quirófano había quedado completamente oscurecido por una densa nube de vapor. Al verlo, la mano de Mitchell bajó para abrir la funda de su arma. Antes de que pudiera sacarla, un efectivo del Servicio Secreto había retirado al presidente mientras que el otro ya apuntaba a la cabeza del mayor. El corpulento soldado ni siquiera se dio cuenta. Consciente de que algo iba mal, fue corriendo hacia la ventana y activó el sistema de comunicación interior. —Doctor Okun, ¿me oye usted? —preguntó—. Si me oye, señor, diga algo para que sepamos que se encuentra bien. —No hubo respuesta. Las nubes de vapor pasaban silenciosamente por delante del vidrio. Mitchell se dirigió al presidente—. Señor, hay un... ¡Bang! El cuerpo manchado de sangre de Okun chocó violentamente contra el cristal, con el cuello rodeado de la masa espesa y temblorosa del tentáculo. Era imposible saber si estaba vivo o muerto. Camuflado por la densa niebla, el alienígena aplastó la cara del científico contra el cristal hasta que quedó deformada. La boca de Okun se abría y articulaba palabras, pero la voz no era suya. Las palabras eran casi ininteligibles, como el último respiro de un hombre pasando por sus cuerdas vocales. —Dejadme. Dejadme —croó la voz. —Tenemos que sacarlo de ahí —gritó Mitchell—. Iré al otro lado a abrir la puerta. —Quédese donde está —le ordenó el general Grey. Se acercó más a la ventana—. Doctor Okun, ¿me oye? Los labios de Okun volvieron a abrirse lentamente, y esta vez las palabras fueron más coherentes. —... matará... suéltenme... ¡Ahora mismo! Grey y los otros empezaron a comprender qué ocurría. El alienígena hablaba a través de Okun, controlando su cuerpo de la misma forma que un ventrílocuo controla un muñeco de madera. El depósito de formaldehído se había desactivado y el sistema de ventilación empezaba a despejar el ambiente de la sala. Muy despacio, veían de dónde procedía el tentáculo que sujetaba a Okun contra el cristal. Se extendía hacia donde la criatura estaba suspendida del techo, arañando desesperadamente el conducto de aire en su tentativa de escaparse. Finalmente, el animal frustrado se dejó caer al suelo, y avanzó hacia las ventanas a través del vapor que todavía circulaba. Su silueta difusa se retorcía en medio de la sala cada vez más despejada. Okun había tenido algo de razón con respecto a los tentáculos. La criatura que estaba en el interior no tenía sus propias extremidades para controlar las que había en el traje. Éstas bailaban y se desplomaban descontroladamente hasta que el alienígena, con la fuerza de su concentración, las manipulaba. De hecho, eran el arma preferida del alienígena, puesto que se había entrenado con ellas desde su nacimiento. Whitmore y los otros veían cómo el cráneo y el pecho reventados del traje colgaban de la rígida columna vertebral. El animal más grande había sido abierto, rajado desde el ombligo hasta la frente, formando una suerte de capucha abierta a la criatura que se hallaba en su interior. Una vez más, se sirvió del cuerpo de Okun para golpear la ventana. Estaba aprendiendo rápidamente a utilizar los órganos de habla del cuerpo del hombre, que no estaba del todo muerto. Esta vez las palabras eran precisas, y las pronunció en voz alta. Whitmore se acercó más a las ventanas. —¿Por qué han venido aquí? —exigió—. ¿Qué quieren los suyos? La corona lívida y pulsante del cráneo del alienígena apareció a la altura de las caderas del traje. Unos ojos negros se asomaban por encima de la pared de carne. A continuación, con un sorbo ruidoso, la criatura se irguió de la zona del abdomen inferior del traje para enfrentarse a sus capturadores. Su piel amarilla brillaba en la pálida luz, debajo de una masa viscosa de gelatina transparente. Sus grandes ojos saltones le conferían el aspecto de un animal, dócil por naturaleza, rodeado de depredadores. Okun, controlado por la criatura, hizo un repentino esfuerzo para respirar. —Aire. Agua. Comida. Sol. —Sí, tenemos todo esto —contestó Whitmore a través del sistema de intercomunicación—. Dígame de dónde proceden. ¿Dónde está su hogar? —Aquí —articuló lentamente—. Nuestro nuevo hogar. —Y antes de aquí... ¿De dónde han venido? —Muchos mundos. —Tenemos aire, agua y sol en cantidad suficiente. Podríamos compartirlo. ¿Podemos negociar una tregua? ¿Su gente puede coexistir con nosotros? —No hubo respuesta, pero el presidente insistió—. ¿Puede haber paz entre nosotros? —Una voz detrás de él sugirió que quizá la criatura no entendía la palabra paz, así que adoptó una táctica diferente—. ¿Qué es lo que quieren? ¿Qué quieren que hagamos? El alienígena respondió a la pregunta. Esta vez no utilizó la forma de comunicación torpe y gruñidora de los humanos. «Habló» en su lenguaje natural, exento de sonidos, gestos, y de emoción. Quizás el Pentotal sódico estaba surtiendo efecto, o podía ser que el alienígena sabía leer la mente y se hubiese dado cuenta de que no tenía escapatoria. Inició una comunicación telepática de alta velocidad con Whitmore. Era un lenguaje de imágenes y sensaciones físicas, una transferencia a velocidad de relámpago, narrando un viaje espacial en realidad virtual a través de toda la memoria del alienígena. El intercambio de información transcurría más rápido de lo que el cerebro de Whitmore podía asimilar, por lo que provocó la caída del presidente hacia atrás, al tiempo que se apretaba la parte izquierda del cerebro, chillando de dolor. En cuestión de segundos, visionó batallas libradas en otros planetas, aprendió cómo los alienígenas habían conquistado un planeta y otro también, volando de un lugar a otro como una plaga de langostas, alimentándose de los entornos, incrementando su población, hasta arruinar y agotar los recursos. Planificaban el viaje a la próxima fuente de alimentación, y todos embarcaban en la nave nodriza, su colmena provisional. Todas las criaturas dormían durante el largo viaje, y se despertaban hambrientas, convertidas en guerreros dispuestos a librar batalla para conseguir más comida. El presidente comprendió que no habría piedad, que ese concepto no existía en la mente del alienígena, de la misma forma que el ser humano aplasta una cucaracha sin pensárselo. Para aquellas criaturas, éramos como ratas, unos seres insignificantes y sucios que había que exterminar. Y en eso consistía su plan, en borrar la humanidad de la faz de este pequeño planeta. El objetivo de la ola inicial de ataques era exterminar los nidos más grandes de humanos, desactivar sus armas, y establecer cabezas de playa, crear espacios para que los alienígenas fundaran sus colonias. Y vivirían en ellas durante muchos años, reproduciéndose, desarrollando nuevas herramientas, hasta que llegara la hora de proseguir su odisea, más fuertes ya, más numerosos, hacia su próximo hogar. —¡Mátenlo! —ordenó Grey. Tanto Mitchell como los dos guardaespaldas del presidente se giraron rápidamente y empezaron a disparar, reventando la ventana, agotando hasta el último cartucho. Las balas cosieron el cuerpo blanco y delicado del alienígena y lo aplastaron contra la cáscara de su armadura como grandes y espesas manchas de pintura. El cuerpo-armadura se desplomó y se estrelló ruidosamente contra las baldosas mojadas, muertos ambos. Okun se deslizó por la superficie de la ventana y cayó al suelo. —¡Apártense! —gritó Grey, volviendo al presidente—, déjenle respirar. Tambaleante y desorientado, Whitmore permanecía tendido en el suelo, respirando hondo. Cuando se incorporó, todavía tenía la mano apretada contra el lateral de su cabeza, que seguía doliéndole. —Quería que comprendiera... se comunicó conmigo. Son como langostas. Viajan de un planeta a otro. Se desplaza la civilización entera. Después de consumirlo todo, los recursos naturales, se marchan a otro planeta. Como despertándose lentamente de un largo sueño, Whitmore se quedó en el suelo, intentando recomponer las piezas. Quería explicárselo todo a los demás, pero solamente podía sacar una conclusión de aquella experiencia. Se levantó como buenamente pudo, y se dirigió a Grey. —General, coordine un ataque con misiles. Quiero lanzar una cabeza nuclear contra cada una de sus naves. Y quiero que se haga de inmediato. Grey miró al presidente a los ojos para asegurarse de que comprendía lo que estaba diciendo. La lluvia radiactiva de tal cantidad de explosiones simultáneas dejaría el planeta herido de muerte, así como todas las formas de vida que lo habitaban. Cuando comprendió que Whitmore no había perdido el juicio, asintió. —Tardaré algún tiempo, quizás una hora. —Cargado del peso de una orden de tal magnitud, Grey empezó a dirigirse hacia la sala del alto mando. Se cruzó con Nimziki, quien hasta entonces había permanecido en silencio. Y mientras se cruzaban, Nimziki sonrió con malicia. «Ya se lo dije.»
 Steven Hiller era un héroe para las huestes de personas congregadas en los alrededores del hangar. También era una persona con quien podían hablar, alguien como ellos. Los hombres que montaban guardia a la entrada del hangar no soltaban palabra, eran casi hostiles. Por lo que a ellos se refería, estos campistas no eran bien recibidos. Tenían órdenes de proporcionar a la gente agua fresca y permitir que usaran el lavabo de dos en dos, lo cual significaba que los cercanos arbustos estaban recibiendo muchas visitas. Ya era de noche cuando Steve salió del hangar, informando a los guardias de la verja que lo había mandado el doctor Issacs para comprobar el estado del chico enfermo. Steve no llegó a la autocaravana de los Casse. Un grupo de personas que hacían cola para acceder a los servicios lo reconoció y lo acompañó mientras desaparecía entre el montón de vehículos. Steve pasaba entre las caravanas estrechando manos y contestando las mismas preguntas una y otra vez. ¿Seguía vivo el extraterrestre? ¿Qué estaban haciendo con él? ¿Se dirigía alguna nave hacia ellos y por qué no podían entrar? ¿Por qué se les obligaba a acampar ahí fuera donde presentaban un blanco facilísimo? Le hicieron prometer que preguntaría al responsable si podrían entrar. Steve se movía entre ellos, escuchaba y sonreía, pero no había salido para entablar nuevas amistades. Toda su atención se centraba en un par de Hueys, es decir, unos grandes helicópteros de transporte, de color gris, que estaban estacionados cerca de la entrada a otro hangar, a unos trescientos metros del perímetro del recinto de caravanas. Steve los estuvo observando durante varios minutos, hasta asegurarse de que no estaban vigilados. Se inventó una excusa para eludir la conversación, y empezó a atravesar la pista de despegue como si estuviera en una misión oficial. Esperaba que alguien le llamase la atención por el sistema de megafonía, pero llegó al helicóptero sin problema alguno. Se sentó en el asiento del piloto y encendió los sistemas del aparato. El depósito estaba lleno, así que buscó el pulsador que arrancaría el motor. Una fracción de segundo después de que los dos conjuntos de rotores, delanteros y traseros, empezaran a girar, Steve se encontró con un rifle M-16 apuntando directamente a su pecho. —¿Qué hace usted? ¡Bájese de ahí inmediatamente! El soldado que sostenía el rifle aparentaba unos dieciocho años. Llevaba un traje de camuflaje, y su casco especial para el desierto se balanceaba sobre su cabeza como un viejo cubo de fregona. A pesar de que era él quien llevaba el arma, desde un principio era evidente quién temía a quién. Steve decidió echarle agallas. Se volvió para coger el cinturón de seguridad, y se lo abrochó. —Capitán Hiller, Cuerpo de Marines. Necesito este helicóptero durante unas dos horas. —No puede... —El joven miró a su alrededor buscando ayuda, pero estaban solos—. No me obligue a disparar... Señor. Steve calculó que contaba con un cincuenta por ciento de posibilidades de que el chico disparara. Decidió arriesgarse. Se levantó, encendió las luces y se preparó para el despegue. —Soldado —gritó mientras el aire de las hélices movía el casco del muchacho de un lado a otro—, sé que no quieres dispararme, pero si vas a hacerlo, hazlo ahora mismo, porque si no, me voy. El soldado lo miró sin parpadear un minuto. —Va a meterme en un buen lío, marine —dijo sin bajar el arma. —Ya estamos metidos en uno bueno. —Un jeep se les acercaba por el asfalto desde el hangar principal—. Volveré en un par de horas y lo explicaré todo. —Entonces el gran pájaro metálico batió el aire y voló en dirección al oeste. Las noticias sobre la decisión de Whitmore de lanzar un ataque nuclear se extendieron por el complejo científico subterráneo, sumiendo el lugar en un profundo silencio. El trabajo se interrumpió, y la gente se sentaba en grupos, la mayoría en silencio, resignados a su suerte. Nadie estaba contento con la decisión, pero tampoco se les ocurría una alternativa practicable. No había nada que hacer excepto esperar. Connie, a punto de llorar, salió del ambiente opresivo de la sala del alto mando donde estaba sentado Whitmore, golpeando nerviosamente la mesa con los dedos mientras se preparaba el ataque. Entró en el hangar de cemento, con un ojo puesto en la nave de ataque. A través de unas ventanas vio a David caminando por su oficina, hablando solo. Subió las escaleras y entró en la habitación, y descubrió que estaba equivocada. Estaba hablándole a una botella de whisky que había encontrado en uno de los armarios. —Supongo que lo has oído —dijo ella, cerrando la puerta. —¡Ah, señora Spano, llega justo a tiempo! —Elevaba demasiado la voz. Ya estaba borracho—. ¡Un brindis! —declaró, agitando la botella—. ¡Querría proponer un brindis a la salud del fin del mundo! —Echó la cabeza atrás y tomó un buen trago de whisky antes de pasarle la botella a Connie. —No tomó esa decisión a la ligera, David. —Se sentía realmente culpable, cómplice a los ojos de él. —Vamos, Connie, querida, no me digas que todavía crees en ese tipo. —Es un buen hombre. —Debe de serlo. —David se rió, se dejó caer sobre una silla con ruedas y se puso a girar en círculo—. Al fin y al cabo, dejaste una joya como yo por él. No, perdona, no por él. Por tu carrera. —David sabía cómo tocar la fibra, pero Connie quería explicarse. —No fue sólo por mi carrera, David. Fue una oportunidad de las que se presentan una vez en la vida. Era una ocasión de cambiar de verdad, de dar sentido a mi vida. —Y yo no era lo suficientemente ambicioso —dijo David sin pensar. Era una idea que le había acechado dolorosamente durante los últimos años, pero ahora todo parecía bastante cómico—. No me podía quitar el lastre del culo y empezar a subir peldaños. —Podías haber hecho todo lo que hubieras querido —gritó ella—. Investigación, enseñanza, industria. Tienes un gran talento. David empezó una imitación ridícula de voces familiares. —Oh, sí, David Levinson, tanto talento y sólo se le ocurre trabajar para esa compañía de cables. Un cerebro echado a perder. Qué lástima. —Su propia actitud le puso de mal humor—. ¿Qué tiene de malo ser feliz con lo que tienes? —¿ Pero nunca quisiste hacer nada más? ¿ Nunca quisiste tomar parte en algo que tuviera sentido de verdad, algo realmente especial? Las últimas palabras de Connie combinadas con el whisky golpearon a David de lleno en el plexo solar. Levantó la cabeza mirando a Connie con ojos desorbitados y le habló con el corazón en la mano. —Creía que ya formaba parte de algo especial. De pronto, Connie se dio cuenta de que mientras ella hablaba de sus trabajos, él le había hablado de su matrimonio. Vio que lo había herido. Cruzó la habitación y le cogió la botella. —Si eso cambia algo —dijo suavemente—, nunca he dejado de quererte. —Pero eso no era suficiente, ¿verdad? —contestó David. Volvió a su silla y se echó otro buen trago de whisky. Connie enseguida se percató de por qué había ido a hablar con él. Quería hacer las paces con el hombre que todavía amaba. Por alguna parte de su cabeza pasó la idea de que podrían perdonarse el uno al otro, renunciar a la ira, y reconciliarse ahora que el final de sus vidas se acercaba. Pero, en vez de eso, se había encontrado con un chico furioso y despechado. Tal y como había hecho tan a menudo durante la época en que estuvieron juntos, David seguía con su táctica de replegarse en sí mismo, o en su trabajo, o en cualquier otra cosa que estuviera a mano y ofreciese una vía de escape siempre que se enfrentaba a una presión exterior. Esa noche era una botella de Johnny Walker. Lo dejó allí, dando vueltas en la silla, cantando solo. Con los ojos llenos de lágrimas, salió y cerró la puerta silenciosamente tras ella.
 Grey podía coordinar el ataque nuclear en menos de una cuarta parte del tiempo que había previsto. Volvió a la sala del alto mando, y recibió las buenas noticias de que la capacidad de funcionamiento de radio y radares se habían repuesto parcialmente gracias a un trabajo rápido en San Antonio. El sector de bases de las Fuerzas Aéreas que rodeaban la ciudad habían desplegado dos docenas de sistemas aéreos de control y aviso (AWACS) por el cielo de EE.UU. Los enormes aviones espía, con sus pantallas de radar y sus equipos de retracción de los alerones, harían la función que los satélites de comunicaciones en órbita habían realizado tan bien durante décadas. Sus repetidores multicanal permitirían que el personal militar se comunicara otra vez. Uno de los primeros mensajes que emitieron vino del Área 51. Iba a producirse un ataque nuclear contra todas las naves que flotaban en el espacio aéreo norteamericano. En cuestión de minutos, una escuadrilla de bombarderos B-2 Stealth estaba en el aire, dirigiéndose hacia sus objetivos. Volaban «a ciegas», lo que significaba que los sistemas de radar y de radio estaban apagados, para evitar su detección por parte de los destructores de ciudades hasta que llegaran a la distancia de ataque. El presidente estaba en la enfermería, donde le examinaba el doctor Issacs, cuando llegó la noticia de que los bombarderos B-2 Stealth estaban volando. Sin dudarlo, Whitmore apartó al doctor y salió disparado hacia la sala del alto mando. —¿Cuál es el primer objetivo? —preguntó, nada más aparecer por la puerta. Un soldado se volvió desde una de las consolas de los monitores. —La nave de Houston. Tiempo aproximado, seis minutos. No podemos decirlo con seguridad, porque los B-2 vuelan a ciegas. Whitmore pensó durante un minuto antes de introducir un cambio. —Despierte los B-2. Quiero asegurarme de que vamos todos juntos. El soldado se volvió a girar hacia su consola y tecleó el código que ponía en marcha automáticamente las radios de los B-2. Al momento, los escáneres de radar los localizaron y los cuatro aviones parpadearon en las pantallas. El avión de Houston era el que más cerca estaba de su objetivo.
 —Está bien, esto es lo que quiero —explicó Whitmore a los que estaban en la sala—. Un avión, una bomba. Veamos qué sucede en Houston. A lo mejor podemos derribarlo antes de que llegue a la ciudad. Si tenemos éxito, seguiremos con el plan y bombardearemos los otros. Miró a Grey, que estaba leyendo un listado de ordenador. —General, ¿hay alguna noticia de nuestros amigos? —Al tiempo que autorizaba el uso de armas nucleares, estaba intentando restringir su uso por parte del resto del mundo. Los ICBM (misiles balísticos intercontinentales) de muchos lugares estaban programados para responder automáticamente a los ataques detectados por radar. Lo último que necesitaba la Tierra era una reacción en cadena de ataques nucleares iniciada por ordenador. —Hemos recibido el compromiso de la mayoría de nuestros amigos. Esperarán a ver nuestros resultados —dijo Grey—. Pero creo que no llegaremos a tiempo de salvar Houston. —Afirmativo, señor —se oyó una voz desde las consolas—. La nave enemiga ya está sobre la ciudad. El presidente no vaciló. Sabía que perderían Houston de todas formas. Envió órdenes al resto de B-2 para que esperaran a atacar hasta que no se evaluasen las consecuencias de la bomba sobre la nave de Houston. Grey había dispuesto observadores en tanques armados alrededor del perímetro de la zona de explosión. Uno de los aviones espía AWACS de San Antonio también ocupó su posición sobre el golfo de México, a gran altitud. Los habitantes de Houston no habían perdido el tiempo. Con sólo unas horas de tiempo tras el aviso, la ciudad ya estaba vacía en un noventa por ciento cuando el suelo empezó a temblar bajo la nave que se acercaba. La evacuación se había convertido en un episodio terrible, con casi dos mil muertos e incontables heridos pisoteados o atropellados. Se produjeron éxodos del mismo tipo en Kobe, Bruselas, Portland, Chicago y otras grandes ciudades que se encontraban en la trayectoria de las enormes naves negras. Whitmore pidió un momento de silencio. Tras murmurar una breve plegaria, ordenó el ataque con un movimiento de cabeza. —Que nuestros hijos nos perdonen. Las puertas inferiores del B-2 se abrieron, depositando el misil de tres metros y medio en el aire. Voló en paralelo al avión en forma de murciélago mientras el sistema de guía situado en el cono de la punta rastreaba el horizonte y configuraba su telemetría. Un segundo más tarde, arrancó hacia su cita con la pantalla protectora de la enorme nave. —Carga enviada —informó el piloto. Dio un prolongado giro de ciento ochenta grados y se alejó del lugar en que iba a producirse la explosión. Todo el mundo en la sala del alto mando aguantó la respiración, siguiendo el acercamiento de la bomba en las pantallas de radar. Tal y como se había planeado, el misil de crucero se acercaba al escudo protector de la parte superior de la nave en un intento de minimizar el daño causado a la ciudad que había debajo. Desde el avión AWACS se vislumbró un violento estallido de luz de un brillo extremo, seguido inmediatamente por la visión de la parte suburbana de Houston vaporizándose, cayendo sobre sí misma como hierbajos largos tumbados por el viento. La destrucción se extendió en un círculo concéntrico a una velocidad inusitada. En unos segundos, la explosión había terminado, y toda la zona quedó cubierta por un denso humo. Una nube inmensa en forma de champiñón apareció flotando cada vez más alta. En la sala del alto mando, la destrucción sólo se hizo patente en forma de una pequeña mancha en la pantalla, como una alteración atmosférica, sobre la superficie de Tejas, pero nadie sintió más la pérdida de vidas inocentes que los hombres y mujeres de aquella pequeña habitación. Con expresiones de dolor, Whitmore y sus ayudantes miraban y esperaban. Minutos más tarde, el piloto del AWACS rompió el silencio por radio. —Desgraciadamente, parece que nuestro objetivo sigue en el aire. Todo el equipo del Área 51 dejó escapar un lamento colectivo. Tras veinticuatro horas de decepciones, ésta era posiblemente la peor. Era la última defensa de la humanidad, su última oportunidad. —Sí, confirmado —continuó el piloto—. Ahora tenemos una buena visión. El objetivo parece estar en perfecto estado. De hecho, sigue moviéndose sobre Houston. ¡Dios mío, no tiene ni una rozadura! —Haz que vuelvan los otros aviones —dijo Whitmore en voz baja. —¡Puede que los otros bombarderos tengan más suerte! —contestó Nimziki, que no podía creerlo—. Uno de sus destructores está de camino a Chicago. Aún tenemos tiempo de interceptarlo y enviar cabezas múltiples. ¡No podemos rendirnos! —He dicho que los hagas volver. £1 presidente se hundió en una silla y miró al techo. El fracaso en el intento de causar algún daño a la nave de los extraterrestres le convenció de que no había modo de evitar que aterrizaran. De pronto, le pareció que quedaba muchísimo tiempo. De algún modo, por su experiencia con el extraterrestre capturado, sabía que les llevaría un par de años bajar a toda la población de la nave nodriza a la Tierra. A la luz de lo que había pasado en Houston, parecía que era la hora de replantearse la estrategia de lucha y de empezar a organizar una resistencia para el momento en que empezaran la invasión. La única vía de acción lógica para Whitmore era esperar a que establecieran sus ciudades, y entonces volar el mundo en pedazos. La humanidad quedaría exterminada sin piedad, lo sabía. «Si tenemos suerte —se dijo—, podremos hacer que desaparezcan con nosotros.»
 Jasmine, en dura lucha contra el sueño, observaba el brillo de los restos del fuego. Aunque estaba exhausta, demasiados peligros, reales e imaginarios, acechaban en la oscuridad, y no quería cerrar los ojos. Marilyn Whitmore, cerca de ella, parecía dormir en calma. El hombre silencioso no estaba tan callado como antes: roncaba como si estuviera serrando troncos. En la distancia, Jas oyó el sonido de las hélices de un helicóptero y se preguntó si había hecho bien en sacar a la primera dama del lugar del siniestro. Estaba convencida de que el helicóptero que se oía a lo lejos estaba buscando a Marilyn. Pensó que ir a El Toro, sobre todo después de las advertencias que había oído durante el camino, había sido un terrible error. Habría llevado enseguida a Marilyn a un hospital, pero con las prisas por encontrar a Steve, había roto los faros del camión al atravesar barricadas de desperdicios. Viajar de noche podía resultar demasiado peligroso. El helicóptero se acercaba, rastreando el suelo con un foco. Hasta que no estuvo a menos de un kilómetro, Jas no pensó que podría encontrar su pequeño campamento. Cogió una rama y avivó el fuego, que soltó un chisporroteo. Los otros se despertaron y vieron el helicóptero que se acercaba, cegados por la luz del foco. Jas movió los brazos y señaló a la señora Whitmore. Para la sorpresa de todos, el helicóptero empezó a aterrizar no lejos de allí. Jas corrió hacia el lugar de aterrizaje, esperando recibir ayuda. Cuando vio quién pilotaba el gran pájaro de color verde oliva explotó en risas y llanto a la vez. Sobrecogida, corrió hacia el helicóptero, todavía con las hélices girando, y cayó en los brazos de Steve. —¡Llegas tarde! —le gritó, cubriéndolo de besos. El hizo una mueca y le contestó: —Es que ya sé que te encantan las escenas dramáticas. Steve sacó una camilla del helicóptero y, con la ayuda del hombre silencioso, metió a Marilyn en la parte trasera para llevarla al Área 51. Dado su estado, no parecía poder volver a ver a su marido con vida. Tosía fuerte otra vez y escupía sangre. —Aún tenemos una plaza libre, amigo —gritó Steve, cogiendo al hombre silencioso de la mano—. ¿Quiere venir de viaje a Nevada? El hombre meneó la cabeza en señal de negación, y Steve se encogió de hombros. —Acomódatelas. ¡Vamonos! —¿No viene? —preguntó Jasmine al hombre silencioso al pasar a su lado. El hombre la miró, con los ojos cansados, e hizo un gesto en dirección al grupo de heridos que habían recogido durante la tarde. No quería dejarlos. Ella le dio las llaves del camión y le dijo dónde se escondían las reservas de comida. Antes de dar media vuelta, miró al hombre a los ojos. —Me llamo Jasmine Dubrow. ¿Y usted? El hombre la miró con ojos tristes, como si no la hubiera entendido. —¡Jas, vamonos! ¡Tenemos que irnos! —gritó Steve. Con gran tristeza, corrió hacia el helicóptero y se metió dentro, echando una última mirada al hombre, que se hacía cada vez más pequeño según se alejaba volando.
 El doctor Issacs se sentía como un corredor de maratón en plena carrera. Se empezaban a notar los efectos de las treinta horas que llevaba trabajando sin parar. Con los ojos rojos y el rostro cetrino, miró a la señora Whitmore, con una sonrisa fingida en la cara. Cuando la vio durmiendo, la cara se le volvió a transformar en una máscara. Un momento más tarde, vio al presidente corriendo por el pasillo con una niña en brazos. Tras él, Connie y un agente del Servicio Secreto le seguían a los lados. —¿Cómo está? —preguntó. Issacs echó una mirada al presidente que no daba lugar a dudas. —Supongo que tú eres Patricia Whitmore —dijo a la niña que estaba en brazos de su padre. —¿Cómo lo sabes? —La niña, a sus seis años, aún se sorprendía cuando algún extraño sabía su nombre. —Porque tu mamá está ahí dentro y sé que tiene ganas de verte. Pero tienes que prometerme que la tratarás con cuidado, ¿vale? Está muy enferma. Patricia dobló la esquina corriendo, como si no hubiera oído una palabra. —Lo siento, señor presidente —dijo Issacs—. A lo mejor si la hubiéramos cogido más a tiempo... Tiene una hemorragia interna. Incluso si hubiese recibido cuidados antes, no estoy seguro... —bajó el volumen de su voz—. No podemos hacer nada más, señor. El presidente puso una mano en el hombro del doctor Issacs, respiró hondo y atravesó la doble puerta. —¡Mi niña! —Marilyn cogió a su hija lo mejor que pudo. Parecía débil, pero no al borde de la muerte. Recordando que debía portarse bien, Patricia se puso de puntillas y puso la mano en la barriga de su madre. —Mami, estábamos muy preocupados. No sabíamos dónde estabas. —Lo sé y lo siento. Pero ahora estoy aquí, cariño. Issacs sacó al personal médico de la habitación. Cuando el último se hubo ido, Whitmore se acercó a la cama y se arrodilló al lado de Patricia. —Cariño, ¿por qué no esperas un momento fuera para que mamá pueda descansar? No muy convencida, la pequeña besó a su madre y salió adonde estaba Connie. En cuanto hubo salido, la valiente sonrisa de Marilyn se convirtió en llanto y espasmos de dolor. Buscó la mano de su esposo. —¡Tengo tanto miedo, Tom! —susurró, con las mejillas llenas de lágrimas. —No, nada de eso —dijo él con voz decidida—. El doctor dice que es optimista, que vas a salir de ésta. Ella sonrió y parpadeó. —Mentiroso —dijo, apretándole la mano con menos fuerza cada vez. Entonces los dos juntaron las cabezas y lloraron. Lloraron y se besaron, mirándose a los ojos hasta que ella se durmió por última vez.
 Cuando el presidente salió por fin de la habitación, tenía la cara pálida y los ojos rojos. Varias personas le esperaban a una distancia prudencial en el pasillo, la mayoría de ellos con preguntas que hacer a su jefe. Necesitaban su aprobación para comunicados y autorizaciones de movimientos de tropas, las miles de decisiones que los presidentes toman cada día. Pero el hombre que salía al pasillo no se sentía para nada presidente. Sobrecogido por la angustia, no se sentía capaz de actuar como presidente de nada. Sin mediar una palabra, atravesó el grupo de personas hasta que llegó a Jasmine. Antes de poder emitir un sonido, alargó el brazo y le cogió la mano. —Lo siento —dijo ella—. Lo siento mucho. —Aún se sentía algo culpable por no haber sido capaz de llevar a Marilyn a un médico antes. Whitmore sacudió la cabeza. —Sólo quería darte las gracias por cuidarla. Me lo ha dicho. Parece que eres una mujer muy valiente. —Se giró hacia donde estaba Steve y sonrió ligeramente—. ¡Y usted otra vez! Gracias por dejarme darle el último adiós. Patricia había seguido a su padre por el pasillo. —¿Está durmiendo mamá ahora? La levantó, dándose cuenta de que no tenía fuerzas para explicárselo todavía. —Sí, hija mía —dijo, apretándola entre los brazos—. Mamá está durmiendo.
 Para cuando Connie encontró a Julius y le pidió que hablara con su hijo, David ya había dejado la oficina hecha un caos. Comportándose como si estuviera mucho más borracho de lo que en realidad estaba, había tirado las sillas por la habitación y puesto el climatizador a la temperatura mínima. Iba dando tumbos, golpeando los muebles, cuando Julius lo vio a través de las ventanas y entró corriendo en la habitación. —¡David, David! ¿Qué diablos estás haciendo? ¡Para ya! David estaba ya demasiado cansado para continuar. Paró durante un rato, lo suficiente para explicarse. —¿Qué te parece que estoy haciendo? Estoy dejando esto hecho un asco. —Eso ya lo veo —le aseguró Julius—. ¿Y por qué? ¿Por qué lo haces? —¡Tenemos que quemar los bosques tropicales! ¡Tenemos que tirar todos nuestros residuos tóxicos al mar! Para ilustrar este punto, vació una papelera, y luego la tiró contra la pared contraria. —¡Tenemos que contaminar el aire! ¡Carguémonos el ozono! A lo mejor si jodemos lo suficiente el planeta ya no lo querrán. Apuntando cuidadosamente a una taza de café que alguien había dejado en el borde de una estantería, David intentó derribarla. Falló el tiro por unos cuantos metros, y acabó cayendo de culo sobre su propia basura. —Bueno... —Julius echó un vistazo a la habitación, admirando la obra de su hijo—, has empezado bien. Esta habitación está oficialmente contaminada. Ahora ya no importa si me matan los marcianos, porque cuando me llegue la cuenta por los desperfectos, me dará un ataque al corazón. Se acercó a David, que estaba tumbado de espaldas y con las manos en la cara, gruñendo. Haciendo un hueco, Julius se sentó en el suelo al lado de su hijo. Sospechaba que la actuación de su hijo tenía más que ver con Connie de lo que David querría reconocer. Buscó las palabras adecuadas. —Escucha —empezó—. Todos perdemos la fe en alguna ocasión. Mírame a mí, por ejemplo. No he hablado con Dios desde que murió tu madre. David abrió un ojo, sorprendido por la revelación de su padre. —Pero a veces —siguió el viejo, con aire pensativo—, tienes que pararte a pensar y recordar todo lo que tienes. Tienes que estar agradecido. David volvió a gruñir y se tapó la cara otra vez. —¿De qué tenemos que dar gracias a partir de ahora? —Por ejemplo... —Julius miró a su alrededor, buscando una idea. Con la cabeza en blanco por un momento, dijo lo único que se le ocurrió—: ¡La salud! ¡Por lo menos tienes salud! —Sabía que era un argumento pobre y no culpó a David por quejarse de nuevo. No obstante, le cogió un brazo y empezó a poner a su hijo derecho—. Venga, vamos a buscar una chaqueta y una taza de café. El alcohol debilita el sistema. No quiero que cojas un catarro. Sin convicción, David dejó que su padre lo pusiera de pie. Entonces, de pronto, se quedó rígido, con la mente fija en una idea. Algo parecido a una sonrisa le cruzó la cara. —¿Qué acabas de decir? —¿Sobre la fe? Que a veces un hombre puede vivir toda la vida... —No, la segunda parte. Justo después de eso —David se giró y miró a través del cristal a la nave de ataque extraterrestre que había fuera. —¿Qué? ¿Que podrías coger un catarro? —Papá, eso es. Esa es la respuesta. Enfermo. Catarro. ¡Bajan las defensas! ¡Es tan simple, papá! ¡Eres un genio! Julius le echó una larga mirada, preguntándose si su hijo se había vuelto definitivamente loco de remate. Cuando por fin Julius la persuadió de que David estaba lo suficientemente sobrio, Connie fue al presidente y le pidió que la acompañara al hangar donde David quería hacerle una demostración de algo sobre la nave extraterrestre. Decía que tenía un plan. El grupo se había reunido en la plataforma de observación, de pie, a la espera. —Muy bien, señora Spano, ¿de qué se trata? —preguntó Nimziki, impaciente desde el momento en que había entrado. —No tengo ni idea —dijo ella, dirigiéndose a todo el grupo—. Me pidió que viniera todo el mundo para enseñarnos algo de la nave. Nimziki estaba de un mal humor terrible de pensar que lo había convocado un civil que no le podía dar siquiera una respuesta segura. —Bueno, acabemos con esto —dijo, para ver la reacción de Connie—. Tenemos cosas más importantes que hacer. Connie estaba harta de su prepotencia. Se puso las manos en las caderas y estaba a punto de soltarle una fresca cuando entró el presidente por la rampa de acero del hangar. Llamó a un grupo de consejeros a un lado de la rampa y tuvo una breve conversación con ellos. Dylan, al lado de Steve, preguntó en voz alta: —¿Ese avión vuela por el espacio exterior? —Claro que sí —le contestó Steve. David apareció por la escotilla y bajó la escalerilla hasta el entarimado en el que se hallaba la nave. Dio unas instrucciones de última hora al técnico que estaba en su interior, y se acercó a la plataforma de observación. —¿Qué nos tienes reservado, David? —Esta vez el hecho de que Whitmore usara el nombre de pila de David no implicaba ningún desafío. Se había llevado tantos chascos en los últimos dos días que no se veía con fuerzas de meterse con nadie. Habló como un hombre asustado se dirige a otro hombre asustado. —Señoras y caballeros, niños y niñas —empezó David, en un tono que recordaba bastante al doctor Okun—, he preparado un pequeño experimento. Sólo les robaré un minuto de su tiempo. David cogió un cubo de desperdicios y sacó una lata de refresco con gas. —Vamos a reciclar a este tío —dijo, corriendo de nuevo hacia la nave y subiendo para poner la lata en la punta del ala. Cuando volvió a la plataforma de observación, dio una señal al técnico que se encontraba tras la ventanilla de la nave. El hombre conectó un interruptor, e hizo una señal a David levantando los pulgares. Mirando al grupo en la plataforma, David vio que había captado su atención. »Mayor Mitchell, desde su posición, ¿cree que podría dispararle a esa lata? Mitchell miró al presidente, encogiéndose de hombros. Éste le devolvió el gesto que indicaba «¿por qué no?». Tras abrir la funda de la pistolera, sacó el revólver. Miró alrededor, levantó el brazo y apuntó a la lata, apretando suavemente el gatillo. Con un ruido seco, la bala salió de la pistola y chocó contra el escudo protector. Se oyó un fuerte sonido metálico cuando la bala rebotada fue a parar a una pasarela de hierro que había arriba. De pronto todo el mundo perdió interés en el experimento. —Vaya, no pensé en eso —se disculpó David—. ¿Saben? La lata está protegida por el escudo invisible de la nave. No podemos penetrar a través de sus defensas. —Eso ya lo sabemos —dijo Nimziki—. ¿Todo esto tiene algún sentido? —Lo que quiero decir —dijo David, sintiendo que el momento culminante de su espectáculo se acercaba— es que, como no podemos atravesar sus escudos, tendremos que dar un rodeo. David fue hasta la mesita en la que tenía el ordenador. Estaba conectado a un cable que atravesaba el escudo, entraba en la cabina de la nave extraterrestre e iba a parar a la unidad receptora del escudo que había reparado unas horas antes. —Sólo será un segundo. —David tecleó unas instrucciones en la máquina, y se quedó mirando el reloj de pulsera, contando atrás en silencio. »Ahora, mayor Mitchell, según le consta a mi ayudante en la cabina de la nave, el escudo todavía protege la lata. No ha tocado nada. ¿Le importaría disparar de nuevo a la lata? Mitchell no estaba muy seguro de querer arriesgarse a enviar otra bala rebotando por el bunker de cemento, y miró inseguro a David. Hasta que Grey no le hizo una señal de conformidad no desenfundó. —¡Un momento! —Steve no quería arriesgarse. Llevó a Dylan a la parte superior de la rampa y lo ocultó tras la esquina de cemento. La mayoría de los presentes le siguieron hasta allí. Mitchell apuntó de nuevo y volvió a disparar. Esta vez, la lata cayó hacia atrás y la bala fue a parar al otro extremo del gran hangar. —¿ Cómo hizo eso? —preguntó el general Grey, impresionado. —Le provoqué un catarro. Julius, hinchado de orgullo, asintió con la cabeza a los otros del grupo. El presidente, intrigado, se acercó a donde David continuaba trabajando con su ordenador. —Más exactamente —continuó mirando hacia arriba—, le introduje un virus. Un virus informático. Unas cosillas asquerosas, muy difíciles de quitarse cuando las has cogido. —Con un golpecito final, algo teatral, pulsó la tecla de Intro y giró la máquina para enseñarles a Whitmore y a Grey el gráfico que había hecho. El presidente estudió la pantalla un momento, asintiendo en conformidad con lo que veía. Grey, que sabía de ordenadores pero que a la vez los odiaba, no apartaba la mirada de David. —¿Nos está diciendo que puede enviar algún tipo de señal que desactive todos sus escudos? —Exactamente —dijo David, rascándose la nariz—. Del mismo modo que ellos usan nuestros satélites contra nosotros, nosotros podemos usar su propia señal protectora contra ellos... si... —¿Si qué? —Si conseguimos implantar el virus en la nave nodriza, enviará la señal a los destructores de ciudades y a las naves de ataque como ésta. Okun nos dijo que el poder de esta nave procedía directamente de la nave nodriza, así que eso debe de pasar también con las naves grandes. —Siento aguarle la fiesta... —Nimziki había saltado al borde de la plataforma de observación y se inclinó hacia donde estaba la pantalla del ordenador—, pero, ¿cómo piensa «infectar» la nave nodriza con ese virus? No tienen una página Web en Internet. —Miró a su alrededor para ver si los otros le reían la gracia. David respondió sin titubeos. —Tendremos que hacer volar esta nave de ataque, sacarla de nuestra atmósfera y llevarla hasta la nave nodriza. —Lo dijo como si fuera la idea más natural, la más obvia del mundo. Steve se puso alerta como siempre en cuanto oyó hablar de volar al espacio. Dejó a Dylan en el suelo y bajó la rampa para oír más. David desplegó una de las fotos de la nave nodriza hecha desde un satélite. El titán de setecientos kilómetros de largo esperaba pacientemente detrás de la Luna a que las naves destructoras le limpiaran el camino. David señaló una esquina de la fotografía tamaño póster y se dirigió al presidente. —Aquí. —David indicó lo que parecía un muelle—. Podemos entrar por aquí. Parecen seguir cierta lógica en el diseño de sus naves. Si ésta es como las destructoras de ciudades, aquí está la puerta de entrada. David notaba que los peces gordos de la política y el Ejército abrigaban muchas dudas al respecto. —¿Saben qué? Posiblemente tenga razón. Steve sorprendió a todo el mundo, hasta a sí mismo, interrumpiendo la discusión. Todo el mundo se giró hacia él, así que siguió. —Cuando volé por delante de esa puerta, en la nave destructora de Los Angeles, vi ese agujero, quiero decir, ese enorme muelle interior. Las naves se estacionan en compartimientos alrededor de una cosa parecida a una torre. »E1 doctor Okun me enseñó que la estructura en forma de aleta sobre el techo de la nave atacante está llena de terminales de cables. Tenía la hipótesis de que sea cual fuere el enlace informático que tengan, la aleta es el conector. Cuando una de estas naves de ataque aterriza en el muelle interior de una nave mayor, se establece algún tipo de conexión por medio de la aleta. —Bueno, ahórrenme toda esa ciencia ficción barata —se quejó Nimziki desde su. posición—. Este plan está lleno de condicionantes. Es ridículo. —¿Cuánto tiempo podríamos desconectar sus escudos? —preguntó Grey, ignorando a Nimziki. —Eso no podemos saberlo —le contestó David—. En cuanto descubran el virus, podrían tardar sólo unos minutos en encontrar la forma de eliminarlo. No es muy complicado pero no sé mucho de sus sistemas. —¿Así que sugiere que coordinemos un contraataque mundial con un margen de sólo unos minutos? —Nimziki sacudió la cabeza. Era absurdo. Grey dio media vuelta y se dirigió al jefe de Inteligencia. —Hemos reestablecido la comunicación con Asia. La señal es débil, pero tendríamos que poder enviar algún tipo de instrucciones. Si pudiéramos atravesar los malditos escudos, podría hacerse. La mueca burlona de Nimziki desapareció. Estaba indignado de que a aquella idea ridícula se le prestara tanta atención cuando la opción perfectamente plausible del ataque nuclear, su plan, había sido desechada tras un solo intento. Si pudiera, habría encerrado a todo el mundo en la nave y ordenado el ataque él mismo. —No creo que vayan a tragarse todas esas tonterías —estalló Nimziki dirigiéndose a todo el mundo para esconder tímidamente su crítica a Whitmore—. No tenemos los medios ni los efectivos para llevar a cabo una campaña como ésta. Si tuviéramos dos meses para planearlo, quizá fuera factible. Por no mencionar ese cacharro —gritó, señalando la nave—. Todo el plan depende de este platillo volante que nadie tiene ni idea de cómo funciona. Una vez más, Steve interrumpió. Dio un paso adelante y se aclaró la garganta. —Humm... Creo que yo podría estar cualificado para esa misión, señor —Nimziki le lanzó una mirada asesina, pero Steve continuó—. Los he visto en acción; sé cómo maniobran. —Miró al presidente a los ojos—. Con su permiso, señor, me gustaría que me diera una oportunidad. —Esa cosa es chatarra. Se estrelló en los años cuarenta. ¡Por Dios! No sabemos ni si puede volar. —¡Aja! —David centró la atención una vez más. Tenía a un grupo de los ayudantes de Okun esperando en las alas—. ¡Suelten las abrazaderas! —gritó como si fuera el presentador de un circo. Miró hacia arriba, a la plataforma desde donde le miraba Connie. Ella echó una mirada al cielo para mostrarle lo loco que estaba él y lo orgullosa que estaba ella—. ¡Venga, venga, suelten las abrazaderas! Costó más de lo que esperaba David, pero en cuanto los técnicos hubieron abierto el último de los cierres de acero, se oyó un sonido metálico y se levantó un poco rebotando en el suelo. En un momento, la masa de la nave de veinte metros se había elevado, levitando insegura delante de ellos. A una altura de cinco metros, se estabilizó y volvió a tierra para adoptar la posición que había ocupado los últimos cincuenta años. La galería de espectadores, con las bocas abiertas, observaba a David. —¿Alguna pregunta más? Todos se miraban unos a otros. Ni Nimziki supo qué decir en ese momento. Finalmente, Whitmore rompió el silencio. Sacudió la cabeza, dando a entender lo que pensaba del plan antes de hacer su anuncio. —Es arriesgado, pero vamos a probarlo. De pronto todos se enfrascaron en diversas conversaciones o, como en el caso de Nimziki, expresaban su opinión de por qué la idea estaba condenada al fracaso desde el principio. David fue hacia el lado de la plataforma de observación, subió y se colocó al lado de Steve. El joven piloto apartó la vista de la nave extraterrestre y se acercó a David para oír mejor. —¿Seguro que puedes pilotar este cacharro? —preguntó David, mostrando una clara falta de confianza en la capacidad de Steve—. ¿Seguro que puedes hacer toda esa mierda que dices que harás?
 En cuestión de minutos, Connie estaba siguiendo al general Grey y al presidente de vuelta a la sala del alto mando del Área 51. Todos hablaban a la vez, estableciendo los detalles del plan, pensando en el intrincado sistema sincronizado de comunicaciones a nivel mundial que habría que establecer. Sintieron renacer la chispa de una esperanza por primera vez en lo que parecía una eternidad. —¡Un momento! —era una orden, no una petición. Los tres se volvieron y vieron a Nimziki entrar precipitadamente en el pasillo tras ellos. —¿Qué ocurre? —murmuró Connie, conteniendo la respiración. El secretario de Defensa se acercó al presidente, ignorando a los otros dos. Habló con una gran frialdad; como de costumbre, había calculado sus palabras para causar el mayor efecto posible. —Entiendo que esté aún afectado por la muerte de su esposa —dijo, inclinándose hacia Whitmore—, pero eso no es excusa para cometer otro error fatal. Un análisis objetivo desde el punto de vista militar... Nimziki no acabó la frase. Antes de que se diera cuenta, Whitmore lo tenía agarrado por las solapas del traje y con la espalda contra la pared. El presidente colocó la cara a un par de centímetros de la de Nimziki. —El único error que he cometido es encomendar un ministerio a una comadreja llorona como usted. Pero ése es un error con el que, es un placer para mí poder decirlo, no tendré que convivir más. Señor Nimziki, ¡está despedido! —Con un último impulso, soltó al hombre y dio un paso atrás. Con una última mirada amenazadora, se dirigió a Nimziki—. ¡Aléjese de mí lo más posible, o le arrestaré por poner en peligro la seguridad nacional! Nimziki buscó apoyo en Connie, luego en Grey, pero no lo recibió. Whitmore emprendió de nuevo su camino siguiendo la conversación que habían interrumpido. —Quiero que el mayor Mitchell organice todos los aviones que pueda conseguir y que busque a quien pueda pilotarlos. Tras ellos, oyeron a Nimziki hablando a las paredes. —¡No puede hacer eso! Connie no pudo evitarlo. Miró por encima del hombro y se dirigió a Nimziki. —Lo acaba de hacer —dijo, sin ocultar el placer que le proporcionaba.
 Cuatro pilotos británicos, empapados de sudor y sin afeitar, estaban haciendo lo que podían para luchar contra el calor del verano saudí. Habían cogido una gran tienda de lona que uno de ellos, un piloto llamado Thomson, había tenido que transportar en su avión, y estaban sentados intentando pasar las horas, a la espera de que ocurriera algo. Uno de los hombres, Reginald Cummins, estaba al mando. Reg no era precisamente el oficial de mayor antigüedad, pero se le concedió el mando porque era el único que sabía algo de Oriente Medio. Los otros tres hombres sólo habían estado trayendo aviones nuevos a la Base de Khamis Moushait cuando todo empezó. Reg estaba destinado allí. Hablaba árabe medianamente bien y, lo que era más importante, sabía cómo hablar con los grupos de pilotos sin ofender a nadie, algo básico en Oriente Medio, pero aún más importante dada su situación. —Oímos a los americanos cuando íbamos por Malta —iba diciendo Thomson—. No hablaban en clave, y uno de ellos decía que los sirios aún tenían un escuadrón intacto cerca de los campos del Golán. —Altos —le corrigió Reg—. Los altos del Golán —y le enseñó a Thomson dónde estaban en el mapa—. Si pudiéramos hacer que cooperasen con nosotros, estarían en una posición excelente para respaldarnos si hay batalla. Desgraciadamente, son un grupito difícil; no exactamente lo que se dice del equipo. De pronto la puerta de lona de la tienda se abrió y se oyeron unos gritos. Thomson cayó de espaldas de la silla plegable y sacó la pistola cuando ya estaba en el suelo. Un hombre alto, con barba espesa y bigote, estaba gritando algo ininteligible. La camisa verde lo identificaba como uno de los chicos del Jordán, probablemente el único que no hablaba inglés. Reg nunca vacilaba. Devolvió la mirada al hombre con calma hasta que dejó caer la lona de la puerta y salió de la tienda. —¿Qué diablos es todo esto? —Los tres pilotos aún estaban sobrecargados de adrenalina. —Parece que están recibiendo una señal. Código Morse, pero no lo entienden. Quiere que vayamos y veamos si es inglés. —¿Morse? ¿Qué tienen ahí fuera? ¿Cables de telégrafo? —preguntó Sutton, uno de los otros. Tras mirar con expresión severa a Reg, preguntó de nuevo—: No será algún tipo de trampa, ¿no? Reg se encogió de hombros y abrió la comitiva hacia el exterior. Justo al otro lado del mundo con respecto al Área 51, en la ardiente superficie lisa del lecho de un antiguo lago, un centenar de aviones de combate estaban aparcados en medio de ninguna parte. Estaban estacionados uno al lado del otro, preparados para despegar en direcciones opuestas en cuanto se diera la alerta. Era realmente una escena internacional, con pilotos de once naciones diferentes, muchos de los cuales se estarían disparando unos a otros si la situación fuera otra, escondiéndose juntos en un lugar perdido. Se habían convertido en aliados a su pesar. —Todavía no puedo creérmelo —dijo Reg con una sonrisa, disfrutando de la ironía de la situación—. Setenta y cinco años de diplomacia frenética no nos han llevado prácticamente a ninguna parte, y ahora, veinticuatro horas después de que esos hijos de perra hicieran acto de presencia, somos una familia unida. —No es así como lo describiría —dijo Thomson acercándose a Reg, mientras dirigía un nervioso saludo militar y una sonrisa a un grupo de pilotos iraquíes que fumaban cigarrillos a la sombra de sus aviones. Los iraquíes dedicaron una mirada vaga a los británicos cuando pasaron—. No creo que estos chicos hayan comprendido el espíritu familiar del asunto.
 —¿Cómo crees que se sienten los israelíes? El segundo contingente más numeroso después del saudí era el de Israel. Sus aviones, los impresionantes F-l5, estaban colocados a poca distancia de allí, distribuidos en ángulos precisos para realizar un despegue simultáneo. —¿Qué ocurre? —preguntó uno de ellos en voz alta, con una Uzi apoyada indolentemente en su hombro. —Han recibido una señal en código Morse —contestó Reg. El individuo tiró el cigarrillo y se apresuró a reunirse con los británicos. —¿Puedo ir? Reg sonrió sin perder el paso. —No veo por qué no. El interior de la complicada tienda saudí parecía un mercadillo de instrumentos electrónicos. Habían recogido una importante cantidad de equipo de una base cercana y lo habían desperdigado sobre un caótico montón de alfombras, paracaídas y fundas. Los pilotos árabes, procedentes de un puñado de naciones diferentes, estaban enzarzados en conversaciones distintas. Todo quedó en silencio cuando los visitantes entraron en la tienda. Hubo un momento de tensión cuando los pilotos de naciones enemigas se miraron unos a otros con desprecio. Los árabes estaban particularmente nerviosos por la intervención israelí en su espacio aéreo. Por un instante, todos contuvieron la respiración y nadie dijo nada. Al final, Reg rompió el hielo. —Latuklaka ya awlad enho nel mohamey betana. —Que venía a significar «No os preocupéis, chicos, es nuestro abogado». De repente, todos estallaron en una carcajada, todos menos los tres visitantes británicos. De todas formas sonrieron, deseosos de contribuir a aliviar la tensión. —Ana shaif ho gab mae kommelhaber betae (Veo que se ha traído su estilográfica) —soltó uno de los árabes, con lo que provocó otra carcajada. El israelí sorprendió a todos siguiendo la broma. Hablando en argot palestino, dijo que se trataba de un Wakeh el police Israeli ala estarna rat el-ehtafalat elmausda ra (un instrumento ceremonial especial para firmar documentos proporcionado por la policía secreta israelí). Se rieron de tal forma que otros pilotos se asomaron a la tienda para ver lo que ocurría. —¿Dónde está el mensaje en Morse? —preguntó Reg en inglés. Uno de los saudíes le tendió los auriculares. En lugar de las señales de Morse que esperaba, oyó una voz que parecía hacer un anuncio urgente, pero había demasiadas interferencias en la línea. Reg hizo una señal para que se mantuvieran en silencio y todos le obedecieron. La transmisión provenía de la sala del alto mando del Área 51. Cuando llegó a Ar-Rub Al-Khali, había sido retransmitida tantas veces que Reg no pudo sacar nada en limpio. —Espere, ya lo oirá —le dijo uno de los pilotos de las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes. Tan pronto como la voz amortiguada y casi inaudible acabó el mensaje, éste se repitió en código Morse, alto y claro. A Reg le llevó unos minutos escribir todo el mensaje, y un rato más descifrar su propia escritura. —Es de los estadounidenses —explicó—. Quieren organizar una contraofensiva. —Ya era hora. ¿Cuál es el plan? —preguntó Thomson. —Es... bueno, es muy original —dijo con una sonrisa antes de entrar en detalles.
 Un escuadrón de veinticuatro Mig rusos estaba estacionado por parejas en una amplia superficie de hielo. Habían participado en una misión para atacar a la nave que había destruido Moscú y que en ese momento iba rumbo a San Petersburgo. Cuando otros aviones comenzaron a estallar contra el campo de fuerza protector de la nave, la misión fue suspendida. En el camino de vuelta a la Base de Murmansk, se enteraron, horrorizados, de que la base había sido atacada y destruida por una multitud de naves enemigas. Murmansk se encuentra por encima del Círculo Polar Ártico, y el escuadrón fue incluso más al norte para esconderse entre los glaciares que tan bien conocían. Atravesaron el paralelo cincuenta y ocho y se refugiaron en las islas rocosas de la Tierra de Francisco José, donde el hielo todavía no se había derretido. Llegaron por la mañana y habían estado sin hacer nada esperando órdenes desde entonces. Durante las horas de sol, las cabinas se habían calentado, pero la temperatura nocturna era extremadamente baja. Abatidos y muertos de hambre, se quedaron en los aviones esperando una hora tras otra. Alrededor de las nueve, uno de ellos estaba jugueteando con la radio y encontró algo al final del dial. Al principio pensó que eran los técnicos que hablaban entre ellos con voces entrecortadas, pero acabó dándose cuenta de que era código Morse y avisó a los otros pilotos. Por suerte, el mensaje se repitió varias veces. Casi dos horas después de que encontrasen el mensaje, el jefe de escuadrón, el capitán Tchenko, se comunicó con los demás por radio. —Los norteamericanos dicen que pueden desactivar los escudos protectores al menos durante cinco minutos. —¡Da, da! ¡Maladietz! —aprobaron los demás con entusiasmo. De hecho, cualquier plan era mejor que pasar la noche en el hielo. —¿Cuándo quieren que ataquemos?
 En Sapporo, situada en Hokkaido, la isla más septentrional de Japón, algunos de los receptores y transmisores civiles más potentes del mundo se encontraban distribuidos por las montañas. A miles de kilómetros de los centros de radio y televisión de Tokio, esas máquinas eran la conexión entre las provincias y la capital. Los técnicos habían ido a trabajar como siempre y se quedaron en sus puestos cuando se dieron cuenta de que podían ser de ayuda. Junto con ellos, algunos miembros del Ejército voluntario estaban reunidos alrededor de los transmisores de radio y televisión. A pesar de que Japón no tenía más que unas Fuerzas Aéreas simbólicas, compuestas sobre todo por cargueros y aviones de transporte de municiones, estaban decididos a participar. Transmitieron el mensaje en diferentes idiomas a la mayor parte de Asia. —El ataque se iniciará dentro de trece horas —decía el mensaje—, a las nueve de la noche, hora media de Greenwich. A medida que se iba recibiendo la confirmación de diferentes Gobiernos o de fuerzas de combate repartidas por diferentes zonas de Asia, la estación de Hokkaido retransmitía la información a Hawai vía radio de onda corta. Desde allí se pasaba al USS Steiner, situado a trescientos veinte kilómetros de la costa de Oregón, que a su vez lo enviaba a los 747 de San Antonio. A medida que las confirmaciones iban llegando una a una al Área 51, se recogían los datos en el mapa de la sala del alto mando. —¿Cómo van las cosas? —preguntó el presidente. —Mejor de lo que esperábamos —le explicó Grey señalando el mapa. Cientos de pequeñas etiquetas, cada una en representación de un escuadrón aéreo listo para el combate, estaban esparcidas por el mapa. —Todavía estamos recogiendo datos, pero la cosa promete. Europa ha sido atacada casi tanto como nosotros, pero parece que el Medio Oriente y Asia conservan la mitad de sus fuerzas intactas. Además, todavía tenemos nuestros portaaviones. —¿Y qué me dice de nuestras tropas? —Por desgracia, ése es nuestro punto débil. Esos hijos de perra han destruido casi todas las bases al oeste del Misisipí. Unos cuantos pilotos escaparon de Lackland y se dirigen hacia aquí. Además, tenemos una carga de municiones que viene de Oregón, pero... —El general sacudió la cabeza. —¿Pero qué? —Mitchell tiene muchos aviones en reserva, pero no tenemos pilotos. —Entonces, encuéntrelos —ordenó Whitmore como si dependiera de que Grey se esforzase un poco más.
 Media hora después, Miguel entró en la caravana con cuidado de no hacer ruido. Todas las luces estaban apagadas y no quería despertar a Troy. Cerró la puerta y empezó a quitarse los zapatos. —¿Dónde coño has estado? —dijo la voz de Russell surgiendo de la oscuridad—. ¿Y dónde para tu hermana? La voz alarmó a Miguel y encendió la luz. Russell estaba sentado en la cama del fondo, cerca de Troy. —¡Oye, me has asustado! —¡Contesta! Miguel pensaba que ya habían superado todos los malos rollos aquella tarde, cuando habían hecho pina para salvar a Troy. No entendía por qué de repente Russell actuaba así. —Alicia está con aquel chico, Philip. Yo estaba con ellos. Es un chico muy majo. Antes de que Russell pudiera hacer algún comentario al respecto, Miguel cambió de tema. —¿Cómo está Troy? Funcionó. Russell miró al chico, que dormía con la boca deformada por la manera en que se apoyaba en la almohada. —Es fuerte. Mira esto. —Golpeó la mejilla del niño con un dedo—. Es un toro. Se pondrá bien. Menos mal, ¿verdad? —Claro —convino Miguel, aunque empezaba a notar que pasaba algo raro, no con Troy sino con su padre. —¿Te puedo preguntar una cosa y me prometes no cabrearte? —Dispara. —¿Has estado bebiendo? Russell sonrió como un niño pequeño al que han pillado haciendo una travesura. Había prometido solemnemente apenas unas horas antes que no probaría ni una gota de alcohol hasta que toda aquella pesadilla hubiese terminado, y además ya no tenía más botellas. —No pude evitarlo, chico. Me había olvidado de la pequeña reserva que tenía en la avioneta. En la cabina del viejo biplano vibraban más botellas de Jack Daniel's que en una licorería en pleno terremoto. —Oye, ¿por qué no te apuntas y montamos una pequeña juerga? —le invitó Russell agitando la botella en el aire como si eso fuera a tentar al chico. Decepcionado, Miguel cogió los zapatos y se marchó dando un portazo. —Miguel, vuelve —le llamó Russell mientras se dirigía tambaleándose a la puerta—. No seas tonto. ¡Vamos, Miguel! Vio que el chico se alejaba furioso hacia el campamento de refugiados. Decidido a explicárselo todo, Russell fue tras él. Sintió la arena caliente bajo sus pies descalzos. Dobló una esquina y llegó al centro del improvisado pueblo. Un jeep con unos altavoces en la parte trasera estaba aparcado cerca de una gran hoguera. Uno de los soldados de Mitchell estaba en el compartimiento posterior del vehículo y hablaba por un micrófono. —... que fue cuando decidimos lanzar una contraofensiva. Debido a que nuestras fuerzas se han visto muy reducidas, estamos buscando a personas que tengan experiencia de vuelo para que se presenten voluntarias, cualquiera que pueda pilotar un avión. Mejor si ha tenido instrucción militar, pero cualquiera que crea que puede llevar un avión será útil. —¡Eh! ¡Yo! —grito Russell al oficial precipitándose a empujones hacia él—. Yo vuelo, quiero decir, yo soy piloto. ¡Además tengo una avioneta! En su arranque de entusiasmo, Russell señaló su viejo biplano De Haviland con la botella de Jack Daniel's todavía en la mano. Algunos de los que estaban allí soltaron una carcajada. —Lo siento, señor, no creo que sea posible —le contestó el soldado tratando de mostrarse amable. Cuando Russell lo oyó, se puso histérico. Borracho como una cuba y apestando a alcohol, se dirigió al oficial con un gesto vagamente amenazador. No advirtió la presencia de los policías militares que estaban sacando sus porras. —Usted no lo entiende, caballero. Tengo que intervenir. Ellos me destrozaron la vida, y ahora tengo la oportunidad de vengarme de estos jodídos... seres, de esos tipos, lo que sean. —Libraos de este payaso —dijo el oficial con firmeza. Un par de policías militares cogieron a Russell por debajo de los hombros y lo sacaron de allí por donde había venido sin hacer caso de sus confusos balbuceos sobre una abducción sufrida años atrás. —Tú no puedes pilotar un avión —le dijo uno de ellos mientras lo soltaba de un empujón—. Vete a dormir la mona. A lo mejor cuando estés sobrio todavía necesitan pilotos. Russell vio cómo se marchaban, levantó la botella y bebió otro trago. Dándose cuenta de lo que había hecho, tiró el líquido, estrelló la botella contra el suelo y los cristales quedaron desperdigados junto a sus pies descalzos.
 La gran puerta circular que llevaba al almacén del laboratorio estaba entornada. Connie la abrió del todo y encontró a Julius en el interior. El viejo le dedicó una amplia sonrisa. —Aquí estás. Te he estado buscando —le dijo ella, pero su suegro sólo hizo un gesto y le dedicó otra sonrisa como única respuesta. Ella olfateó el aire y le preguntó: —¿Estás fumando? Medio ahogado, Julius exhaló humo y sacó el puro de detrás de la espalda. —Un poco —admitió—. No se lo digas a David. Está obsesionado con eso de la salud, siempre me critica por mis puros. La salud de David era precisamente el tema del que ella quería hablar. —Supongo que no estarás pensando en dejarlo seguir adelante con esa absurda idea que se le ha ocurrido, ¿verdad? —¿Dejarlo? ¿Me has visto alguna vez dejándolo hacer algo? Ya es mayorcito. —Pues no lo parece. Se va a matar. Julius se encogió de hombros y miró al cielo. Sabía que no había nada que hacer. David ya se había comprometido. Al no encontrar el apoyo que esperaba, Connie se dirigió frustrada a la puerta. Se volvió y dijo: —Me parece que aquí no se puede fumar.
 Al salir de la Cámara de los Horrores, Connie encontró a David bajo el ala de la nave de ataque. Junto con Steve Hiller y el general Grey, estaba escuchando a uno de los ingenieros del equipo que les explicaba un añadido de última hora a la nave. Les estaba enseñando lo que había hecho su equipo en una de las torretas que pendía, como los motores de los aviones de propulsión, de la parte baja de la nave, la parte que se había deformado con el impacto. Habían vaciado la estructura de dos metros de longitud e insertado un armazón cilíndrico. Mientras seguía hablando, un grupo de técnicos transportaba con extremo cuidado una bomba de dos toneladas que parecía un bebé gigantesco en una cuna de acero. Connie advirtió que esos técnicos, que iban vestidos con uniformes azules de paracaidistas, eran caras nuevas y no formaban parte del personal del Área 51. Eran especialistas del personal de tierra que habían transportado la bomba desde Arizona. —Hemos hecho todo lo que hemos podido para disimularlo —explicó el técnico refiriéndose al hueco de la torreta—. Pero no superará una revisión a fondo. El morro del misil saldrá un poco. Los técnicos accionaron la palanca de la grúa manteniendo la bomba perpendicular al suelo mientras la subían hasta la parte de abajo de la nave de ataque. Cuando los timones de dirección de la bomba estuvieron nivelados con el armazón cilíndrico, los técnicos comenzaron el delicado proceso de colocarla en la rampa. —Que nadie mueva un dedo —dijo el técnico jefe a David y a los demás—. Tenemos que colocar la cabeza nuclear antes de cargarla. Si a mis hombres se les cae eso, se acabó lo que se daba. —Es una bomba muy potente, ¿no? —preguntó David sin saber de lo que estaba hablando. Todos los militares se volvieron a mirarlo, sorprendidos de que no hubiese sido informado. El técnico jefe lo puso al corriente. —Esto, amigo, es un misil de gran alcance con una cabeza termonuclear insertada en el extremo frontal. Si ese demonio se cae, nos vamos a tomar por el saco. Y ésa es la razón por la que nuestro capitán Hiller, aquí presente, va a tener muchísimo cuidado cuando saque la nave de aquí. David miró a Steve, demasiado asustado para articular palabra. Steve le dedicó su típica sonrisa. —Eso es pan comido, Dave. La valentía del joven piloto no ayudó precisamente a calmar los nervios de David. Antes de que pudiera replantearse el lío en que iba a meterse, el técnico continuó con su explicación. —Encontramos un poco de espacio en el conducto de la nave y allí es donde esconderemos el dispositivo de lanzamiento. Como veis, no podemos disimular el cableado, así que lo hemos soldado a la superficie. Si uno se aleja, ni siquiera se ve. El general Grey fue hasta una mesa cercana y cogió una pequeña caja negra. —Esto irá acoplado al cuadro de control principal de la nave. —Es como una plataforma de lanzamiento AMRAAM de un B-2 Stealth —apuntó Steve. —Así es. Hágalo funcionar de la misma forma. Habrá una diferencia. Hemos programado el arma de forma que no detone en el impacto. Tendréis treinta segundos para alejaros lo más posible. David se sintió mareado. Tuvo la sensación de que si no paraban de hablar de explosiones nucleares, iba a caerse redondo al suelo. —Me parece que voy a ver cómo les va con el transmisor. Cuando se dirigía tambaleándose a la puerta, Steve consultó la hora. —¡Ostras!, David, llegamos tarde. David y Connie eran los únicos que sabían a qué se refería. Le dijeron que no se preocupase, que estarían allí a tiempo y Steve salió del hangar. David se dispuso a acercarse a la nave para supervisar lo que estaban haciendo sus ayudantes cuando Connie lo detuvo. —¿Treinta segundos? A lo mejor es que no sé mucho del tema, pero ¿no son treinta miserables segundos muy poquito tiempo cuando uno intenta huir de una explosión nuclear? —En realidad no. No vamos a conectar la bomba hasta que no estemos a punto de salir. Además, se supone que el capitán Hiller es un piloto estupendo. Una lluvia de chispas cayó sobre la plataforma cuando uno de los técnicos comenzó a soldar un mecanismo en la parte inferior de la nave. Cuando David se volvió hacia él, el hombre se levantó la careta. —Es el transmisor de hiperfrecuencia más potente de que disponemos. Nos dirá cuándo has introducido el virus. —De acuerdo. Y ahora crucemos los dedos y esperemos que los escudos bajen. —¿Por qué tú? —Connie no había terminado—. ¿Por qué tienes que ser precisamente tú? Me refiero a que ¿no se trata simplemente de apretar un botón una vez hayáis establecido la conexión? ¿No podrías enseñarle a alguien cómo introducir el virus, a alguien entrenado para este tipo de misiones? David se preguntó a qué se refería cuando decía «entrenado para este tipo de misiones». —No creo que haya existido nunca una misión como ésta. Y si hay alguien entrenado para ella, ése soy yo, porque yo diseñé el virus. ¿Qué ocurrirá si algo va mal o no funciona como espero? Tendré que reaccionar, ajustar la señal o... ¿quién sabe? Se adelantó unos pasos y cogió una lata de gaseosa que Mitchell había tirado al suelo. —Connie, tú sabes que siempre estoy intentando salvar el planeta. Esta es mi oportunidad. Tiró la lata en un cubo de reciclaje, le dio un beso en la frente a Connie y luego se dirigió a buen paso a la cabina de la nave. Connie le vio marchar con un cúmulo de emociones entremezcladas. —Ahora se vuelve ambicioso —dijo en voz alta sin dirigirse a nadie en particular.
 Cuando Jasmine preguntó dónde podían prestarle un vestido, todos los que estaban en los laboratorios le respondieron dubitativamente. —Pruebe con la doctora Rosenast —le sugirieron, pero dejando claro que era un último recurso, algo que se debía hacer sólo en caso de máxima emergencia. Después de llamar repetidas veces a la puerta que le habían indicado, Jas oyó una voz que mascullaba y maldecía al otro lado de la puerta. En el momento en que iba a renunciar, la puerta se abrió de golpe y Jasmine se encontró frente a un par de lentes bifocales con la cara de una mujer de sesenta años detrás de ellos. Parecía una persona muy dulce con sus mejillas sonrosadas y sus grandes ojos azules aumentados todavía más por las gafas. El pelo gris estaba cuidadosamente recogido en un moño alto y por debajo de la bata iba vestida de punta en blanco, con un jersey verde oscuro y una falda de seda a juego. La abarrotada sala era una mezcla de despacho, laboratorio y vivienda, con cada centímetro ocupado por material científico y los objetos personales de su ocupante. A Jasmine le pareció la mujer de Santa Claus, más que una de las mejores ingenieros electrónicos del mundo. —Doctora Rosenast, siento molestarla, pero... —Ya le dije al otro capullo que no está listo —le espetó. Estaba previsto que la nave alienígena reconstruida despegase en menos de media hora y ella todavía no había terminado una pieza esencial: una combinación de generador y transformador de energía que duplicaría la energía de la nave. Sin él, David no podría emplear el ordenador para descargar el virus e infectar los sistemas de la nave nodriza. —¡Ya habría terminado si no fuera por tanta jodida interrupción! —Necesito que me preste un vestido —la cortó Jasmine—. Algo apropiado para casarme. La mujer se asomó para mirar a ambos lados del pasillo como para asegurarse de que no estaba siendo víctima de una broma de la cámara oculta. Cuando estuvo segura de que Jasmine hablaba en serio, la empujó adentro y la llevó hasta un armario repleto con todos los vestidos que había acumulado durante los doce años que había vivido bajo tierra. —Soy adicta a las compras por correo —reconoció—. Creo que tienes demasiado pecho para lo que tengo por aquí, pero busca y coge lo que quieras. Tengo que volver al trabajo. Jasmine se dispuso a saquear el armario cuando la doctora volvió a trabajar en el transformador. La doctora era una auténtica forofa de la ropa y tenía especial debilidad por los vestidos chinos con rajas kilométricas. «¿Cuándo se pondrá estas cosas?», se preguntó Jasmine. Su búsqueda terminó cuando descubrió un sencillo vestido de verano con un dibujo de flores blancas y amarillas. Camino de la puerta, Jasmine le dio un beso en la mejilla a la sorprendida mujer, luego se dirigió apresuradamente al servicio de señoras. Ocho minutos después, salió duchada, maquillada y embutida en el vestido. Se ajustaba a la perfección a las curvas de Jasmine. —Dylan, súbeme la cremallera. Después de estar un rato luchando por subirla hasta el tope, el muchachito se rindió. —Es demasiado estrecho. —Bueno, supongo que ya está bien. Vamos, cariño, ¡llegamos tarde! Hacía mucho tiempo que los hombres frente a los que pasaba no veían algo parecido a la señora Dubrow. Estaban acostumbrados a ver a sus compañeras de trabajo cubiertas de la cabeza a los pies por trajes esterilizados de algodón. A tenor de las miradas que recibía, Jasmine dedujo que el vestido era demasiado estrecho, especialmente en el escote. Empezó a sentirse incómoda. —¿Qué tal estoy? —le preguntó a Dylan. Su hijo agitó la mano para expresar que «así, así». —Oh, gracias —le dijo ella—. Eres de gran ayuda. Doblaron una esquina y llegaron a la capilla. El lugar era una mezcla de templo y sala recreativa. Vidrieras con luces fluorescentes detrás iluminaban las mesas forradas de fieltro para jugar a póquer. El pastor multiconfesional del Área 51, el capellán Duryea, un caballero entrado en años con un peinado a lo Einstein, había llegado y retirado una mesa de ping-pong de en medio. Le dio la mano a Jasmine y se quedaron hablando un rato antes de que llegaran los demás. —Que alguien llame a los bomberos antes de que me devoren las llamas. Steve, alucinado, se quedó clavado en la puerta. Sin quitarle la vista de encima a Jasmine, atravesó el pasillo y la besó en la mejilla. —Jas, ¡qué guapa estás! —Llegas tres minutos tarde —le reprochó ella mientras le enseñaba el reloj. —Ya me conoces. Quería... —Sí, ya sé —acabó de decir ella—, querías hacer una entrada triunfal. El capellán se colocó detrás de un atril y comprobó que todo estuviera a punto. —Steve, ¿tienes el anillo? —¿A usted qué le parece? Del bolsillo de una cazadora de la Fuerzas Aéreas que le habían prestado sacó el mismo anillo del delfín saltando con el que Jimmy lo había sorprendido el día anterior. —¿Testigos? En cuanto pronunció estas palabras, David y Connie aparecieron en la puerta luchando con la corbata que David había pedido prestada hacía un instante. No consiguieron ponerla en su sitio y al final la dejaron colgando en un nudo a medio hacer. Se acercaron y se pusieron uno a cada lado de la feliz pareja. Cuando vio que todo estaba en orden, el capellán Duryea sonrió y dijo: —Entonces, podemos empezar la función. La corta ceremonia resultó estar tan llena de significado y ser tan conmovedora para los testigos como para los novios. En el momento de las promesas, Connie le tendió la mano a David y jugó con el anillo de boda que ella le había entregado años atrás.
 El equipo de mecánicos que estaban haciendo reparaciones en una hilera de diez F-l5 ofrecía un espectáculo increíble. Gritándose instrucciones unos a otros y pidiendo herramientas, se movían con el ritmo frenético de un equipo de mecánicos de Fórmula 1. Era una carrera contrarreloj para lograr que los cazas estuviesen a punto. El ruido de las remachadoras y de las llaves inglesas rebotaba en las paredes y se repetía en eco. En cada rincón del gigantesco hangar, que estaba hasta los topes de aviones de todo tipo, se repetía la misma escena. Tan pronto como habían llegado las órdenes alrededor de la medianoche, el personal de Mitchell había trabajado a un ritmo trepidante, no sólo revisando sus propios hangares, sino también todos los del Centro de Pruebas de Armamento de Nellis, un área de aproximadamente mil quinientos kilómetros cuadrados, con el fin de reunir todos los aviones en condiciones y los que estaban al cincuenta por ciento de posibilidades. Puesto que la finalidad aparente del Área 51 era la investigación y el desarrollo de aviones experimentales, habían acumulado un número considerable de aparatos a lo largo de los años. Muchos de ellos eran modelos de primera época de cazas y aviones de transporte norteamericanos convencionales, pero también había un buen número de prototipos, modelos peculiares que nunca se fabricaron en serie. Aviones como el Martin X-29 con forma de cuña y el extraño MSU Marvel Stol, con el motor turbohélice colocado en el extremo del ala, por encima de la cola. Estos aviones habían sido «liberados» de los enemigos o «desviados accidentalmente» de sus aliados. El hallazgo más satisfactorio había sido la flota de F-l5, estacionada en uno de los hangares situados medio bajo tierra de los alrededores del lago Papoose, a catorce kilómetros hacia el norte. Como a muchos otros aviones que encontraron, a los F-l5 les faltaban piezas, puesto que habían sido aprovechadas para otros proyectos. En uno faltaba el sistema de radar, mientras que otro carecía del timón de dirección de cola. Aun así, los aviones eran armas de guerra apropiadas y punteras que tenían una gran ventaja sobre las demás: había misiles para ellas. Los cinco que funcionaban se transportaron al hangar principal y los otros cinco fueron arrastrados. El mecánico jefe calculó que ocho estarían preparados a la hora en que estaba previsto comenzar la contraofensiva. La base había recibido refuerzos y un buen susto cuando una veintena de F-l 11 llegó sin avisar alrededor de las dos de la madrugada. Era un grupo de pilotos extranjeros que estaba entrenando y sus instructores del Ejército, que habían quedado aislados en un área de instrucción en el desierto de California cuando los invasores comenzaron el ataque. No pudieron responder al mensaje transmitido desde el Área 51 de ninguna manera, así que decidieron ir allí y unirse al equipo. Sólo tres de los pilotos eran instructores con experiencia. Los otros diecisiete estaban en período de instrucción y procedían de países aliados: la República Checa, Honduras y un grupo de Nigeria. Como la mayoría de los pilotos de todo el mundo, hablaban inglés, la lengua internacional de la aviación. No había luz en las pistas y tuvieron mucha suerte al no perder a ninguno durante el aterrizaje. Todos los que estaban en el hangar conocían tanto el plan de ataque como las pocas posibilidades de sobrevivir. Mitchell había hablado sin rodeos y había explicado que incluso si conseguían desactivar el escudo, los alienígenas todavía les superarían en número y en armamento. En el mejor de los casos, se convertiría en un duro combate con los cazas más rápidos y de viraje ceñido, el numeroso grupo que había abatido miles de aviones de propulsión en el mundo entero y que sólo había sufrido una baja. Mitchell terminó, miró a su alrededor y preguntó si alguien quería abandonar, les dijo que era mejor hacerlo en ese momento y no cuando estuvieran en el aire. Nadie dijo una palabra. —Mejor así —les dijo—, porque vamos a necesitar toda la ayuda de la que podamos disponer. El jeep con los altavoces estaba aparcado entre las grandes puertas giratorias. Mitchell se subió a la parte trasera para asignar los aviones a los pilotos. Mientras estaban reunidos en el grupo, los hombres estuvieron fanfarroneando y adoptaron una actitud temeraria, hablando sobre cómo aniquilarían al enemigo. Pero una hora después, el único ruido que se oía era el silbido y el golpeteo de las herramientas de los mecánicos. Unos pocos combatientes reunidos en grupos hablaban en voz baja entre ellos, pero la mayoría se había retirado a lugares apartados y se había quedado solo en compañía de sus pensamientos. Éste fue el panorama que encontró el presidente cuando se abrió la puerta del ascensor una hora antes de que la improvisada Fuerza Aérea partiera hacia el norte para enfrentarse al destructor de ciudades de la Costa Oeste. En lugar de su séquito habitual, Whitmore iba acompañado sólo por el general Grey y uno de los agentes del Servicio Secreto. —¿De dónde han sacado estos armatostes? Parece el museo Smithsonian del Aire y del Espacio. —A caballo regalado no le mires el diente —le recordó Grey—. Puede que Mitchell haya ido demasiado lejos, pero las órdenes eran traer cualquier cosa que pudiera volar. —¿De cuántos aviones podemos disponer? —preguntó Whitmore. —Si quiere decir de cuántos pilotos preparados disponemos, la respuesta es treinta. Pero vamos a bajar el listón y a alargar el número hasta ciento quince. Whitmore había acudido para pasar revista a las tropas antes de que partieran a la batalla. No había esperado encontrar un panorama tan silencioso y desolado. Esos hombres, empujados inesperadamente a la lucha, no estaban precisamente entusiasmados. La expresión preocupada y abatida de sus rostros les hacía parecer un equipo de fútbol que perdiera cinco a cero en la media parte. Whitmore deseó tener algo que decir, algún discurso decidido y emocionante, pero era consciente de que no tenía talento para improvisar. Siempre tenía muy claras las ideas que quería transmitir, pero dejaba la responsabilidad de decidir las palabras exactas a Connie y a su equipo. Empezó a caminar por los pasillos que formaban las hileras de aviones y se paraba aquí y allá para ofrecer una palabra de ánimo o para inspeccionar un avión. Muchos de los hombres apenas levantaban la vista cuando pasaba, lo que da una idea de lo profundamente inmersos que estaban en sus pensamientos. Whitmore se imaginó a George Washington caminando entre las tropas, heladas y hambrientas, en Valley Forge, analizando en silencio su moral y su deseo de entrar en batalla. Llegó hasta un hombre que estaba sentado con las piernas cruzadas y que parecía estar hablando consigo mismo. Cuando lo observó más de cerca, se dio cuenta de que estaba rezando, dirigiendo unas rápidas e incomprensibles palabras a las alturas, consciente de que ya no quedaba mucho tiempo. Al doblar la esquina siguiente, se encontró con un joven musculoso que sólo llevaba unos vaqueros. Sollozaba incontroladamente. Tenía una hilera de fotografías colocadas en el suelo. Mientras se enjugaba las lágrimas, iba poniéndolas una a una en uno de los lados de su avión, un viejo Mustang P-51. Whitmore se dio cuenta de que eran fotos de sus seres queridos, a los que había perdido en las explosiones. El dolor de aquel hombre era contagioso y mientras Whitmore lo observaba, no pudo evitar el recuerdo de la mano sin vida de Marilyn entre las suyas. De repente, sintió que la mano de Grey lo cogía del brazo y lo apartaba de allí. Sin darse cuenta, Whitmore también había empezado a llorar. Desde un punto de vista militar, los nuevos reclutas constituían un penoso espectáculo. Un hombre de sesenta años con el ceño fruncido estaba sentado en la cabina de un Mig estudiando un manual de vuelo que era un tocho mal traducido del ruso. Whitmore intercambió unas palabras con él y averiguó que no había pilotado un avión desde la guerra de Corea. A pesar de eso, era el piloto más experimentado de su grupo. La mayoría no había volado nunca. Unos cuantos estaban sobre las alas y el fuselaje de un avión mientras un instructor de vuelo sentado en la cabina les daba un cursillo acelerado sobre cómo mantener un avión en el aire. Su tarea durante la batalla sería pilotar los aviones para los cuales la base no tenía municiones. Servirían de señuelos para entretener a los alienígenas mientras los pilotos experimentados atacasen la nave más grande. Whitmore interrumpió la sesión de instrucción por un momento para felicitar a esos hombres y mujeres condenados a morir, y luego continuó su camino. Finalmente, llegó a la parte frontal del hangar y a la hilera de los F-15. Whitmore los conocía muy bien. Había hecho muchas horas de vuelo en ese avión de reacción antes de ser ascendido y pilotar Stealths. Se sorprendió al encontrar entre los elegidos para pilotar esa compleja arma de guerra al capitán del Air Force One, el capitán Birnham. Más sorprendente fue el hecho de que Birnham estuviera escuchando con atención a un hombre delgado como un palillo y con una poblada barba que se llamaba Pig, mientras éste le explicaba algunas características del avión. Pig tenía una moto que montaba con su banda, una especie de Ángeles del Infierno, cada fin de semana. Llevaba unos pantalones de cuero negro, una cazadora con su nombre en letras góticas encima de un dibujo obsceno y un pañuelo atado alrededor de su cabello pelirrojo y despeinado. Whitmore se unió a la conversación y se enteró de que el motero había sido mecánico jefe de la Marina durante años en San Diego. Whitmore evitó preguntarle cómo había aprendido a pilotar un F-15, seguro de que no le gustaría la respuesta. Muchos de los inquietos pilotos habían seguido a Whitmore y a Grey hasta las puertas principales y la noticia de su presencia se había extendido por todo el campamento. Las luces de las tiendas de campaña y de los vehículos se encendieron a medida que los civiles desplazados salían al exterior. El presidente subió a la parte trasera del jeep con los altavoces, golpeó el micrófono un par de veces y empezó a hablar. —Buenos días —dijo con tono dubitativo. Todos los que estaban dentro del hangar se apresuraron a salir desde detrás de sus aviones para reunirse al aire libre, cerca de la hilera de F-15. Whitmore dirigió la vista al cielo para comprobar las primeras señales del amanecer y luego contempló a los somnolientos refugiados mientras se dirigían a las puertas del hangar. Durante un instante, se quedó observando los rostros expectantes de su público y sin saber qué decir. Luego, a pesar de su desorientación, comenzó. —De aquí a menos de una hora, más de cien de vosotros volaréis hacia el norte para enfrentaros con un enemigo más poderoso que cualquier otro que el mundo haya conocido. Mientras lo hagáis, otros pilotos del mundo entero se unirán a vosotros lanzando ataques similares contra las otras treinta y cinco naves que atacan el planeta. La batalla de la que vais a formar parte será el mayor combate aéreo de la historia de la humanidad. —Hizo una pausa para considerar esa idea—. De la humanidad —repitió dejando que la palabra quedase suspendida en el aire—. Esa palabra cobra un nuevo significado para todos el día de hoy. Si algo bueno ha resultado de este brutal y no provocado ataque a nuestro planeta ha sido el reconocimiento de lo mucho que tenemos en común todos los seres humanos. Nos ha dado una nueva perspectiva de lo que significa compartir este mundo. Nos ha enseñado la insignificancia de nuestras diferencias y nos ha recordado nuestros esenciales intereses comunes. El ataque ha cambiado el curso de la historia y ha dado una nueva definición a lo que significa ser humano. De aquí en adelante, será imposible olvidar lo importante que es la relación entre las diferentes razas y naciones.
 A medida que hablaba, Whitmore se iba sintiendo menos incómodo. Sabía lo que se tenía que decir y empezó a fiarse de su instinto. Parecía que las palabras tuvieran vida propia. —Creo que es algo irónico que hoy sea el Cuatro de Julio, la conmemoración de la independencia de Estados Unidos. Quizá sea el destino el que ha hecho que, de nuevo, esta fecha marque el inicio de una gran batalla por la libertad. Pero esta vez, lucharemos por algo incluso más básico que el derecho a verse libre de la tiranía, la persecución o la opresión. Vamos a luchar contra un enemigo que no estará satisfecho sino con la aniquilación total. Esta vez vamos a luchar por nuestro derecho a la vida, por nuestra propia existencia. Su voz se fue elevando a medida que las palabras iban cobrando fuerza. —De aquí a una hora, nos enfrentaremos a un adversario desconocido y mortífero, al ejército más poderoso al que se ha enfrentado el género humano. No os voy a hacer falsas promesas. No puedo ofrecer ninguna garantía de que venceremos, pero si alguna vez ha habido una batalla en la que valga la pena participar, es ésta. Y cuando os miro, me doy cuenta de lo afortunado que soy por estar aquí, en este momento crítico, rodeado de personas como vosotros. Sois patriotas en el sentido más auténtico del término: personas que aman su hogar y están dispuestas a entregar sus conocimientos, sus habilidades e incluso sus vidas para defenderlo. Considero un honor luchar junto a vosotros, elevar mi voz junto a las vuestras y afirmar, tanto si vencemos como si somos derrotados, ¡no nos quedaremos de brazos cruzados! No nos rendiremos sin luchar, presentaremos batalla por lo que nos pertenece por derecho y llevaremos la cabeza bien alta hasta el final. Y si vencemos —dijo con una sonrisa—, si de algún modo cumplimos con esta tarea que parece imposible, será la victoria más gloriosa que se pueda imaginar. El Cuatro de Julio ya no será conocido sólo como una celebración de EE.UU., sino también como el día en que todas las naciones de la Tierra lucharon hombro con hombro y gritaron: ¡No vamos a someternos y a morir! ¡Continuaremos! ¡Sobreviviremos! ¡Hoy —tronó—, celebramos nuestro Día de la Independencia! Whitmore se separó del micro mientras se levantaba un tremendo clamor de aprobación de la multitud. Profundamente conmovidos por sus palabras, los hombres y mujeres que lo rodeaban olvidaron sus temores y le aclamaron, sintiéndose preparados para luchar. Habrían seguido a su líder a cualquier parte. Mientras continuaban los aplausos y las aclamaciones, Whitmore bajó del jeep de un salto y se dirigió a la fila de los F-15. Grey vio que intercambiaba unas palabras con el mayor Mitchell y con el piloto del Air Force One, Birnham. El general había advertido, con desaprobación, el cambio del vosotros al nosotros en mitad del discurso. Cuando vio que Birnham le entregaba su cazadora y su casco al comandante en jefe, Grey comenzó a abrirse paso entre la multitud. —Tom Whitmore —dijo Grey con voz áspera asumiendo el papel de profesor enfadado—, ¿qué demonios se supone que estás haciendo? Whitmore ya estaba vestido y estaba esperando uno de los cazas. —Soy piloto, Will. Pertenezco a las Fuerzas Aéreas —le explicó sonriendo a su viejo amigo—. No voy a pedir a esta gente que asuma riesgos que yo no estoy dispuesto a correr —añadió mientras se ponía el casco. —Piensa en lo que supondrá para la gente enterarse de que el presidente de los Estados Unidos ha sido abatido. —Will, creo que ésta es nuestra última oportunidad. Si no vuelvo, no creo que mañana importe si hay o no presidente. Grey quería darle argumentos, pero se dio cuenta de que estaba decidido a hacerlo. Apeló al agente del Servicio Secreto, pero éste se limitó a encogerse de hombros y a hacer un movimiento de cabeza. Oficialmente no apoyaba lo que estaba haciendo el presidente, pero lo admiraba por ello. Cuando Grey se volvió, Whitmore ya estaba en la cabina enfrascado en una conversación con el hombre que llevaba escrito PIG en la cazadora. Indignado, Grey se marchó para ocupar su puesto en la sala del alto mando. Durante los últimos y frenéticos minutos antes del despegue, el personal técnico comprobó una y otra vez el equipo. Habían puesto una docena de trozos de papel, cada uno colgado de un sitio diferente del cuadro de instrumentos, con diagramas del funcionamiento dibujados en cada uno de ellos. Junto a la nave, todos los que estaban allí buscaban una forma adecuada para despedirse. Nadie lo expresó en voz alta, pero todos pensaban en lo mismo: que Steve y David tenían una oportunidad entre un millón de conseguirlo. Probablemente morirían y eso hacía la despedida más difícil, más definitiva. —Cuando vuelva, encenderemos el resto de los fuegos artificiales —le decía Steve a Dylan. Jasmine desvió la mirada y trató de sonreír. Lo rodeó con sus brazos y le susurró algo que le dejó una aturdida sonrisa en el rostro. Cuando terminó, le dio un beso en la mejilla, cogió a Dylan y subió las escaleras de la plataforma de observación. Se oyó una voz que retumbaba por los altavoces. —Un minuto para el despegue. Despejen la zona. —Psss. David, aquí. Era Julius. Llevaba algo escondido bajo la chaqueta, algo que no quería que vieran los demás. Llevó a su hijo a un rincón y, comprobando que nadie los veía, se abrió la chaqueta. —Toma esto. Por si acaso. Había cogido un par de bolsas para el mareo con el sello presidencial y se las había colocado en el cinturón. Eran un recuerdo de su viaje a bordo del Air Force One. David sonrió cuando vio el regalo que le daba su padre. —Eres el mejor, papá. Yo también tengo algo para ti. —Rebuscó dentro del maletín de su ordenador e inmediatamente sacó un yarmulke y una pequeña Biblia encuadernada en piel. En el rostro de Julius se dibujó una expresión de asombro. Una Biblia era lo último que hubiera esperado que David llevara encima—. Por si acaso —susurró el muchacho inclinándose hacia su padre. Julius le miró de arriba abajo. —Quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti, hijo. —Aquellas palabras significaban para David mucho más de lo que su padre creía. Julius se hizo a un lado para que su hijo pudiera despedirse de una última persona. Connie esbozaba una sonrisa temblorosa, como una hoja a merced del viento. Temía romper a llorar en cualquier momento. Ella y David tenían tantas cosas pendientes, quedaba tanto por decir. Ahora, parecía que volvían a perderse mutuamente, esta vez para siempre. Los dos se sintieron incapaces de articular una sola palabra. Sin embargo, una mirada entre ellos, llena de aceptación y amor mutuos, borró todo el dolor en un instante. —Ten cuidado. —Eso fue todo lo que Connie pudo balbucear. David dio media vuelta y empezó a subir la escalera, junto con Steve. —No, no, no. Todavía no podemos marcharnos. —Steve, muy nervioso, comenzó a rebuscar en los bolsillos de su uniforme. Había perdido algo. »Puros. Tengo que encontrar algunos puros habanos. Steve estaba a punto de salir corriendo. No era excesivamente supersticioso, pero sabía que algo malo iba a ocurrir sin el puro de la victoria esperándole a la vuelta. Julius le agarró por el brazo. —Aquí tienes. Suerte. —Los había sacado de los bolsillos de su chaqueta. —Me has salvado la vida —le respondió Steve. Julius deseó que aquellas palabras se hicieran realidad. Unos segundos después, Steve empezó a subir enérgicamente las escaleras hacia el reconstruido avión de ataque extraterrestre. David le siguió, con una nerviosa y última sonrisa en su rostro.
 Connie se reunió con Jasmine y los demás detrás de los cristales de la cabina de observación. Era un cuarto pequeño que había sido diseñado hacía mucho tiempo para controlar la seguridad y demás funciones. Estaba ubicado dentro del enorme espacio que acogía la nave de ataque. Los equipos de los que disponía no habían sido utilizados desde su instalación, a finales de los años cincuenta, y no inspiraban mucha confianza. La mayoría había sido fabricada a medida. Las bandas de cinta adhesiva que etiquetaban los paneles de control se estaban despegando. Al retirar las fundas que los protegían del polvo, dos de ellos se desprendieron y cayeron al suelo. Por fortuna, el responsable técnico, Mitch, era capaz de deducir el funcionamiento de aquellos dispositivos. Presionó un par de botones e inmediatamente toda la habitación comenzó a temblar. Un antiguo motor eléctrico empezó a traquetear e hizo que una parte del techo de hormigón comenzara a abrirse. Presionó otro y abrió una salida para la nave. El agujero conducía a un pozo gigantesco e inclinado con salida al exterior. Aquel túnel tenía unos treinta metros de anchura, lo que hacía que Steve dispusiera de un estrecho margen a ambos lados, puesto que la nave medía unos veinte aproximadamente. Obviamente, los arquitectos de aquel pozo nunca hubieran podido imaginar que la nave tendría que cargar una bomba nuclear en su casco. En cuanto se confirmó por la emisora que las compuertas se habían abierto, Mitch informó a Steve y le dio permiso para proceder al despegue. El piloto dio la señal para que se desprendieran las gigantescas abrazaderas que sujetaban el avión. —Esto es importante —anunció Steve, esperando atraer la dispersa atención de David. Alargó la mano a través del pasillo y le ofreció uno de los puros—. Guárdate esto para celebrar la vuelta a casa. Será nuestro puro de la victoria. Pero no lo podremos encender hasta que no acabe el espectáculo. —Cuando se inclinó para acercarse, se percató de que David había preparado las bolsas de mareo y las tenía encima de sus piernas. —Tengo que confesarte algo —le dijo David mientras se abrochaba el cinturón—. En realidad, no soy ningún héroe a bordo. Mientras hablaba, las abrazaderas se desprendieron de ambos lados de la nave. Chocaron contra el suelo con tal estrépito que incluso se oyó desde el interior. El artefacto se elevó en el aire, temblando ligeramente, hasta que se estabilizó a unos cuatro metros de altura, con aspecto de roca enorme. En el cuadro de instrumentos se movieron un par de palancas blancas hasta alcanzar la posición idónea frente al asiento del piloto. —Me encanta este avión. Es alucinante, ¿verdad? —dijo Steve. —Creo que sería mucho más alucinante llegar enteros al exterior —respondió David esforzándose por sonreír. Estaba pensando en el explosivo ubicado prácticamente debajo de su asiento. Siguiendo las instrucciones impresas en la cinta de un conducto, Steve elevó la nave gradualmente hasta situarse frente a la salida. Los dedos de David dejaban marca en los reposabrazos de su asiento. Sin embargo, Steve estaba eufórico. —¿Estás listo? De acuerdo, ¡vamonos! Steve dirigió la nave hasta la entrada del túnel y tiró de la palanca de control. La máquina respondió, pero no de la forma que habían previsto. Se desplazó hacia atrás, como un rayo, cruzando la cámara hasta chocar contra la pared. Afortunadamente, la fibra dé vidrio de los conductos del aire acondicionado evitó que se estrellara. —¡Upa! David, que acababa de sufrir un infarto imaginario, se quedó sin aliento. —¿Upa? —gruñó—. ¿Puedes llamar a esto simplemente «upa»? Steve se inclinó hacia delante y despegó un trozo de la cinta adhesiva de la consola. Lo doblegó haciéndolo girar y después volvió a pegarlo. —Intentémoslo de nuevo. —Dio un suave empujón con el codo al mando de control, llevándolo hacia delante. El avión salió disparado hasta llegar a la boca del túnel. Sabía que su suerte había quedado perjudicada con aquel primer incidente. Se aseguró de ir muy lentamente, rozando el techo y dejando suficiente espacio para la cabeza de combate que transportaban en la parte inferior de la nave. En cuanto salieron del túnel, Steve inclinó con fuerza los mandos. Salieron al exterior en un ángulo abrupto, emitiendo el sonido característico de los aviones a alta velocidad. Volaron hacia el cielo nocturno y pudieron contemplar el despuntar del alba en el horizonte. Poco después de dejar atrás la compuerta, empezaron a dar vueltas en forma de espiral. Se enderezaron e inmediatamente volvieron a girar haciendo rizos en el cielo. —Uaaaaaaa —gritó David, gorgoteando y gimiendo al mismo tiempo—. ¿Qué ocurre, Steve? ¿Qué está fallando? —Todo funciona perfectamente —le aseguró Steve, pilotando de nuevo con normalidad—. Estoy disfrutando de esta maravilla de nave. Tendré que conseguirme una igual. —Oye, por favor, no continúes pilotando de esta manera. No puedo más. Lo digo en serio. Steve respondió iniciando otra serie de maniobras de vuelo acrobático.
 El presidente siguió el despegue de la nave de ataque desde la cabina de su F-15. En la pista de aterrizaje se había dispuesto un grupo de cuarenta aviones. Desde ella, se veía cómo el cielo cambiaba de color de púrpura a rosa. Los pilotos tenían las cabinas descubiertas y estaban atentos a las emisoras. Cuando la nave de ataque de Steve y David salió disparada hacia el cielo, parecía una mancha oscura, un objeto volador no identificado desapareciendo a una velocidad vertiginosa hacia la oscuridad. Era un tanto decepcionante, una sombra apenas visible en la fina línea coloreada que despuntaba por el este. Una vez finalizado el espectáculo, Whitmore se acomodó en su cabina. Conectó con la sala del alto mando a través de la emisora y al mismo tiempo se colocó su casco y cerró la cubierta corrediza. —Grey, ¿me oyes? —Recibido, Águila Uno, alto y claro. Un momento, señor. —La tensión que dejaba entrever la voz de Grey indicó a los pilotos que algo no marchaba correctamente. Un minuto después, el general volvió con malas noticias—. Aguila Uno, nuestro objetivo principal ha variado su rumbo. Podemos observarlo en el radar. —¿Hacia dónde se dirige? —El presidente supuso que estaba alejándose de su alcance y que todas las instrucciones que él había ordenado estaban a punto de ser en vano. —Creo que nuestras intenciones han sido descubiertas. La nave nodriza se está desplazando de este a oeste. Y viaja a mucha velocidad. Se dirigen directamente hacia nosotros, señor. El tiempo estimado de llegada es de treinta y dos minutos. El plan de Whitmore era lanzar su recién organizado escuadrón y brindarle la oportunidad de realizar algunas prácticas. Aquella parte del plan tuvo que ser anulada. Era consciente de que los otros pilotos estaban escuchando, así que intentó destacar la parte positiva de la situación. —Esto significa que tendremos la ventaja de estar en terreno propio. Despeguemos y marquemos nuestro territorio. Acto seguido, conectó el canal privado que Grey había previsto especialmente para él. —¿Me escucha? —Adelante, Águila Uno. —Pida refuerzos. Consiga tanta ayuda como pueda. La necesitaremos. David estaba hundido contra el respaldo de su asiento. Sus ojos parecían un par de esferas desorbitadas. Emitía una serie de sonidos que daban la sensación de que estuviera cantando solo. De no ser así, estaba a punto de vomitar las galletas que había ingerido. Finalmente, Steve se apiadó de su pasajero y enderezó definitivamente la nave. Era un artefacto impresionante, rápido como un rayo e increíblemente fácil de maniobrar. Realizó un giro de noventa grados con toda perfección. Parecía tener algún tipo de giroscopio introducido en su sistema, ya que era capaz de llevar a cabo cualquier tipo de maniobra con una estabilidad impecable, sin importar el grado de imprudencia que conllevara. —¿Sigues conmigo? David hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Estaba totalmente pálido. Cuando la nave abandonó la atmósfera terrestre, el azul del cielo se transformó en violeta. Después cambió a negro. El piloto se quedó boquiabierto, no daba crédito a sus ojos. Acto seguido, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa de oreja a oreja. Al dejar atrás las últimas capas de la atmósfera, el avión aceleró repentinamente. Fue como si lo hubieran liberado. Ahí arriba, en la noche perenne iluminada por el Sol eternamente cegador, la nave se sumergió profundamente en un velo de estrellas que les envolvió por completo. Para Steve, fue como un maravilloso sueño infantil finalmente hecho realidad. —He esperado esto mucho tiempo. En silencio, continuaron elevándose a gran velocidad. Podían contemplar el Sol a un lado y la Luna al otro. Sentían que iban dejando atrás el espacio en busca del infinito. Por un momento, Steve olvidó a qué habían venido. David estaba librando una batalla con los ácidos de su estómago que se revolvían incesantemente. No apartaba la mirada de los monitores de respiración asistida que había instalados en el suelo. Vio algo que le confirmó que estaba perdiendo el conocimiento: los monitores estaban sujetos con unas gruesas bandas de nailon muy resistente, igual que las de los cinturones de seguridad. De repente, una de ellas pareció cobrar vida, alzándose en el aire como un tentáculo. —¿Lo sientes? ¡Gravedad cero! ¡Ya hemos llegado! Steve ya había vivido algunas experiencias con la ingravidez. En una ocasión, se hizo con una invitación para volar en el compartimiento de cargas de un B-52 que dibujaba parábolas en el cielo. Cuando el avión llegó al límite de su ascensión empezó a caer en un ángulo cuidadosamente calculado, produciendo una simulación de gravedad cero que permitía que los pasajeros flotaran en el aire durante dos o tres minutos seguidos. Para Steve, aquello suponía el recuerdo agradable de una vivencia que le resultaba familiar. David no compartía su opinión. Si antes ya había imaginado su desayuno subiendo lentamente por su esófago, ahora lo notaba perfectamente. —Claro —balbució—, ingravidez. Tenía que haberlo imaginado. David se giró para observar la Luna a través de la ventana. Desde el ángulo en que estaba situado, parecía casi llena. Sin embargo, desde la Tierra, acababa de entrar en la fase del cuarto creciente. Estaba contemplando lo que muy pocos humanos habían visto con sus propios ojos: el lado oscuro de la Luna. Pero lo que verdaderamente llamó su atención fue algo que ningún humano había visto jamás: un orbe negro, al acecho en la distancia, del tamaño de una cuarta parte de la Luna. La nave nodriza, con su lisa superficie iluminada por el Sol, centelleaba malévolamente. Un par de dientes monstruosos colgaban de lo que parecía ser la parte inferior, como dos colmillos hambrientos suspendidos en el espacio. —Ahí está—dijo David recuperándose—. Dirígete hacia ella. Steve hizo exactamente eso. Habían pasado menos de cinco minutos desde el momento en que salieron de la atmósfera terrestre e incluso menos tiempo desde que dejaran de sentir su gravedad. No tenían ningún punto de referencia ni velocímetro que pudiese informarles de que habían estado acelerando ininterrumpidamente. Steve encaminó la nave hacia su objetivo con sólo mover un dedo. Ambos se quedaron impresionados por la increíble velocidad con la que fueron transportados en dirección a la Luna. En el recuadro de sus ventanas, el tamaño del satélite lunar aumentó hasta tal punto que a David le pareció que estaban acercándose demasiado. —Sabes cómo reducir la velocidad de este cacharro, ¿verdad? —preguntó con indiferencia, para no molestar a su compañero. —Vaya —respondió Steve, repentinamente preocupado. —¿Vaya? Eso no suena muy alentador —continuó David. Se encontraban a tan poca distancia que podía estudiar los cráteres del satélite—. ¿Qué sucede? —Está ocurriendo algo. La nave no responde. David miró en su ordenador portátil. Desde que las abrazaderas dejaron de sujetar la nave, era la primera vez que David parecía estremecerse por estar a bordo. —¡Lo sabía! —Miró a Steve—. Bueno, al menos lo pensé. De la forma en que describiste la nave nodriza, supe que debía de haber algún mecanismo de control aéreo dirigiendo el vuelo por ordenador. Nos están llevando hacia ellos. David siguió tecleando en el ordenador. —¿Y cuándo pensabas decírmelo? —preguntó Steve, un tanto ofendido. —¡Upa! —Fue la respuesta de David, mirando a través de la cabina. —Tenemos visión. Mucho antes de que el destructor de ciudades estuviera al alcance del radar del Área 51, su enorme armazón de veinticuatro kilómetros de anchura se veía cruzando el horizonte. El presidente y los treinta F-15 habían ascendido hasta una altura de diez mil metros, muy por encima de la nave de guerra que se estaba acercando y los pilotos no profesionales. Éstos tenían problemas para mantener sus formaciones. Whitmore tenía a su lado tres pilotos civiles que nunca habían volado anteriormente en un avión de guerra. No obstante, se desenvolvían notablemente bien. El presidente los tenía practicando con los aparatos de vigilancia. En esos viejos aviones, la PANTALLA DE SEGUIMIENTO no ofrecía un gran campo de visión de la batalla y la imagen no se correspondía con los sueños de cualquier piloto. Estas funciones ya se encontraban estandarizadas en los últimos modelos. Para localizar al enemigo, el equipo de Whitmore, denominado «Escuadrón de las Águilas», debería confiar en los técnicos de la sala del alto mando y en un montón de equipos de vigilancia anticuados. —Principalmente, muchachos, vamos a mantener los ojos bien abiertos —anunció Whitmore—. ¿Habéis oído algo de la entrega? —preguntó a Grey. —Negativo. —Whitmore casi podía ver su ceño fruncido a través de la emisora—. No iniciéis el ataque hasta que se haya confirmado la entrega del paquete. —¡Recibido! —Se oyeron por la emisora, al menos, una docena de voces. Los pilotos habían escuchado la orden. —¡Y mantengan esta maldita frecuencia libre! —gritó Grey. Se volvió y observó la pantalla del radar. Se organizaron en cuatro grupos principales para evitar la colisión entre ellos. Daban vueltas por el desierto. Grey los veía dibujando círculos en la pantalla. —Esta maldita operación es la cosa más estúpida que he visto jamás —dijo, dirigiéndose a Connie y al mayor Mitchell con expresión de profundo disgusto. —¿Qué ocurrirá si la nave nodriza llega aquí antes de que David pueda introducir el virus? —preguntó Connie apartando al mayor. Esa cuestión la tenía preocupada. Mitchell estaba concentrado, coordinando su parte de la batalla. Pensó que Connie estaba adelantando acontecimientos y que empezaba a preocuparse por su propia vida. No había tiempo para eso. —Estamos a muchos metros de profundidad. Esto nos dará una cierta protección. —No estoy preocupada por mí, sino por toda la gente que está ahí fuera. —Connie le había comprendido perfectamente. Mitchell recordó lo que había sucedido en el NORAD y sabía que, en comparación, los sistemas de defensa del Área 51 eran débiles. Si la nave nodriza abría fuego contra ellos, sería indiferente estar en el exterior o en los laboratorios. Todos morirían. Posiblemente, trasladar a la gente bajo tierra suponía una posibilidad ligeramente mayor de sobrevivir. Cesó a uno de sus hombres de su puesto de localización y le nombró supervisor. Sin pronunciar una palabra, cogió a Connie del brazo y ambos salieron apresuradamente de la sala.
 La nave nodriza era del tamaño de un pequeño planeta perfectamente dividido por su ecuador. Su media cúpula reluciente estaba protegida por un armazón de aspecto liso, a excepción de las zonas por donde parecía haber sido cortada en rojizas fracciones alargadas. En la parte inferior se intercalaban una especie de proyecciones protuberantes de unos veinticuatro kilómetros de diámetro. Eran las cúpulas de los destructores de ciudades exactamente iguales a los que estaban atacando la Tierra. Como mínimo, había cien unidades todavía sujetas a la nave nodriza como sanguijuelas. Treinta y seis anillos vacíos mostraban el lugar donde habían estado acopladas las gigantescas unidades que habían tomado rumbo hacia la Tierra. Colgando espectacularmente de un lado de la nave, se observaba un par de proyecciones con aspecto de colmillos. De un blanco lustroso y al menos ciento cincuenta kilómetros de altura, estas enigmáticas estructuras se arqueaban en el espacio como un conjunto de colmillos de cobra de dimensiones impresionantes. La nave pilotada por Steve y David fue atraída hacia una de las oscuras secciones dentadas del armazón de acero azul. Estas cubrían el noventa por ciento del exterior de la nave nodriza. Se fueron aproximando gradualmente. Cuando se encontraban a poca distancia, la visibilidad fue anulándose hasta que Steve y David no pudieron apreciar absolutamente nada, excepto la oscura superficie de aquel enorme artefacto directamente sobre ellos. A diferencia del aspecto que ofrecía a miles de kilómetros de distancia, la nave resultó ser sorprendentemente primitiva. Debajo del fino armazón azul, la superficie estaba compuesta de un material ondulado como un desierto de dunas, como kilómetros de estériles piedras neolíticas. Entre dos densas paredes, había un inmenso portal triangular. Ésa era una de las imágenes que no había sido detectada por los satélites de reconocimiento terrestres. Una pálida luz azul se filtraba hacia el interior de la nave. Cuando David y Steve se acercaron a la entrada del túnel de tres costados, se percataron de que docenas de aviones de ataque iguales al suyo estaban allí aparcados. Éstos, de un tamaño microscópico en comparación al megalito de atrás, entraban y salían con la misma suavidad que se monta una ola de un océano imaginario. El interior de aquel túnel oscuro les sumergió en un ambiente radicalmente diferente. Las paredes y el techo estaban cubiertos con capas de baldosas de un material semejante a la cerámica. A medida que avanzaban, éstas se iban tornando de un color marrón semejante al del óxido. A intervalos, las paredes emitían pequeños haces de luz de una definición tan compacta como si fueran columnas. Al pasar por medio de uno de ellos, se sintieron como si estuviesen atravesando linternas holográficas. Aquella imagen artificial no podía provenir de una fuente de luz natural. No obstante, ofrecían iluminación suficiente para permitirles ver dónde se estaban desplazando. Los muros de plomo se prolongaban en forma de V. Estaban conectados por una serie de estructuras que zigzagueaban a lo largo del túnel. Daba la sensación de que aquellos soportes habían crecido desmesuradamente albergando bultos orgánicos irregulares. Éstos parecían percebes incrustados en los troncos alargados de un galeón hundido. Desde unas minúsculas ventanas ubicadas en esta especie de cables, se filtraba una luz que revelaba la posible existencia de vida en su interior. Avanzaban a más de quinientos kilómetros por hora, pero las enormes dimensiones de aquel pasillo de acceso y sus estructuras les daban la impresión de desplazarse suavemente arrastrados por una corriente subacuática. El túnel llegó a su fin y la pequeña aeronave alcanzó la fuente de luz de color azul pálido. Se introdujeron en la cámara central de la nave nodriza. Fue como estar nadando por una espesa agua azul de densidad nebulosa. Durante unos instantes, ni Steve ni David pudieron ver nada. Cuando vislumbraron la primera torre, se dieron cuenta de que la atmósfera les limitaba la visibilidad hasta una distancia aproximada de treinta kilómetros. Aquellas torres eran estructuras protuberantes que se elevaban en medio de la niebla como infinitos fragmentos de cuerdas con gruesos nudos. Se asemejaban a velas de cera que hubieran estado goteando durante años hasta convertirse en una especie de montón en forma de aguja. En su exterior se distinguían claramente unos caminos, rutas de acceso quizá, donde se llevaban a cabo las reparaciones. La vertiginosa altura de esas construcciones hizo que los humanos se sintieran como pececillos deambulando por un tanque de tiburones. A medida que fueron aproximándose, distinguieron algo todavía más extraño. Era como la punta de un tornillo colgante. Estaba ubicado encima de una plataforma circular. Esta parte llana y redonda tenía cerca de unos ochenta kilómetros de diámetro y sus lados eran notablemente escarpados. Finalmente, fueron atraídos hasta una zona donde se enfrentaron a una horrible imagen de cientos de alienígenas que marchaban en falanges hacia los bordes de la plataforma. Aquella zona era una especie de área de revista de tropas. Las criaturas parecían estar subiendo a bordo de largas aeronaves. Un escudo de energía invisible les protegía del vacío del espacio. —¿Qué demonios es esto? —preguntó David con repulsión. —Parece que están preparando la invasión—respondió Steve, con la voz entrecortada. Por primera vez, en mucho tiempo, sintió miedo. Su avión de ataque se elevaba cada vez más hacia la gigantesca estructura que colgaba directamente encima de aquella área, el lugar parecido al extremo de un tornillo. Como la cumbre de una montaña invertida, esta estructura se extendía desde una punta aguda hasta una enorme base. Estaba compuesta por diversos pisos. En cada uno de ellos había numerosas ventanas por donde se filtraba una fuente de luz más brillante. Cada una de ellas, con sus potentes haces extendiéndose hasta una corta distancia de la cámara central, acogía dos o tres unidades de ataque. Era su punto de atracada principal y el centro neurálgico de toda la civilización extraterrestre. David descubrió que, tal y como Okun había predicho, las naves de ataque se conectaban con la nave nodriza a través de una serie de abrazaderas que cubrían la rígida aleta que coronaba cada nave. Las terminales del circuito acababan en un conector del tamaño de un dedo, que permitía que las naves pequeñas se conectaran directamente al sistema informático de órdenes de la nodriza. Colgando de la pared, junto a cada una de las innumerables ventanas de la torre cónica, había un tubo flexible. Cuando se acercaron los humanos vieron que los tubos estaban hechos de un material transparente que parecía un intestino más que cualquier otra cosa. Al parecer, podían estirarse, separarse de la pared y conectarse a la parte inferior de la nave, formando una especie de corredor que sellaba la escotilla para proteger a los pilotos que entraran en la torre de la presión del vacío. —Esto no va a funcionar —dijo Steve, señalando la gran ventana a la que se acercaban—. Nos verán antes de que podamos hacer nada. Efectivamente, a través de las grandes ventanas se veían varias de aquellas criaturas en una sala bien iluminada que parecía ser un centro de control. La distancia que los separaba de allí disminuía rápidamente. —No te preocupes —le tranquilizó David—. Esta nave viene completamente equipada: asientos reclinables, osciloscopio AM/FM y... —Apretó un botón de la consola—, ¡ventanas protectoras! Al instante, se empezaron a levantar una serie de enormes escudos protectores frente a las ventanas, impidiendo la visión desde fuera, pero también limitando la visibilidad desde el interior de la nave. Tras unos treinta metros volando a ciegas, notaron que la nave aterrizaba bruscamente, y oyeron las potentes abrazaderas cerrándose sobre la aleta superior. La única luz en la claustrofóbica cabina aparte de las lucecillas del cuadro de instrumentos era la que brillaba con un verde enfermizo desde la pantalla del ordenador portátil de David. —Esto se está poniendo un poco tenebroso —susurró Steve. David no le oía. Estaba demasiado concentrado, mirando los cambios que se producían en la pantalla de su ordenador. En el momento en que las abrazaderas se conectaron, los movimientos en la pantalla, que mostraban la posición del escudo protector, cambiaron de dirección. Eso indicaba que estaban conectados a la fuente. Cambió a otra pantalla, que mostró las palabras «Negociando con la central». Contuvo la respiración mientras el programa analizador de señal escogía entre billones de posibilidades. Entonces, mucho antes de lo que él esperaba, la máquina hizo un sonido y mostró un nuevo mensaje: «Conectando con la central.» —¡Estamos dentro! ¡No me lo puedo creer, pero estamos dentro! —¡Bien! ¿Ahora qué? —A Steve no le hacía ninguna gracia quedarse sentado en aquel cubículo fantasmagórico rodeado de un enjambre de extraterrestres. Cuando David volvió a ponerse a trabajar en su ordenador sin responder a su pregunta, el piloto se soltó el cinturón de seguridad y se dirigió hacia la escotilla, preparado para meterle la bota en la boca al primer marciano que asomara la cabeza. —¡Muy bien! —dijo David más para sí que para su compañero—. Estoy introduciendo el virus. Mientras tanto, las luces de una pequeña caja soldada a la parte inferior de su nave empezaron a parpadear con lo que resultaba claramente visible entre las naves que la rodeaban. Un técnico se quitó los auriculares y se levantó de la consola para hablar con el general Grey. —Está introduciendo el virus. La cara de mal humor de Grey desapareció de pronto. No esperaba que ninguna fase de ese chapucero experimento surtiera efecto, y la sorpresa se notaba en su expresión. Entonces, sin perder un instante, destensó otra vez las cejas y la boca y cogió un micrófono. —Águila Uno, ¿me recibís? —Afirmativo —contestó Whitmore—. Alto y claro. —Estamos entregando el paquete. Preparados. Aunque las furiosas reprimendas de Grey habían enseñado a los pilotos novatos a no escuchar conversaciones ajenas por radio, se imaginaba sus gritos de alegría al oír las noticias. Ni siquiera el presidente pudo disimular lo que sentía cuando recibió el mensaje. —Roger —dijo emocionado—, nos preparamos para el ataque.
 En el Área 51 no compartían la emoción. El esfuerzo para evacuar a los refugiados había empezado de un modo organizado. Bajaban en el ascensor que llevaba al complejo científico subterráneo, donde se les alojaba en una gran sala vacía, en grupos de doce. Pero en cuanto la sombra siniestra del destructor de ciudades apareció en el horizonte, el pánico se adueñó del campamento. La gente corría a sus caravanas, en busca de las últimas posesiones que querían llevar consigo, los últimos recuerdos de sus vidas anteriores. Los soldados que organizaban el embarque en los ascensores se vieron arrollados y, con la confusión, se perdieron momentos preciosos. Alicia estaba revolviendo las cosas que tenía en la autocaravana, sin poder decidirse por lo que quería salvar. Ya había enviado a Troy dentro, y le había prometido que enseguida iría. La puerta se abrió de golpe. Philip metió la cabeza dentro. —¡Alicia, vamonos! ¡Se están acercando! —¡Ya lo sé! —gritó ella, cogiendo lo primero que vio, una bolsa de tela llena de ropa sucia. Empezó a dar tumbos contra las paredes intentando arrastrar el pesado bulto hacia la puerta. Philip saltó al interior y cogió la bolsa para que se calmara. —Yo llevaré la bolsa —dijo con voz tranquilizadora—. Esto parece una primera cita algo especial, ¿no? Alicia sonrió y cogió aliento. Philip había conseguido tranquilizarla. —De acuerdo, Romeo. ¿Adonde me llevas? Philip se cargó la bolsa al hombro y salieron a la luz del sol. Sin dejar que Alicia lo viera, echó una mirada al cielo para ver la posición de la nave de guerra. La gente a su alrededor, histérica, corría chocando en todas direcciones, buscando a parientes y apresurándose para que no les cerraran la puerta del hangar. Alicia salió y cogió la mano de Philip con calma. Le gustaba aquel juego, fingiendo que era una tarde de domingo normal y que su pretendiente la había invitado a dar una vuelta. Mientras la confusión crecía a su alrededor, ellos crearon una pequeña isla de serenidad, cruzando la arena hacia el hangar como si estuvieran paseando por la orilla de un río en primavera. Su fantasía acabó de pronto cuando una mano cogió a Alicia por el hombro y le hizo dar la vuelta. Era Miguel, cubierto de sudor de correr por toda la zona. —¿Has visto a Russell? —preguntó, con una mirada de loco—. No lo encuentro por ninguna parte.
 Sin que nadie pudiera ver cómo se acercaba a la base, algo se movió por el cielo. Completamente invisible, a la velocidad de la luz, los radares lo detectaron. Era una señal de radio, decodificada al instante por las máquinas de la sala del alto mando. En la pantalla dedicada a monitorizar el contacto por radio con David y Steve aparecieron las palabras «Descarga completa». —¡Que Dios me castigue! —dijo Grey, admirando el trabajo de Steve y David. Habló por radio—. Águila Uno, aquí base. Se ha completado la entrega. En marcha. —Con mucho gusto, base. Whitmore estaba pilotando la nave guía en la formación de treinta cazas. Cuando llegó la orden dio la señal a los pilotos que tenía a los lados y aceleró. Los otros siguieron su ejemplo, aumentando la velocidad impacientes por empezar a bombardear el destructor de ciudades, rugiendo por encima de otros aviones más lentos. Las puertas de carga de la parte inferior del avión de Whitmore se abrieron y bajó el primero de sus tres misiles avanzados aire-aire de medio alcance. Aún sujetos al avión, el detector láser de la punta computó su vuelo y apuntó al lugar que Whitmore había seleccionado en su PANTALLA DE SEGUIMIENTO. Apretó un botón y el misil salió disparado. Por la radio se oyó la voz de Grey. Estaba siguiendo la pista del misil por el radar. —¡Cruzad los dedos! —¡Venga, chico! —dijo Whitmore, fijando la vista en el misil que se alejaba. A medio kilómetro de la superficie de la inmensa nave, el misil explotó, sin causarle ningún daño, como si lo hubiera hecho en medio de la nada. Los escudos aún estaban activos. —Nada —dijo uno de los pilotos, rompiendo el silencio por radio—. Chocó contra el escudo; ni un rasguño. —Ya está. —Grey había visto lo suficiente—. Águila Uno, vuelvan inmediatamente. Los quiero fuera de ahí lo más rápidamente posible. —¡Negativo! —dijo Whitmore por radio—. ¡Mantengan la formación! Aunque ya se encontraban a menos de tres kilómetros de distancia, el presidente continuó al frente de la escuadra que se acercaba a una colisión directa con uno de los lados de la nave invasora. Sin anunciar lo que hacía, dejó que el segundo de sus misiles aire-aire cruzara el cielo. Apuntó a un blanco no muy lejos de la torre negra del borde de la nave, y luego disparó. El misil salió y, en cuestión de segundos, llegó al lugar donde los otros habían acabado. No pasó nada. Los pilotos perdieron contacto visual con el misil. Pareció que desaparecía, pero no quedaba tiempo para preguntarse dónde podía haber ido a parar, porque los aviones estaban acercándose rápidamente al perímetro mortal del medio kilómetro. Entonces algo les pilló por sorpresa. Una enorme explosión apareció en el lado del destructor. Una gran sección de la nave, del tamaño de un edificio, se rompió como una figura de barro, y estalló en pedazos ardientes que cayeron hacia el suelo. La sala del alto mando estalló en risas descontroladas. Hasta el general Grey, modelo de autocontrol, cerró el puño golpeando al aire, como si lo hiciera contra la mandíbula de un extraterrestre. En los treinta segundos siguientes, los pilotos, eufóricos, inutilizaron la radio a base de gritos y risas, celebrando prematuramente una victoria que todavía no habían conseguido. Cuando se restableció el orden, Whitmore llevó a su escuadra a su posición original mediante un largo rizo, con lo que volvieron a estar a varios kilómetros de la nave, que seguía avanzando. —¡Volvemos al ataque! —anunció—. Los jefes de escuadra, tomen posiciones. Tal y como había planeado, los pilotos más experimentados se situaron en una línea horizontal. Entonces, con calma pero con seguridad, los otros se colocaron detrás de sus jefes, que les llevaron a las posiciones de ataque. Cuando rodearon a la enorme nave, los coordinadores del ataque de la sala del alto mando dieron la voz de ataque. Simultáneamente desde todas las direcciones, los jefes de escuadra descargaron contra el enemigo. Sin saber cómo atacar, los pilotos empezaron a romper filas para «mejorar» sus posiciones, en vez de descender o subir. Disparar sobre un objetivo aéreo, aun cuando fuera de las dimensiones de éste, resultó ser más difícil de lo que parecía a priori, y tres cuartas partes de los misiles erraron su trayectoria. Sólo treinta de ellos, la mayoría de los de medio alcance disparados por los pilotos experimentados, dieron con su objetivo. Algunos de los novatos elevaron sus aviones por encima del destructor, mientras que otros pasaron por debajo. Todos ellos iban hacia el centro, con lo que su mayor preocupación era no chocar de cara unos contra otros. En la confusión, dispararon cientos de Sidewinders, Silkworms y Tomahawks con sistemas de guía térmica. Estos últimos se dirigieron a los aviones que venían en dirección contraria, persiguiéndolos y derribándolos. La batalla aérea degeneró rápidamente en un caos. Pero la verdadera batalla no había empezado aún. Entonces llegó el momento que todos temían. La puerta de la brillante torre negra se abrió y un enjambre de naves de ataque grises invadieron el cielo. Tras elevarse en grupo, salieron disparadas en distintas direcciones para perseguir a los terrícolas.
 —¡Russell! El grito rasgó el aire del desierto entre el ruido de los aviones que lo sobrevolaban. Miguel había llegado al final del aparcamiento del campo de refugiados buscando a su padrastro cuando oyó lo que parecía una bomba sónica. Se giró para ver el destructor de ciudades que se acercaba. Aunque no sabía nada de guerras aéreas, estaba seguro de que la fuerza aérea de emergencia que había despegado momentos antes de la misma pista donde él se encontraba no estaba haciendo un vuelo ejemplar. Girando sobre sí mismos, esquivando otros aviones para no chocar en el último momento, volando demasiado despacio y demasiado cerca del suelo... No le ofrecían demasiadas garantías de poder acabar con el destructor de ciudades. Pero en el momento en que oyó la explosión, supo que uno de los misiles había llegado a su objetivo. En unos segundos, empezaron a dispararse otros misiles. Se hubiera quedado a mirar aquel espectáculo tan extraño como infrecuente, pero tenía que encontrar a Russell antes de que tuviesen la enorme nave encima. Miguel barajaba la idea de que su padre hubiera encontrado un lugar a la sombra donde auto-compadecerse sin que nadie le molestara. Y cabía la posibilidad de que se hubiera llevado una botella para que le hiciese compañía. Probablemente estaba en algún lugar cercano y seguro que en un estado deplorable. A lo mejor había muerto. El chico sabía que debería estar enfadado. Una vez más, la irresponsabilidad de Russell le estaba obligando a proteger a una familia que le costaba llamar suya, pero en vez de enfurecerse, estaba preocupado porque Russell corría peligro de muerte si no lo encontraba y lo llevaba a los laboratorios subterráneos. Su búsqueda terminó cuando las naves de ataque grises aparecieron en el cielo. El instinto le dijo que debía ponerse a cubierto, y corrió todo lo rápido que pudo. Echando una mirada por encima del hombro, vio un destacamento de naves extraterrestres que se separaba del grupo y se dirigía en línea recta al Área 51. Estaban justo detrás de él, y se acercaban rápido. Corrió a toda velocidad a través del campamento al tiempo que los rayos láser acababan con éste. Las caravanas explotaban y saltaban por los aires. Por lo menos un centenar de personas no llegaron al hangar. Se escondieron tras sus vehículos, o corrieron en zigzag por los espacios abiertos que separaban el campamento de las puertas de los hangares. Miguel oyó una serie de explosiones en el suelo tras él y se tiró hacia un lado en el último momento, saltando tras un camión. Las puertas del hangar estaban aún a cuarenta metros, al otro lado de una carretera al descubierto. El suelo estaba lleno de cuerpos. Dentro del hangar, vio a unos soldados y a una mujer vestida de blanco que indicaban a la gente que entraran. La mujer vio a Miguel protegiéndose tras el camión y le hizo señas para que se diera prisa. Tenía el pelo y los ojos oscuros y, por un momento, Miguel pensó que la conocía. Demasiado asustado para pensar, Miguel salió disparado a la zona desprotegida en un intento desesperado. Oía los disparos a su alrededor, pero agachó la cabeza y corrió al límite de sus fuerzas. Saltó por encima de los cadáveres y se concentró en llegar a donde estaba la mujer de la blusa blanca. Lo consiguió. Pasó corriendo a través de las puertas de acero justo a tiempo antes de que los soldados las cerraran. Era el último en entrar. Siguió a la mujer hasta el ascensor, que estaba atestado de gente herida esperando a bajar. Una gran explosión retumbó en la estructura de acero. Las puertas principales habían desaparecido, llevándose a los soldados con ellas. Connie, la mujer de la blusa blanca, apretó con fuerza el botón del interior del ascensor y esperó lo que le pareció una eternidad a que se cerraran las puertas. Se oían disparos láser en el hangar, y justo cuando desapareció la luz entre las puertas que se cerraban, toda la estructura cedió y empezó a derrumbarse.
 Steve puso los motores a su máxima potencia y sacudió el volante tan fuerte que a David le pareció que iba a arrancar las delicadas agarraderas. —¡Prueba otra cosa! —gritó David—. ¡Sácanos de aquí! —¿No ves que lo estoy intentando? ¡No puedo sacarla! ¡Las abrazaderas son muy fuertes! Steve soltó el volante, se puso de pie, y fue a la parte de atrás de la cabina, intentando aclarar las ideas. Cuando volvió, momentos más tarde, David estaba tecleando órdenes en su ordenador portátil, buscando algún tipo de ayuda que los liberara del mecanismo de atracada. Preso de la desesperación, Steve empezó a tocar los conmutadores de los instrumentos cuya función los científicos no habían podido averiguar. Cuando se le agotaron todas las opciones, volvió a su asiento de piloto y se desplomó en él, derrotado. —No me imaginaba que iba a acabar así. Pensaba que sería un combate aéreo salvaje y que iba a capturar a nueve o diez marcianos, ¿sabes? —Lanzó una mirada a David, quien estaba aturdido sólo de pensarlo—. Bueno —prosiguió el piloto—, como mínimo hemos conseguido introducir el virus. —Los dos hombres se llevaron un susto de muerte cuando el escudo recobró vida y bajó desde las ventanas—. ¿Qué estás haciendo? ¡No dejes que nos vean! David levantó los brazos. —Yo no he hecho nada. Están anulando el sistema. Steve dio una patada al suelo y se escondió detrás del cuadro de instrumentos. David, que protegía su ordenador de forma instintiva, se deslizó suavemente por la parte delantera del asiento hasta estar en el suelo. Cuando el escudo hubo bajado completamente, los dos hombres intercambiaron miradas preguntándose qué hacer. —Echa un vistazo. —David señaló hacia las ventanas. —Tú primero —le contestó Steve—. Mira tú. Tú eres el científico curioso. —Yo soy un civil —afirmó David con orgullo—. Yo creo que tu deber como marine es... —Buscó las palabras—, hacer un reconocimiento de las posiciones enemigas. Steve le dedicó una mirada asesina. Miró a los lados, no sin cierta desgana, y subió ligeramente, decidido a no sacar más que un ojo por encima del salpicadero. Como si se tratara de un periscopio, Steve tardó unos segundos en darse cuenta de qué veía. Detrás de lo que a él le pareció un cristal muy grueso dada la forma en que refractaba la luz, vislumbró un grupo de alienígenas cabezones y con grandes ojos mirándole fijamente. —¡Aah! —Cayó al suelo, intentando no ser visto—. ¡Maldita sea! Hay un montón de marcianos ahí fuera. —¿Te han visto? —Sí. —Quiero decir, ¿te han visto de verdad, han tenido tiempo de verte bien? —¡Sí! Hay unos veinte o treinta mirando hacia aquí. —Entonces, Steve —preguntó David tranquilamente—. ¿Por qué nos hemos escondido? Con mucho cuidado, dejó su ordenador a un lado, y respirando hondo, David miró afuera. Era cierto, las criaturas fantasmagóricas lo estaban contemplando fijamente con sus grandes ojos negros. Después de mirar a su alrededor durante un minuto, deshizo su extraña postura y se levantó, sorprendentemente tranquilo. La sala de control que estaba al otro lado del cristal se estaba llenando de más alienígenas. Sabía que pronto entrarían por las tuberías para reconquistar su nave perdida. Miró a Steve con la sonrisa del que se sabe vencido. —Jaque mate.
 Las luces se apagaron lentamente y volvieron a encenderse cuando la energía de otra explosión recorrió los circuitos eléctricos y dio una sacudida a los laboratorios subterráneos del Área 51, como un fuerte terremoto de dos segundos de duración. El ruido casi inaudible de más explosiones a lo lejos recorría la Tierra como un constante rugido y dejaba atemorizadas a las más de mil personas que abarrotaban la sala. —Julius! —Connie vislumbró a su suegro de pie a un lado de la plataforma elevada que atravesaba toda la estancia. Se abrió camino a empujones hasta que consiguió ponerse a su lado. —¡Julius! ¿Te encuentras bien? —¿Yo? Estupendamente. —Se había nombrado guardián provisional de un grupo de niños apartados de sus padres. Connie reconoció a dos de ellos: la hija del presidente, Patricia, y el hijo de Jasmine, Dylan—. Bueno, estamos todos algo asustados por lo del ruido —anunció Julius en voz alta—, pero no nos preocupa demasiado porque sabemos que todo saldrá bien. ¿No es así? —preguntó a los chicos. —Sí —contestaron los niños al unísono. Connie no se lo podía creer. En medio de esta locura colectiva, que podía haber sido una escena de Londres durante el peor bombardeo alemán, el viejo Julius había logrado tranquilizar a unos niños que deberían estar chillando de puro miedo. Más que nunca, estaba convencida de que el hombre poseía algún tipo de magia. Otra explosión sumió la habitación en una oscuridad momentánea e hizo que Connie recordara que no podía detenerse. —Cuídate —dijo, cuando volvió la luz—. Yo tengo que ir a... —Y señaló hacia donde iba. Julius se limitó a inclinar la cabeza y con la mano le dedicó un gesto de despedida casi imperceptible, para no perder de vista a los niños. Él también tenía su trabajo. Mientras Connie se marchaba, él sacó un yarmulke, y se lo colocó en la coronilla. Hizo que los niños se cogieran de las manos y les preguntó si querían oír una canción que seguro, segurísimo, les protegería a todos. Dijeron que sí, y empezó a recitar de memoria una oración de la Tora, cantando en un correctísimo hebreo que habría dejado pasmado a David si lo hubiese oído. Abriendo un ojo, vio que Nimziki lo estaba contemplando a poca distancia. A Julius no le caía bien el hombre, pero estaba claro que se sentía perdido. —Únase a nosotros —le gritó al secretario de Defensa. Nimziki, atemorizado, quería sentarse con alguien, pero se limitó a encogerse de hombros, y le contestó: —No soy judío. —¿Qué más da? —rió Julius—. Nadie es perfecto.
 —¿Miguel, lo has encontrado? Connie, ya en la plataforma, exploró con la mirada sendos pozos llenos hasta los topes de refugiados, y vio a una chica de unos catorce años, gritando por encima de aquel ruido. —¡Sigo buscando! —vociferó una voz masculina directamente detrás de ella. Connie se giró y vio que el chico del pelo largo, el último en entrar, la estaba siguiendo por la habitación—. No te muevas de allí —gritó a su hermana—. Volveré a buscarte. Alicia asintió con la cabeza y se volvió a sentar, situándose bajo el brazo reconfortante de Philip. Levantó la cabeza para mirarle a los ojos. —Si me muero hoy después de haberte encontrado, me voy a cabrear un huevo. El le contestó con una sonrisa de oreja a oreja, y se inclinó para besarla. Connie iba abriéndose paso por la habitación, y Miguel seguía sus pasos.
 A pesar de que su armadura exterior había sido golpeada y desgarrada, la gigantesca nave no había sufrido daños importantes. Llevaba las señales de los impactos, y le salía humo, consecuencia de la primera tanda de bombardeo, pero avanzaba inexorablemente, impulsada directamente hacia el Área 51. Su único propósito radicaba en la supresión del último enclave de resistencia en la costa Oeste de los Estados Unidos. Había parecido, al menos fugazmente, que los humanos podrían triunfar, que sus explosivos de tamaño minúsculo podrían ir minando la superficie de la nave de veinticuatro kilómetros de ancho, y derribarla. Pero desde que las naves de ataque en forma de pez se habían lanzado al aire matinal de color azul eléctrico, la nave no había vuelto a sufrir más percances. Muchos de los pilotos más jóvenes, que a duras penas mantenían sus aviones en el aire, fueron presos de la histeria cuando las naves alienígenas empezaron a eliminarlos de la batalla. A pesar de las órdenes emitidas por Grey, pidiendo tranquilidad, la mayoría de ellos desperdició sus últimos cohetes atacando a los alienígenas a ciegas. Los hombres de la sala del alto mando veían en las pantallas de radar cómo los últimos misiles se perdían en el desierto. —Se nos está acabando la potencia de fuego, general —informó un técnico—. Y no estamos causando daños suficientes a la nave principal. El presidente Whitmore, siguiendo el caos desde seis mil metros de altitud, coincidió con esa observación. Su escuadrón de treinta aviones había sido reducido a sólo ocho. Las naves alienígenas habían derribado a unos cuantos de ellos en los primeros momentos del contraataque. Los otros se habían quedado separados del grupo principal durante la retirada. Una rápida evaluación de la situación lo llevó a concluir que los pilotos de su grupo tenían menos de diez misiles entre todos. —Hay que aprovecharlos —les recordó. Connie se había acercado a la sala del alto mando para ver si podía ayudar en algo. Colocada detrás de Grey, vio cómo una de las pantallas de radar ofrecía una imagen tridimensional del gran destructor de ciudades. Algunos de los receptores primarios de radar de la base habían sido destruidos, por lo que la imagen en pantalla aparecía incompleta, y parpadeaba como un fantasma. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, desde sus piernas hasta el cuero cabelludo, cuando alguien informó de que la nave estaba justo encima de ellos, y acto seguido mostró a continuación al general Grey algún aspecto de la imagen rota e indefinida. En cuanto cayó en lo que el hombre le decía, Grey cogió el micrófono rápidamente y se dirigió a los pilotos que quedaban en el aire. —¡Atención! Están abriendo las puertas inferiores y se están preparando para disparar el arma grande. ¡Que alguien deje esa cosa fuera de combate antes de que les dé tiempo de usarlo! Aturdida y asqueada por la noticia, Connie se giró y abandonó la sala, pasando por delante de Miguel, que se había colado en la estancia junto a ella en medio de toda la confusión. Se echó a un lado, para no molestar, y escuchó la comunicación que Whitmore mantenía por radio. —Mensaje recibido, base —llamó Whitmore—. Me queda un misil aire-aire de medio alcance, y voy a por ellos. —Su avión entró en un descenso en picado, y dio máxima potencia a los motores—. Chicos, cubridme la espalda. Su escuadrón se puso en trayectoria horizontal, volando a velocidad de crucero y en paralelo a la parte inferior de la nave. El espacio aéreo que se abría delante de ellos estaba lleno de reactores y naves alienígenas que volaban en todas direcciones. Zigzagueando entre todo ese tráfico a alta velocidad, Whitmore tomó un ángulo de ataque que le permitiera colocar su misil entre dos de las enormes puertas que se estaban abriendo encima del desierto. Activó su pantalla de seguimiento y apuntó al extremo de la gigantesca arma, cuya enorme bombilla en forma de diamante estaba a punto de disparar el rayo mortífero. Algo cruzó rápidamente por su ángulo de visión periférico en el momento en que el mecanismo de lanzamiento del misil AMRAAM descendía de la parte inferior de su reactor. «Naves que han llegado demasiado tarde», pensó. Mientras se preparaba para disparar, el F-15 que volaba a unos centenares de metros a su derecha explotó inesperadamente en mil pedazos. La explosión sacudió la nave de Whitmore en el mismo momento del lanzamiento, haciéndole cambiar de trayectoria. Durante unos instantes miró cómo el proyectil volaba a alta velocidad hacia las colinas. —¡Maldita sea! ¡Águila Dos! Ocupa mi posición. Yo retrasaré la mía e intentaré ganarte algo de tiempo. —Hecho —contestó el piloto, tomando la posición de punta. Detrás de él, Whitmore y los otros pilotos gritaban las posiciones de las naves enemigas. Al parecer, la abertura en la panza del destructor de ciudades era un punto vulnerable, ya que, a medida que el escuadrón se acercaba para dar el golpe, docenas de naves acudían como moscas a defenderla. Había tanta confusión en las ondas que el piloto que iba en punta nunca oyó la advertencia de Whitmore de emprender una acción evasiva. Una de las naves se colocó detrás de él, disparando una ráfaga inapelable de impulsos láser. Otro de los F-15, el Águila de Acero Doce, se adelantó al resto de pilotos estadounidenses hasta que el morro de su aparato pisaba prácticamente la cola de la nave alienígena. La bombardeó con proyectiles del calibre 50, pero ya era demasiado tarde. El Águila Dos se incendió y explotó antes de que su piloto tuviera tiempo de apuntar. La nave tocada viró para buscar el refugio del interior de la nave, pero el Águila Doce se fue tras él, disparando continuamente, hasta que la nave casi se desintegró y se quebró en el aire sin explotar. —Buen trabajo, número Doce —dijo el presidente sin mucho entusiasmo—. Veamos, ¿a alguien le quedan misiles?
 Connie empujó las puertas de la enfermería y se sintió como si hubiese salido del fuego para caer en las brasas. Unos soldados uniformados y varios voluntarios seguían entrando a los heridos civiles de la redada aérea sobre el campo. Los tendían en el suelo o los apoyaban contra las paredes. Sus gemidos iban acompañados del murmullo constante del bombardeo que atizaba la superficie. La catástrofe era horripilante, pero Connie sabía que era un mero preludio de lo que les esperaba. Todos los chillidos acabarían una fracción de segundo después de que la nave gigantesca que estaba suspendida en el aire disparara su temible rayo destructor. —¡Dígame qué puedo hacer! Pilló al doctor Issacs mientras éste corría por delante de ella, esquivando con cuidado a los muertos y a los heridos. A estas alturas, el médico barbudo había superado el límite del cansancio. El único color que le quedaba en la cara eran dos grandes ojeras oscuras. Después de un momento de aturdimiento, señaló hacia la habitación adyacente. —Ayúdela —gritó para que la oyera—. Está realizando tareas de preoperatoria. —Y siguió su camino. Connie entró en la habitación y se encontró con Jasmine, que atendía a un paciente con metralla en la ingle. A pesar de la fuerte hemorragia, y ante la visión de los intestinos abiertos del hombre, Jasmine hablaba con él calmada y afectuosamente. Cuando Connie se acercó a la mesa, Jasmine le puso una toalla en la mano y le indicó dónde debía aplicar presión para detener la hemorragia. Connie, quien normalmente sentía náuseas ante la sangre, apretaba la toalla, para evitar que los órganos internos del hombre se salieran. Jasmine extirpó los últimos fragmentos de metralla de la herida, limpiándola al mismo tiempo. —Esto se le da muy bien —observó Connie—. Si sigue así podría llegar a ser una profesional. —Gracias —sonrió Jas sin distraerse—. Me gusta hacerlo y así no pienso en otras cosas. —Connie pensaba que se refería a la explosión que estaba a punto de aplastarles, pero se dio cuenta de que se refería a su nuevo marido—. Menuda luna de miel, ¿no le parece? —¿Eh? O sí, y tanto —respondió Connie, de forma ausente—. Observó al hombre que yacía en la mesa. No paraba de levantar la cabeza para ver qué le hacían, y sus dientes no dejaban de castañetear. El doctor Issacs gritó hacia ellas. —Venga, listo para el quirófano. Mientras un enfermero ocupaba el lugar de Connie, ésta dirigió una débil sonrisa al hombre ya en la camilla, diciéndole, sin demasiada convicción, que todo saldría bien, seguro.
 Varios pilotos contestaron negativamente. Después de un rápido intercambio de impresiones con sus efectivos en la sala del alto mando, Grey se puso de nuevo a la radio. —Águila Uno, diríjase a la Base de las Fuerzas Aéreas Headly en Manitoba, Canadá. Creemos que le queda suficiente combustible. Les hemos informado por radio y le enviarán una escolta. Será su nuevo centro de operaciones, señor. Whitmore se negó a interrumpir el combate. Estaban a punto de conseguirlo. —¿A alguien le queda un maldito misil? El rayo verde que significaba el inicio del ciclo de fuego de la nave hizo acto de presencia, buscando su objetivo. Whitmore sabía que en cuestión de segundos efectuaría su mortífero disparo, para agujerear el suelo debajo del cual estaba escondida su hija. Se quedó completamente helado, con una sensación de náusea en el estómago. No quería estar allí para verlo. —Escuadrón de las Águilas —dijo, muy a disgusto—, tomemos rumbo hacia el norte, ¿me han recibido? —¡Siento llegar tarde, señor presidente! —gritó una voz desconocida contra el fondo de ruido de motores por la radio. —¿Quién es? —He venido a echarle un cable. El presidente se giró y vio la cosa más insólita: un viejo biplano rojo hecho polvo que el barón Von Richthofen podía haber pilotado en la Segunda Guerra Mundial. El avión a duras penas se mantenía en el aire, pilotado por un hombre que lucía un casco de cuero. Un objeto que parecía un misil estaba atado al lateral con cuerdas de hacer puenting. —¿Qué hace usted? —No se preocupe señor, voy armado. Russell había robado el misil más pesado y más destructivo que pudo encontrar. Pesaba demasiado para el avión, y los cambios de viento hacía que golpeara contra la flaca pared de la cabina y produjese un preocupante ruido sordo. Una luz roja del tamaño de un botón indicaba que el misil estaba activado. —Señor, necesito que aleje a esos tipos durante un par de segundos más. Whitmore se giró y vio que una flota de naves alienígenas se dirigían como flechas hacia el viejo aparato. Los pilotos estadounidenses fueron a su encuentro, repartiendo ráfagas de fuego de cobertura para proteger el viejo biplano tambaleante. El avión avanzaba en su camino incierto hacia el gigantesco percutor. En la sala del alto mando, todos miraban la imagen de la nave que simulaba el radar, y cómo un puntito escalaba lentamente hacia el origen del rayo, visible, asimismo, en pantalla. Grey cogió el micrófono. —¡Piloto, identifíquese! —Me llamo Russell Casse —contestó—, y quiero que me haga un favor... —¿Quién es ese tipo? —preguntó uno de los técnicos. —¡Russell! —Miguel se precipitó hacia los soldados que estaban congregados alrededor del micrófono. Lo cogieron por los brazos y lo sujetaron. —... digan a mis hijos que los quiero mucho. Mientras uno de los técnicos de radio se comunicaba con el presidente, manteniéndolo informado sobre las posiciones enemigas, Miguel gritó hacia el micrófono: —¡Papá, no! Russell no pudo dejar de sonreír al oír la palabra «Papá». No sabía si le oía Miguel, pero gritó a viva voz por radio. —Hijo, tengo que hacerlo. Siempre se te daba mejor eso de cuidar a los niños. —Y añadió—: Es mi obligación. Cortó la comunicación e inició una escalada en pico, forzando el aparato hasta sus límites. El morro del avión apuntaba hacia el lateral del percutor. La cola del biplano desapareció dentro de la abertura mientras el presidente y los cazas que quedaban cambiaban rápidamente de dirección, despejando la zona. De pronto desapareció la luz verde. Al cabo de dos segundos, se vería una luz blanca, lo que suponía la destrucción total para el Área 51. —Hola chicos, soy yo —gritó Russell a todo pulmón—. Y como solíamos decir los de mi generación: ¡QUE LES DEN POR CULO! El morro del viejo avión chocó directamente contra el lateral del percutor, causando una explosión insignificante en la parte inferior del destructor de ciudades que no pareció ocasionarle daños importantes. Sin embargo, justo en el momento en que se encendía la luz blanca, ésta volvió a apagarse inmediatamente. La gigantesca nave ascendió y se alejó a una velocidad alucinante. En el mismo instante, todas las naves alienígenas giraron sobre su eje para seguirla. Todo el enjambre se fue volando a través del desierto. Ninguno de ellos llegó muy lejos. Una repentina explosión, iniciada en el centro del enorme destructor de ciudades, reventó la cúpula de la nave, como un cráneo que estalla hacia fuera al ser alcanzado por la bala de un suicida. La bomba de Russell había originado una reacción en cadena que desgarró todo el cuerpo de la nave de veinticuatro kilómetros de ancho, fundiendo la nave entera desde su interior. Una tras otra, las explosiones internas convirtieron al monstruo en el cielo en una masa incendiaria que dejó al descubierto su arquitectura interna como si de una radiografía se tratase. Rápidamente se vio envuelta en llamas. Todavía en el aire, empezó a implosionar y a explosionar a la vez y quedó reducida a enormes fragmentos quemados que caían como cometas hacia la Tierra. La reacción en cadena se hizo extensiva a la sala del alto mando, que estalló en unos gritos enloquecidos de victoria. Habían encontrado la forma de hundir las inatacables naves destructoras de los alienígenas. Todos se volvieron locos, abrazándose, golpeando el aire con los puños, riéndose alegremente. Todos menos Miguel. Abandonó en silencio la habitación que rebosaba alegría y salió al pasillo lleno de refugiados. El contraste entre la dolorida expresión de Miguel y los vítores que les llegaban desde la sala del alto mando los dejó perplejos. Grey, siempre sereno, cogió por el cuello a uno de los que festejaban, tranquilizándolo de inmediato. —Póngase a la radio —gruñó—, y explique a todos los escuadrones del mundo cómo acabar con estos hijos de perra.
 Steve creía que estaba presenciando el final del espectáculo. Todavía tendido en el suelo, escondido debajo del cuadro de mandos, metió la mano en el bolsillo de su americana y cogió los dos puros que le había dado Julius. Le ofreció uno a David. —Supongo que ya no queda nada por hacer —dijo, entregándole el puro—, salvo sorprenderles antes de que entren a hacernos alguna guarrada. David, que seguía enzarzado en un concurso de miradas con las criaturas detrás del cristal, y asumiendo el hecho de que estaba a punto de morir, meditó. —Es curioso, siempre pensaba que algo como el tabaco acabaría conmigo. Pues adelante, abramos fuego. Steve se levantó del suelo y se colocó en el asiento de piloto, intentando no mirar a los repugnantes bichos que tenía delante. Abrió la tapa de la caja negra y tecleó el código. La pantalla de cristal líquido parpadeó rápidamente, presentándole dos opciones: LANZAR y ANULAR. —Ha sido un placer, tío —se dirigió a David y le estrechó la mano. —Igualmente —contestó David—. Por poco nos sale bien la cosa. —Por poco —asintió Steve—. ¿Listo? —Adiós Fuzzy, adiós Blinky. —David dijo adiós con la mano a los alienígenas, dándoles apodos—. Hasta luego, Cabezahuevo, y adiós también, Ranita. —¿Crees que saben qué les espera? —preguntó Steve, con el puro entre los labios, disponiéndose para disparar. —¡Qué va! En cuanto Steve apretó el botón, el suelo de la cabina diminuta retrocedió violentamente, desequilibrando a ambos hombres mientras el proyectil de dos metros desaparecía detrás de una cortina de humo. Todo se inundó de fuego y cristales. Cuando por fin David y Steve pudieron ver algo, se dieron cuenta de que el misil había penetrado en la ventana de observación, atravesado la sala de observación y se había clavado en una pared lejana. Su motor cohete emitía un chorro de chispas. Al ser violada su atmósfera generada artificialmente, los alienígenas al otro lado del cristal empezaron a retorcerse y a expandirse de forma exagerada mientras sus cuerpos se estiraban en todas direcciones debido al vacío. Sus cabezas bulbosas reventaron y se deshicieron como fragmentos de palomitas. Mientras este espectáculo tétrico se iba desarrollando fuera de las ventanas del caza, las abrazaderas que sostenían la nave se aflojaron inesperadamente, y la nave ascendió varios metros en el aire. Una explosión en la torre de observación hizo retroceder la nave de nuevo. Chocó como una bola contra una nave idéntica estacionada a su lado y salió al exterior. —¡Se ha soltado! —Es igual —dijo David—. Se acabó el juego. Steve consultó los datos en el teclado negro de lanzamiento. El contador digital indicaba el tiempo que quedaba para la autodetonación de la cabeza nuclear... 01... 00. —El espectáculo ha terminado —dijo, saltando al asiento de piloto para hacer girar la nave. David tuvo tiempo suficiente para saltar a su asiento antes de que Steve activara los controles y preparase la nave para una huida a toda velocidad. —¡Olvídate del espectáculo! Estás obsesionado con el espectáculo. ¡Sácanos de aquí! Un puñado de naves alienígenas emprendieron la persecución más rápidamente que cualquier otro piloto humano. A pesar de que Steve todavía no dominaba el mecanismo de dirección de la nave, no le quedaba más remedio que llevarlo al límite. Girándose a una velocidad de vértigo, atravesó como un cohete el laberinto mal iluminado del interior de la nave nodriza. Las naves alienígenas que los perseguían demoraban el ataque final hasta que la presa llegara a la boca del túnel de salida. De repente, dispararon unas ráfagas de proyectiles, pero les faltaba ángulo de tiro y Steve se introdujo como una flecha en el pasillo triangular que conducía a la salida. —¡Se está cerrando! —gritó David—. Están cerrando las puertas. —¡Ya lo veo! —Con todo lo que se les venía encima, a Steve lo único que le faltaba era un pasajero de esos que se dedican a darte consejos. La salida al final del túnel se iba estrechando a medida que las tres gruesas puertas se cerraban para eliminar, a su vez, su última posibilidad de escaparse. Steve llevaba la nave al límite absoluto, apurando sus posibilidades de velocidad, en una carrera vertiginosa hacia la salida. Comprobó la caja negra:... 09... 08... —Ya es tarde. Están cerradas. —David vio desaparecer las últimas estrellas al otro lado de la puerta triangular. Pero al ver que de todas maneras Steve pensaba intentarlo, cerró los ojos y respiró hondo... Pasaron a través de la estrecha abertura con unos centímetros de margen. —Elvis ha abandonado el local —chilló. —¡Muchísimas gracias! —dijo David, intentando imitar al rey. Una vez en el espacio exterior, Steve localizó la Tierra y se dirigió hacia ella... 01... 02... La nave seguía acelerando mientras sus ocupantes miraban América del Norte, perfectamente visible pero muy lejos. En aquel instante se produjo un destello de luz tan brillante que parecía proceder de la parte trasera de su nave. Steve y David solamente tuvieron tiempo de mirarse, preocupados, antes de que la fuerza de la explosión que se expandía por el espacio los alcanzara desde atrás. Como una tabla de surf perdida entre las olas, su pequeño avión fue arrastrado por la onda expansiva, dando varios tumbos en el espacio. Steve intentó pilotar la nave a través de las turbulencias, pero acabó perdiendo el control cuando fueron engullidos por la explosión.
 La cubierta de cristal del reactor del presidente se elevó y una mano enguantada apareció en el aire. Whitmore se quitó la máscara rápidamente y se bajó de la cabina para saltar al ala de su F-15. Habían regresado siete componentes del Escuadrón de las Águilas, y unos treinta de los otros pilotos empezaban sus aproximaciones. Se habían quedado en el aire peleándose con las naves alienígenas que quedaban, hasta que los peces color gris agotaron su potencia y se cayeron del cielo. Al parecer, a bordo disponían de recursos energéticos limitados. Con los pies ya en el suelo, Whitmore señaló a uno de los pilotos con el dedo, el cabelludo y barbudo Pig, en reconocimiento de sus méritos. Pig, a su vez, señaló al presidente de la misma manera. Unos soldados locos de alegría salieron a recibir a los aviones. Al recibir la orden del presidente, se dirigieron hacia un agujero en el suelo. A pocos metros del hangar principal, ya derruido, unas puertas de hierro encastradas en una lámina de hormigón conducían a una escalera. Era una salida de emergencia que iba hasta los laboratorios de investigación. Whitmore y sus pilotos siguieron a los soldados hacia el pasillo. Las escaleras acababan en la sala de limpieza. Cuando el presidente dobló la esquina y entró en la sala larga y limpia, tardó un instante en reconocerla. En vez de los trabajadores encapuchados que había visto antes, se encontró con centenares de ciudadanos normales y corrientes, los refugiados que se estaban preparando para morir hacía sólo unos minutos. Estallaron en un largo y gran aplauso para recibir a los héroes que habían borrado la nave destructora alienígena del cielo. Abrumado por la recepción, Whitmore atravesó la muchedumbre como pudo, estrechando manos y dejándose abrazar hasta que reconoció a alguien a un par de metros. Julius subió a Patricia a la plataforma y la niña fue corriendo hacia su padre como si tuviera alas. Whitmore se agachó para cogerla y la estrechó entre sus brazos. Un chico joven de cabello largo observó la escena de cerca, pero sin emoción. Alguien le tocó en el hombro. —Caramba, Miguel. —Troy ya era el de siempre—. No nos has oído. Hace diez minutos que te estamos llamando. Alicia se abrió camino a empujones entre la muchedumbre con la ayuda de Philip. Por la expresión en la cara de Miguel supo enseguida que Russell estaba muerto. Se deshizo en lágrimas, dejó a Philip y se fundió en un abrazo con Miguel. —Eh, ¿qué ha pasado? —El tono de Troy exigía una respuesta—. ¿Qué ocurre? Sin decir palabra, Miguel cogió al niño y lo estrechó contra su cuerpo. La puerta de la sala del alto mando se cerró de golpe, y Whitmore fue recibido con más aplausos todavía. Grey, mirando con cara de enfado las pantallas, se giró y vio de quién se trataba. Algo semejante a una sonrisa iluminó su expresión mientras avanzaba para dar la bienvenida a su amigo. —Maldita sea, Tom, ¿quieres que a este viejo le dé un infarto o qué? —¿Cómo va el ataque? —Excelente. Tenemos ocho derribos confirmados y otros siete probables. —Ya tenemos otro, comandante: las Fuerzas Aéreas Holandesas acaban de cepillarse a otra nave encima de los Países Bajos. La noticia provocó otra ronda de aplausos en la sala, pero cuando entró Connie en la sala, con una sonrisa triste en la cara, la mayoría de los hombres enmudecieron. Jasmine, con Dylan en sus brazos, la seguía. —¿Y los chicos del reparto? —preguntó Whitmore—. ¿Hay noticias de ahí arriba? Grey contestó por obligación. —Por desgracia, perdimos el contacto con Hiller y Levinson hace unos cincuenta minutos, al explosionar la nave nodriza. Whitmore observó a Connie y a Jasmine mientras asimilaban las malas noticias. Estaba a punto de presentarles sus condolencias, cuando uno de los observadores le interrumpió. —¡Un segundo! Hay algo en la pantalla del radar. Llega otro. Una hora más tarde, un Humvee atestado de pasajeros corría a gran velocidad a través del desierto, levantando una gran nube de polvo. El mayor Mitchell conducía el aparato, mitad deportivo mitad tanque, hacia una larga columna de humo negro que se levantaba a lo lejos. El equipo de la sala del alto mando había seguido la nave en sus pantallas de radar hasta que aterrizó a unos veinte kilómetros de la base, en un lugar alejado de la civilización. Jasmine iba en el asiento de la parte deportiva, al lado de Mitchell, mientras Dylan botaba en su regazo. Justo detrás de ella, en pie, de cara al viento, el presidente Whitmore y Connie se agarraban a la barra antivuelco, recorriendo el horizonte con la mirada en busca de señales de vida. Julius iba en la espaciosa zona de carga, acompañado de la hija del presidente, Patricia. A poca distancia, otro vehículo, un jeep, atestado de soldados armados, les seguía. A unos cinco kilómetros ya veían que la nave había efectuado un aterrizaje forzoso en una zona aislada de colinas rocosas. No había pruebas de que fuera la misma nave que Steve y David se habían llevado al espacio, y menos motivos aún para pensar que los hombres podrían estar vivos. La nave alienígena estaba envuelta en llamas. Por fin divisaron unas formas oscuras y diminutas en el horizonte color pardo. A medida que el Humvee se acercaba, se dieron cuenta de que las formas eran dos personas. Parecían estar de pie y moverse. Grey gritó a Mitchell para que redujera la velocidad, e hizo una señal a los soldados del jeep para que se anticipasen. La caravana avanzaba a un paso cauteloso, con varios rifles de asalto apuntando a las dos figuras. Ya a unos cincuenta metros, Mitchell detuvo el vehículo, y apagó el motor. Se apoyó con los brazos en el volante. —No me lo puedo creer —dijo, sorprendido. Las figuras misteriosas estaban fumándose unos puros. Hiller y Levinson habían hecho lo imposible y habían sobrevivido para contarlo. Se habían infiltrado en la fortaleza alienígena, desactivado sus escudos con un virus informático de tienda de veinte duros, habían volado el orbe de tamaño planetario en millones de pedazos, y habían vuelto a Nevada antes de agotar su combustible. Y ahora venían por las dunas, tan tranquilos y tan gallitos, como si lo hubieran hecho cada día. Jasmine abrió la puerta de golpe y se echó a correr sobre la arena caliente sin parar hasta fundirse entre los brazos de su marido. Lo apretó como si no lo fuera a soltar nunca jamás. Con la voz entrecortada de emoción, dijo: —Estaba desesperada. Pensábamos que os habíais quedado dentro. Steve la miró con aquella sonrisa de chulo que le caracterizaba. —Sí, pero, ¡menuda llegada! Jasmine lo miró, asombrada y contenta al mismo tiempo. ¿No había nada que asustara a este hombre? —Ya estamos otra vez. —Negó con la cabeza—. Ahora tu ego estará completamente desorbitado, y no habrá quien te aguante, ¿verdad? —Probablemente. ¿Pero todavía quieres averiguarlo, Piernas de Gallina? Ella soltó una risa llena de alegría. —¡Claro que quiero, Orejas de Dumbo! Connie y David se acercaron lentamente, y se detuvieron para enfrentarse, como si dar un paso más pudiera activar una mina enterrada en la tierra. Ella se sentía realmente orgullosa de él. Para David, lo mejor de haber superado su trance era el poder volver a verla. Pero ninguno de los dos sabía qué quería el otro, así que mantuvieron la distancia, separados por un metro. —¿Así que funcionó? —preguntó David, contemplando el cielo vacío. La pregunta devolvió a Connie bruscamente a la realidad. Ella se había estado imaginando qué se sentiría al superar ese último metro de territorio que les separaba para que él la besara. Pero claro, él quería saber si su brillante plan había funcionado. Ya avergonzada de sus pensamientos íntimos, de repente sintió la mirada de los que contemplaban la escena desde los vehículos. —Sí, sí. Todo funcionó de maravilla. Un par de segundos después de la transferencia, los escudos cayeron y empezamos a golpearles con misiles. Empezó a contarle cómo el destructor de ciudades había avanzado hasta el Área 51 y cómo el mismo Whitmore había dirigido la batalla, y que el piloto misterioso de la vieja avioneta había llegado en el último momento, pero David levantó la mano para que se callara. —No —dijo, señalando primero a ella y a continuación a sí mismo—, te estoy preguntando si ha funcionado. La sonrisa que iluminó la cara de Connie era más brillante que el sol matinal. —Ya te puedes creer que ha funcionado —le dijo, y ambos cruzaron la tierra de nadie para unirse en un largo abrazo—. Sí funcionó. Cuando las parejas, cogidas del brazo, volvieron a los vehículos, Whitmore miró hacia los dos hombres, como dando su aprobación un poco a regañadientes. —No ha estado mal —les dijo, como si acabaran de aprobar un examen con un suficiente. Pero un momento después, esbozó una sonrisa que iba de oreja a oreja, incapaz de ocultar su admiración por todo lo que los dos héroes habían logrado—. ¡No lo habéis hecho nada mal! Felicitó a Steve con un apretón de manos, y luego se volvió al ex alumno del MIT que una vez le había pegado un puñetazo en la nariz. —Has resultado ser más listo de lo que pensaba —le dijo—, y mucho más valiente de lo que jamás habría imaginado. Gracias, David. Una potente voz les interrumpió. —Lo que a mí me gustaría saber, es ¿qué hace el señor Fanático de la Salud fumando uno de mis asquerosos puros? Julius estaba descansando en el parachoques del Humvee, y sus piernas no llegaban al suelo. David soltó a Connie el tiempo suficiente para acercarse a su padre y abrazarlo con la fuerza de un oso, levantándolo del suelo. —Vaya, ahora te dedicas a la lucha libre. David dejó al viejo en el suelo y lo miró con suspicacia durante un momento. Mientras Julius recuperaba la compostura, arreglando el pelo y la ropa que su hijo había arrugado, le preguntó a éste qué miraba. —¿Cómo lo hiciste, papá? —¿Hacer qué? —preguntó su viejo—. No sé a qué te refieres. —Sí que sabes a qué me refiero —insistió David—. Primero, nos llevas a Washington, después al Area 51, y cuando yo me daba por vencido, tú me diste la idea del virus. Supongo que ahora me dirás que todo fue un cúmulo de casualidades, ¿no? Durante una fracción de segundo, Julius se permitió sonreír, para dar paso rápidamente a una expresión de fingido enojo. —No sé qué te habrá pasado en el espacio, pero se me antoja que esos alienígenas te han estado manipulando el cerebro. Los dos hombres se sonrieron efusivamente. Steve estaba agachado al lado de Dylan, recibiendo su abrazo de bienvenida a casa, cuando se acercó el general Grey para dialogar con él. —Bueno, soldado, menudo fin de semana. —Ya lo creo, señor —asintió el piloto. —Y ha hecho un gran trabajo. Todos estamos orgullosos. —Grey le saludó y Steve y Dylan hicieron otro tanto. El grupo triunfal empezó a subir al Humvee para volver al Área 51. Mientras lo hacían, Patricia Whitmore señaló a algo en el cielo y gritó: —¿Qué es eso? El grupo se giró a tiempo para ver una bola de fuego, naranja y roja, que pasaba por encima de ellos como una estrella fugaz. A continuación, otra estela de luz, esta vez de color amarillo brillante, desgarró el cielo color azul marino. Llovían residuos de la nave nodriza por todo el espacio y se quemaban al entrar en contacto con la atmósfera de la Tierra. Estos meteoros seguirían iluminando el cielo durante toda la noche. Steve cogió a Dylan en sus brazos y miró hacia el cielo. —¿Sabes qué día es? —Sí—contestó Dylan—. Es el Cuatro de Julio. —Así es, hijo. ¿Y te acuerdas que te prometí fuegos artificiales?
 La batalla por el Área 51 se había ganado de forma relativamente limpia, sin mucha sangre, ya que menos de trescientas personas habían perecido. Pero la situación era totalmente distinta en otras partes del país y del mundo. La humanidad había sobrevivido, pero pagando un precio muy elevado. Millones de personas habían muerto y había más heridos que víctimas mortales. Muchos nunca lograrían recuperarse de las heridas tanto físicas como emocionales que habían sufrido durante la invasión. Ya cuando los supervivientes empezaban a emerger de entre los escombros, dando las gracias por estar vivos, presintieron el temor a lo que sucedería en los meses venideros y en los años de reconstrucción que tenían por delante. Los gritos y las celebraciones de victoria sonaban en un mundo destruido y angustiado. En muchos lugares, la destrucción era tan grande que los vivos sentían envidia de los muertos. Más de un centenar de las ciudades más grandes del mundo habían sido arrasadas, incluyendo unos tesoros tan antiguos e irrecuperables como París, Bagdad, Nueva York y Kyoto. También habían desaparecido los mejores museos y bibliotecas del mundo, los aeropuertos y fábricas más importantes, los mercados, los bloques de oficinas, y uno de cada tres hogares. Centenares de millones de refugiados, sin hogar ni medio de alimentarse, se preguntaban cómo podrían sobrevivir. La situación era más crítica en el hemisferio sur, donde estaban en pleno invierno. Se inició enseguida una migración masiva hacia las zonas más templadas del planeta, que agotó todavía más unos recursos ecológicos ya sobrecargados. El agua, el suelo y el aire de la Tierra estaban altamente contaminados como secuela de una guerra corta pero catastrófica. Parecía que se había perdido todo y que se había ganado, quizás, una sola cosa: un marco más amplio de referencia. Junto con la certeza de que los humanos no estaban solos en el universo, de repente las riñas mortales por diferencias triviales, por cuestiones de raza o de nacionalidad, parecieron del todo irrelevantes. En medio de las secuelas del ataque, los pueblos de la Tierra comprendieron por fin que las cosas que tenían en común pesaban más que sus sutiles diferencias. El mundo entero se había dado cuenta de que la imaginación humana había sido cambiada de forma fundamental y que no se podía volver atrás. De alguna forma, la especie se había visto obligada a madurar de golpe y de forma harto difícil. También se tenía la sensación de una nueva interdependencia: el mundo se tendría que preparar para afrontar la posibilidad de una invasión parecida en el futuro. La esperanza de Whitmore se había hecho realidad: el Cuatro de Julio ya no sería un día festivo solamente en EE.UU. Habría un nuevo futuro, y los dirigentes como Whitmore estaban ansiosos por ayudar a conformar el nuevo mundo que se habría de construir sobre las ruinas del anterior. Ellos eran conscientes de que la dirección y la naturaleza de esta reconstrucción serían determinadas muy pronto, dentro de los primeros meses. Existía la posibilidad de que América, una de las naciones más violentas y divididas del mundo, quedara dividida en una lucha por conseguir los escasos recursos que quedaban, pero también existía la posibilidad de que sus gentes se unieran, que colaborasen en un espíritu de comunidad que sirviera de ejemplo al resto del mundo. Antes de que el polvo de las batallas se hubiese asentado, Whitmore estaría haciendo campaña de nuevo, realizando básicamente el mismo llamamiento para pedir la colaboración y el sacrificio que ya había hecho durante su campaña presidencial. Pero esta vez el ámbito era internacional, y los riesgos más altos. ¿Qué clase de mundo iba a dar a su hija? Y cuando se emprendió la reconstrucción, un hecho quedó muy claro: el espíritu humano, como las hierbas flexibles y tenaces que ya empezaban a asomar por entre las ruinas, volvería a reafirmarse, más resistente, más sabio, y más unificado que nunca.


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