miércoles, 6 de julio de 2016

Dia de la Independencia Novela Primera Parte

Annotation


 

 

 El 2 de julio comienzan a producirse extraños fenómenos atmosféricos en todo el mundo; el cielo estalla en llamas. Las comunicaciones vía satélite se interrumpen sin motivo aparente y el miedo recorre como una gigantesca sombra todas las ciudades del globo.Cuando los fenómenos se calman, hace su aparición una fuerza de increíble magnitud. Su misión: eliminar todo rastro de vida humana. En el transcurso de los tres días siguientes, la Tierra cambiará para siempre. La cuenta atrás para el fin del mundo ha comenzado.El director Roland Emmerich (Stargate) y un reparto de actores encabezado por Will Smith (El príncipe de Bel Air), Jeff Goldblum (Jurassic Park) y Bill Pullman (Mientras dormías) han conseguido dar en la diana con lndependence Day. Con la misma facilidad que los alienígenas destruyen las mayores ciudades de la Tierra, lndependence Day ha pulverizado los récords conseguidos por las películas más taquilleras y amenaza con superarlas a todas de forma abrumadora.            
   DEAN DEVLIN
 ROLAND EMMERICH
 STEPHEN MOLSTAD

 INDEPENDENCE DAY

 — oOo —

   Título original: Independence Day
 © 1996 by Twentieth Century Fox Film Corporation
 © de la traducción: Mercé Diago
 © Ediciones B, S.A. 1996
 ISBN:84-406-6779-5
  
 El Mar de la Tranquilidad era una tierra en silencio, misteriosa y baldía, una tumba abierta de cenizas y piedra en forma de cráter. Había dos pares de pisadas, tan recientes como la llegada a aquellos parajes, en el terreno arenoso y gris que rodeaba el punto de aterrizaje. La silueta curva de una Tierra brillante se alzaba en el cielo por el horizonte, subrayando el claro contraste entre el luminoso color azul de sus océanos y los valles apagados. Los jalones del sensor de un sismómetro, una caja cuadrada capaz de detectar a ochenta kilómetros de distancia la caída de un meteoro del tamaño de un guisante, estaban anclados en la superficie lunar. En el extremo del campamento, una bandera estadounidense se mecía con orgullo al ritmo de una brisa inexistente. Los escombros cubrían el terreno: experimentos científicos y las cajas que los habían albergado, las bolsas de plástico sin estrenar utilizadas para recoger muestras de tierra y un puñado de baratijas conmemorativas. Todos estos restos, desperdigados por una zona del tamaño del cuadro interior de un campo de béisbol, eran el recuerdo dejado por los astronautas del Apollo XI, los primeros humanos que pisaron la Luna. A su marcha se deshicieron de todo lo que consideraron prescindible para la vuelta a casa. Armstrong y Aldrin dieron un salto gigantesco para la humanidad pero dejaron una tonelada de basura en la superficie lunar. Sus antiguas pisadas daban quince pasos hacia el horizonte en todas direcciones antes de volver al centro del campamento. Vistas desde lo alto, formaban un cerco en la arena similar al de una gran margarita deforme. En el centro de dicha flor brillaba la plataforma de alunizaje, una estructura cuatropea formada por tubos y metal dorado que parecía un módulo de juegos en un patio abandonado a toda prisa. Desamparado en un mar de silencio, aquel lugar traía recuerdos espeluznantes de un picnic que hubiera finalizado brusca y terroríficamente, como si los visitantes no hubieran tenido tiempo de recoger sus pertenencias. Como si sólo hubieran podido dar media vuelta y huir. Nada se había movido en los años transcurridos desde la marcha de los terrícolas, ni un solo grano de arena. Pero algo estaba cambiando. Gradualmente, una agitación casi imperceptible empezó a apoderarse de la zona. Durante varias horas no fue más que el aleteo de una mariposa a metros de distancia. Pero iba creciendo, continua e inexorablemente hasta convertirse en un temblor. Las agujas eléctricas del interior del sismómetro recobraron vida. Los sensores de la máquina se despertaron bruscamente y empezaron a lanzar avisos a los científicos de la Tierra. No obstante, las temperaturas extremas de la Luna habían dejado inservible el transmisor de radio a los pocos días de su instalación. Al igual que un vigilante nocturno mudo, aquel pequeño dispositivo luchaba desesperadamente por hacer sonar la alarma a medida que aumentaba el estruendo. Un solo grano de arena cayó del borde de una pisada y los demás no tardaron en seguirle. Cuando el temblor se convirtió en profundo retumbo, el alambre rígido cosido en la costura inferior de la bandera estadounidense empezó a balancearse a un lado y a otro. Las pisadas comenzaron a desdibujarse y a desaparecer en la arena vibrante. Entonces una enorme sombra se movió en el cielo. Pasó justamente por encima y eclipsó el sol y sumió a todo el cráter en una oscuridad anormal. El terremoto lunar se tornó más intenso con la cercanía de aquel objeto. Fuera lo que fuese, su envergadura era tal que no podía provenir de la Tierra.
 Las tierras rocosas del desierto de Nuevo México llegaban a resultar tan extrañas e inhóspitas como la Luna. En una noche de luna llena era uno de los lugares más silenciosos del planeta: mil seiscientos kilómetros de tierras rojizas con colinas como de barro recién cocido. A la una de la mañana del 2 de julio, varias liebres y lagartos, atraídos por el calor de la calzada, se alineaban en una estrecha franja de asfalto. Al pie de las colinas de aquel valle surgía una carretera polvorienta que desembocaba en la principal. El único movimiento perceptible procedía de la increíble profusión de insectos de miles de especies que se habían adaptado a tan hostil entorno. Cerca de la cima de ciertas colinas a las que ascendía la carretera polvorienta había un letrero de madera medio escondido por la artemisa en el que se leía: «ADMINISTRACIÓN NACIONAL DE AERONÁUTICA Y DEL ESPACIO, SETI.» Aquellos que seguían la carretera, con o sin permiso, hasta el punto más alto eran recompensados con una vista espectacular. Al otro lado había dos docenas de enormes antenas de más de treinta metros de diámetro. Estas semiesferas gigantescas, pintadas de blanco y fabricadas con piezas curvadas de acero de gran precisión, dominaban un valle largo y angosto. Como había luna nueva, la única luz que recibían era el brillo rojizo de los faros colocados en las varillas colectoras suspendidas sobre el centro de cada antena. La función de los faros era evitar que los aviones con pilotos curiosos o extraviados chocaran contra las instalaciones y quedasen atrapados en las varillas de acero, como moscas apresadas en una telaraña. El programa SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) era un proyecto científico dirigido por la NASA y financiado por el Gobierno. La base de su investigación eran los radiotelescopios gigantes. Lejos de la contaminación atmosférica que envolvía las ciudades, los científicos habían construido este puesto de escucha de más de un kilómetro de ancho para encontrar pistas que ayudaran a resolver un enigma casi tan antiguo como la imaginación humana: ¿Estamos solos en el universo? Los telescopios captaban el sonido emitido por mil millones de estrellas, quásares, y agujeros negros, sonidos que no sólo resultaban prácticamente inapreciables sino que eran abrumadoramente antiguos. A la velocidad de la luz, las emisiones radioeléctricas desde el Sol tardan ocho minutos en llegar a la Tierra, mientras que las que proceden de la siguiente estrella más cercana tardan más de cuatro años. Gran parte del sonido cósmico que llegaba a las antenas tenía varios millones de años de antigüedad y una intensidad de señal inferior a la cuatrillonésima parte de un vatio. La suma de toda la energía radioeléctrica recibida en la Tierra era menor que la de un copo de nieve al tocar el suelo. Aun así, estos gigantescos oídos de acero invertidos eran tan sumamente sensibles que dibujaban imágenes en color pormenorizadas de objetos demasiado débiles y distantes para ser percibidos por telescopios ópticos. Giraban lentamente bajo el claro de luna como un campo de flores robóticas abriendo sus pétalos a la tenue luz de la luna.
 El observatorio de alta tecnología, una pequeña casa de rancho prefabricada, quedaba casi oculto entre estos gigantes. Los telescopios recibían cantidades ingentes de datos que, al instante, entraban en la casa a través de los cables de fibra óptica y eran divididos, clasificados y analizados por la estación de procesamiento de señales más avanzada del mundo. Toda esta magia tecnológica funcionaba gracias a un ordenador central que controlaba la totalidad del sistema, lo que implicaba que tipos como Richard Yamuro tenían muy poco que hacer. Richard era un astrónomo que se había hecho famoso por sus estudios sobre el fenómeno del «desplazamiento hacia el rojo» asociado con los quásares. Seis meses después de acabar la carrera, consiguió una plaza en la prestigiosa Universidad de Bolonia, en el norte de Italia. Cuando el SETI recurrió a él dos años más tarde para ofrecerle un puesto de trabajo, no dudó en cambiar su ostentoso apartamento en el centro por una pequeña cabaña en las áridas y solitarias tierras de Nuevo México. A comienzos de los años sesenta, un puñado de «astrónomos chalados», entre los que se encontraban algunos de los mejores científicos del mundo, fundó el SETI. Su idea no podía ser más sencilla: la radio es una tecnología básica: si enviar es fácil, recibir lo es todavía más. Sus ondas viajan a la velocidad de la luz y penetran fácilmente en planetas, galaxias y nubes de gas sin pérdidas significativas de intensidad. Según estos científicos, si una civilización avanzada intentara comunicarse con nosotros, nunca conseguiría cruzar las distancias infinitas del universo. La única forma realista de entablar comunicación con la Tierra sería enviando un mensaje por radio. Después de años de presión en el Congreso, el SETI obtuvo los fondos necesarios para explorar los cielos del hemisferio norte durante diez años. Bajo los auspicios de la NASA, el reducido personal había abierto dos instalaciones más, una en Hawai y la otra en Puerto Rico. Si había vida inteligente en el universo, el grupito de astrónomos del SETI era el que tenía más posibilidades de descubrirlo. A Richard le había tocado el turno nocturno de observación que, en la mayoría de trabajos, se considera el peor. Sin embargo, era el turno más solicitado por los científicos que trabajaban en Nuevo México. A las cuatro de la mañana, el científico de guardia podía deshabilitar el sistema de rastreo y utilizar uno de los telescopios más grandes para sus proyectos personales. Así pues, a Richard le faltaban dos horas para tener algo interesante que hacer, por lo que decidió perfeccionar su estilo de golf. Con una rodilla en el suelo, se imaginó alineando un putt para birdie en el green del dieciocho de Pebble Beach. —Todo el torneo se reduce a este último lanzamiento —murmuró como un comentarista de la televisión—. Yamuro se ha quedado a seis metros del hoyo. Eso no debería resultar difícil para un golfista de su categoría, pero tendrá que dar un golpe corto en la peor parte del recorrido, el tramo de campo más irregular, llamado «el camino». »Tienes toda la razón, Bob —susurró, como si fuera otro comentarista—, ese golpe es casi imposible. Ahora Yamuro tiene toda la presión encima. Se encuentra ante una situación crucial, pero ha superado otras similares cientos de veces. Si alguien puede hacerlo, es él. En el extremo más alejado de una sala repleta de caros dispositivos electrónicos había colocado un vaso de papel arrugado de lado. El golfista se puso en pie y practicó una serie de swings mientras la gran cantidad de público imaginario lo observaba en un silencio absoluto. Entonces levantó la mirada para recrear la escena. Echó un vistazo a la máquina alargada y estrecha bautizada como «Verdumatic» por su capacidad para cortar en rodajas y a dados el sonido aleatorio del universo y convertirlo en bocados digeribles por ordenador. En su lugar, él veía a su familia mordiéndose las uñas por la tensión acumulada. Su madre, con una expresión solemne en el rostro, asentía con la cabeza para demostrarle que confiaba en sus capacidades de anotar el tanto, y llenar de gloria el nombre de los Yamuro. El golfista se volvió y contempló un rostro que le resultaba familiar. —Cari —dijo solemnemente a una foto firmada del conocido astrónomo Cari Sagan que colgaba de la pared—, voy a necesitar tu ayuda en este golpe, amigo. Por fin, Yamuro se acercó a la bola, echó el palo hacia atrás y, acto seguido, con un golpe seco y seguro, mandó la bola hacia el hoyo. Se deslizó con irregularidad por los fragmentos gastados de la moqueta de la oficina hasta llegar al vaso de papel y tocar el borde antes de rodar a un lado. ¡Había fallado el golpe! El golfista se desplomó en el suelo, agonizante. Se había decepcionado a sí mismo, a todos sus fans y, lo peor de todo, a su madre. Cuando estaba de rodillas, apretándose el pecho e intentando encontrar palabras para expresar su dolor, sonó el teléfono rojo. Al científico de guardia le dio un vuelco el corazón. El teléfono rojo no era una línea externa, procedía directamente del ordenador central y significaba que los monitores habían recogido alguna señal extraña. Yamuro dejó el palo en el suelo, descolgó el auricular y escuchó con atención la voz metálica del ordenador leyendo una retahíla de coordenadas. En el tablero de control principal empezaron a encenderse una gran cantidad de luces rojas intermitentes. —No me lo puedo creer —dijo entre dientes al tiempo que anotaba la hora, la frecuencia y las coordenadas de posición de la perturbación en un bloc de papel. Cuando sonaba el teléfono rojo, algo que sucedía raras veces, significaba que los ordenadores de la sala contigua, los que clasificaban los miles de millones de canales de ráfagas de sonido espacial agudo y aleatorio, habían detectado algo anormal, algo que seguía una pauta determinada. No sin cierta aprensión y con el corazón cada vez más acelerado, Yamuro se sentó rápidamente en la silla del cuadro de mandos principal y cogió los auriculares. Se los colocó en los oídos y escuchó pero no le pareció oír nada especial, sólo el silbido y la crepitación habituales del universo. En esas circunstancias, el protocolo le exigía que avisara a los demás científicos, algunos de los cuales dormían en las cabañas repartidas por las instalaciones. Pero antes de pasar a formar parte del Club de la Falsa Alarma del SETI, Yamuro quería asegurarse bien. Probablemente se trataba de un nuevo satélite de espionaje o de un piloto extraviado pidiendo ayuda. Tecleó algunos números con decisión y asumió el control de la antena número uno. Al leer los datos de entrada, el telescopio volvió a la posición exacta en la que estaba al inicio de la perturbación. Entonces lo oyó. El sonido le hizo recostarse de golpe en el respaldo de la silla con los ojos abiertos como platos. Por encima del chisporroteo y borboteo habituales, oyó una progresión tonal con toda claridad. El sonido resonante oscilaba arriba y abajo en el interior de una ventana de frecuencia llamada «banda de hidrógeno». Sonaba casi como un instrumento, musical, como una especie de cruce entre un flautín y una sirena de niebla, y remotamente como un órgano de iglesia muy desafinado. Era un sonido totalmente nuevo para él y enseguida se percató de que era una señal. Cogió el telefonillo y, poco a poco, algo parecido a una sonrisa de sorpresa se dibujó en sus labios. Al cabo de diez minutos, en la pequeña sala de control parecía que se celebraba la fiesta del pijama tecnológico: astrónomos somnolientos con bata y zapatillas arremolinados en torno a la consola principal, pasándose los auriculares y hablando todos a la vez. Cuando Beulah Shore, la científico jefe de proyecto del SETI, apareció dando traspiés en la oscuridad, sus compañeros ya estaban convencidos de que habían entrado en contacto con una cultura alienígena. —Esta vez va en serio, Beul —le dijo Yamuro. Shore lo observó dubitativa y se desplomó en una silla bajo un póster que rezaba: «CREO EN LOS HOMBRECILLOS VERDES», que ella misma había colgado. —Espero que no se trate de uno de esos dichosos trabajitos de espionaje de los rusos —refunfuñó mientras se colocaba los auriculares y escuchaba sin cambio de expresión aparente. En aquellos momentos le estaban pasando dos cosas por la cabeza: «¡No hay duda!» «¡Lo hemos conseguido!» No había posibilidades de confundir el lento aumento y descenso del tono con algo accidental. Pero, al mismo tiempo, su formación científica y la necesidad de proteger el proyecto la obligaban a albergar un cierto escepticismo aunque oía los murmullos de emoción de sus compañeros. No obstante, ya había presenciado anteriormente la terrible decepción que se sufría después de una falsa alarma. «Interesante —comentó con cara inexpresiva—, pero no nos precipitemos, chicos. Quiero ejecutar una trayectoria de fuente. Doug, llama a Arecibo y pásales los números. Arecibo era un valle costero apartado en el este de Puerto Rico que contaba con el mayor radiotelescopio del mundo, de mil metros de diámetro. En cinco minutos, los astrónomos del lugar habían abandonado sus experimentos y girado su gran antena de acuerdo con las coordenadas señaladas. Por otra línea telefónica, los módems de alta velocidad transmitían los datos recibidos de forma instantánea. A medida que llegaban los resultados del telescopio de Arecibo, los científicos, cuyo comportamiento solía ser ejemplar, se daban codazos para ser los primeros en ver el informe que iba escupiendo la máquina. —Tiene que haber alguna equivocación—afirmó un científico, sorprendido y un tanto asustado. Yamuro arrancó la página de la impresora y se volvió hacia Beulah. —Según estos cálculos, la fuente está a trescientos ochenta y cinco kilómetros —dijo aturdido. Acto seguido añadió lo que ya sabían todos los que se encontraban en la abarrotada sala—. Eso quiere decir que procede de la Luna. Shore se acercó a la única ventana de la sala, descorrió la cortina un poco y escudriñó la luna creciente. —Parece que vamos a tener visita —concluyó—. Pero podían haber avisado antes —añadió después de un momento de reflexión. Situado justo enfrente de la Casa Blanca al otro lado del río Potomac, el Pentágono era el edificio de oficinas más grande del mundo. Aquella estructura pentagonal era el centro de la burocracia de más alto nivel de las Fuerzas Armadas de EE.UU. y estaba organizada como una pequeña ciudad. Incluso dos horas antes del amanecer, cuando el personal se reducía a los pocos miles de almas encargados del turno nocturno, era un lugar bullicioso. Un regimiento de camiones se alineaba cerca de los embarcaderos del edificio para hacer todo tipo de entregas, desde documentos secretos a provisiones para el restaurante, al tiempo que docenas de camiones de la basura recogían la montaña de residuos del día anterior. Un sedán Ford último modelo sin identificación se dirigía al edificio a ciento diez kilómetros por hora, por el estacionamiento sur. Un segundo antes de que chocara contra una pared, patinó y coleó a la perfección hasta quedar encajado en el espacio más cercano a las puertas delanteras. Pocos segundos después, el general William M. Grey, comandante en jefe de la Comandancia espacial de EE.UU. y responsable de la Junta de Jefes de Estado Mayor, subió las escaleras que conducían al vestíbulo. Las tapetas metálicas de la suela de sus zapatos emitían un ritmo enfurecido en contacto con las baldosas del suelo. Tres cuartos de hora antes estaba profundamente dormido, cuando sonó el teléfono. Sin embargo, aquel robusto sesentón llegó a la oficina con un aspecto impecable de la cabeza a los pies, digno de sus cinco estrellas de general. Su comandante de Estado Mayor, el coronel y científico Ray Castillo, se reunió con él sin que éste aminorara la marcha. El joven y larguirucho oficial siguió a su ceñudo jefe hasta los ascensores y abrió las puertas introduciendo rápidamente su tarjeta de identificación. Éstas se abrieron sin preámbulos y los dos hombres pasaron al interior. En cuanto se hubieron cerrado las puertas, los hombres sabían que podían hablar tranquilos. —¿Quién más lo sabe? —inquirió el general. —Los del SETI de Nuevo México han llamado hace aproximadamente una hora. Recogieron una señal radioeléctrica cerca de la una de la mañana. Lo que sea emite una señal repetitiva, que estamos intentando interpretar —respondió Castillo nervioso, esforzándose por sonar profesional. Era consciente de lo poco que Grey toleraba el trabajo chapucero. —¿Han llamado a alguien más? ¿A la prensa? —Han acordado no decir nada por ahora. Temen perder credibilidad si se precipitan en anunciar algo, así que van a llevar a cabo pruebas adicionales. —Bueno, ¿y de qué se trata? ¿Lo saben? El coronel Castillo negó con la cabeza y sonrió. —No, señor, no tienen ni idea, están más confundidos que nosotros. Grey movió la cabeza y dedicó una mueca de desaprobación a su ayudante. A los hombres y mujeres que trabajaban para la Comandancia espacial de EE.UU., departamento autónomo de las Fuerzas Aéreas, no les estaba permitido estar confusos sobre nada, como mínimo mientras Grey fuera el jefe. Su trabajo consistía en tener respuestas para todo. Castillo también hizo una mueca y observó la pila de papeles que llevaba. —Disculpe, señor. Las puertas se abrieron a un pasillo blanco y pulcro del sótano. Castillo tomó la delantera y atravesó una gruesa puerta. Él y el general se introdujeron en una sala subterránea destinada a la preparación de estrategias. Era lujosa y tenía un cierto aspecto cavernoso y estaba dominada por una gran pantalla con un mapa informatizado. Dicha sala, diseñada y construida a finales de los años setenta, era un amplio espacio oval cuya zona de trabajo principal, sesenta consolas de radar, se encontraba a un metro por debajo de un pasaje con un perímetro de trescientos sesenta grados. En aquel subterráneo, había más de treinta personas especializadas en las tareas de más alta seguridad controlando todo aquello que surcara los cielos: los satélites, las misiones de reconocimiento, todos los aviones de pasajeros, y las misiones de los transbordadores espaciales en cada una de sus fases. Además, una red de satélites dedicada exclusivamente a labores de supervisión vigilaba cada uno de los miles de silos conocidos para misiles nucleares en todo el mundo. Con su gruesa moqueta y los vistosos murales de vuelos espaciales en la pared, a Grey siempre le recordaba a «una maldita biblioteca», como la había llamado en más de una ocasión. —Eche un vistazo a estos monitores —instó Castillo, señalando una hilera de televisores convencionales que transmitían noticias de distintas cadenas de todo el mundo. Cada ciertos segundos, la imagen se distorsionaba de una forma diferente a lo que había visto hasta entonces. »La recepción vía satélite se ha deteriorado. Todas las recepciones vía satélite, incluidas las nuestras. Pero hemos podido conseguir estas imágenes. Se encaminó a una mesa de cristal cercana iluminada desde abajo y mostró a Grey una gran transparencia fotográfica obtenida con una cámara de infrarrojos. En ella aparecía un objeto poco definido similar a un orbe en un fondo de estrellas. La calidad de imagen no resultaba lo suficientemente buena como para que el general pudiera llegar a alguna conclusión. Varios miembros del personal de la Comandancia espacial se arremolinaron en torno a aquella mesa. Grey, el único del grupo que no era científico, no iba a empezar a plantear preguntas estúpidas. Así pues, lanzó una mirada furiosa a la imagen borrosa antes de comunicarles su opinión. —Parece una cagarruta. Castillo estuvo a punto de soltar una carcajada pero se percató de que su jefe no intentaba hacerse el gracioso. Prosiguió con la explicación colocando otra foto, también tipo cagarruta, del objeto. —Estimamos que este objeto tiene un diámetro de más de quinientos cincuenta kilómetros —informó—, y una masa igual aproximadamente a una cuarta parte de la de la Luna. —Virgen Santa... —A Grey no le gustaba cómo sonaba aquello—. ¿Qué creéis que es? ¿Un meteoro, quizá? Todos los oficiales intercambiaron miradas. Quedaba claro que a Grey no le habían informado plenamente de la naturaleza del objeto que estaban observando. —No, señor —se atrevió a decir uno de los oficiales—, es imposible que sea un meteoro. —¿Cómo lo sabes? —Pues por una razón, señor, está aminorando la velocidad. Lleva haciéndolo desde que lo divisamos por primera vez. La expresión amenazadora característica de Grey se convirtió en una mueca de perplejidad cuando empezó a darse cuenta de las implicaciones de lo que le decían. Si reducía la velocidad quería decir que el objeto estaba controlado, pilotado. Sin dudarlo un solo momento, se acercó al teléfono más cercano y llamó al secretario de Defensa a su casa. Cuando su esposa le comunicó que estaba durmiendo, Grey no se anduvo por las ramas. —¡Pues despiértelo! ¡Se trata de una emergencia! Thomas Whitmore, de cuarenta y ocho años, era una de las primeras personas en levantarse en una ciudad de madrugadores. Se encontraba encima de la cama con el pijama todavía puesto ojeando una pila de periódicos por encima de sus lentes bifocales. La noche en el distrito de Columbia era sofocante y bochornosa; ni siquiera con el aire acondicionado puesto se sentía a gusto para volver a dormirse. El teléfono sonó un poco después de las cuatro. Sin levantar la mirada de un artículo sobre la política de navegación internacional, alargó la mano hasta la mesita de noche, descolgó el auricular y esperó a oír la voz de quien llamaba. —Hola, guapo —susurró una voz femenina por el teléfono. Entonces prestó atención. Al reconocer la voz, Whitmore dejó el periódico a un lado. —Vaya, vaya. No esperaba que me llamaras esta noche. Pensaba que ya estarías durmiendo. ¿En qué puedo servirte? —sonrió. —Háblame mientras me desvisto —respondió ella. —Creo que en eso podré servirte —dijo Whitmore arqueando una ceja. No recibía peticiones como ésa cada día. Echó un vistazo alrededor del magnífico dormitorio para asegurarse de que estaba solo, a excepción del pequeño cuerpo oculto por las sábanas al otro lado de la cama. Consultó el reloj de pared—. Aquí son más de las cuatro de la mañana. ¿Ahora llegas? —Sí. —No parecía muy contenta. —Debes de tener ganas de estrangularme. —La verdad es que se me ha pasado por la cabeza. —Cariño, las leyes federales prohíben expresamente cualquier intento de infligirme daños corporales —le informó—. ¿Cómo es que ha acabado tan tarde? —La fiesta era en Malibú y han cerrado la autopista del Pacífico. Las olas se estrellaban contra la carretera. Suponen que ha habido un terremoto en alta mar. De todas formas... —¿ Y qué ha dicho Howard? —preguntó Whitmore inquieto. La había mandado a Los Angeles en una misión no demasiado secreta destinada a conseguir que Howard Story, un ejecutivo millonario de la industria del espectáculo con experiencia en Wall Street, se uniera a su campaña. —Ha aceptado —le informó ella. —¡Excelente! Marilyn, eres increíble. Gracias. Nunca volveré a pedirte que hagas una cosa así. —Mentiroso —le espetó con una sonrisa. Una de las cosas que a Marilyn más le agradaban de su marido era lo mal que se le daba mentir. Apagó la luz de la habitación del hotel y se introdujo en la cama. Odiaba a aquella gente tan pretenciosa de Hollywood y sus lujosas fiestas al aire libre. Todos intentaban impresionar a los demás jactándose de su círculo de amigos selectos y hablando de los grandes proyectos que tenían en perspectiva. Hubiera preferido quedarse en la «casa» descalza y con sus vaqueros. —En ese caso tengo que confesarte algo —dijo Whitmore—. Estoy en la cama con una preciosa jovencita morena. —Mientras pronunciaba estas palabras, el pequeño cuerpo del otro extremo de la cama se revolvió ligeramente, consciente en cierto modo de que hablaban de ella. Whitmore retiró la sábana para observar el rostro adormecido de su hija de seis años, Patricia, que había adornado la almohada con los restos de su saliva. —Tom, espero que no hayas vuelto a dejarla ver la tele hasta las tantas. —Sólo hasta hace un rato —confesó su marido. Patricia percibió algo en la voz de su padre y, sin abrir los ojos, levantó la cabeza de la almohada. —¿Es mamá? —¡Vaya! ¡Se ha despertado! —exclamó Whitmore por el teléfono—, y me parece que quiere hablar contigo. ¿A qué hora vas a coger el avión de vuelta? —Mañana después de comer. —Perfecto. Llámame desde el avión si puedes. Te quiero. Bueno, te dejo con la pequeña. Le pasó el teléfono a su hija y buscó el mando a distancia de la televisión. Encendió el aparato y pasó de un canal a otro hasta que encontró un debate político en el que un grupo de «expertos» pontificaba sobre el tema. A intervalos muy frecuentes, la pantalla se dividía en barras verticales que luego se desplazaban hacia un lado. Aunque resultaban un tanto molestas, no le impedían escuchar el tira y afloja de los participantes. —Lo dije durante la campaña y lo sigo diciendo —declaró un hombre calvo con tirantes—, el equipo de asesores que el presidente empleó durante la Guerra del Golfo no se parece en nada al tipo de políticos astutos y experimentados necesarios para sobrevivir en Washington. Después de una breve luna de miel con el Congreso, la inexperiencia se está apoderando de él. Según las encuestas, su popularidad sigue descendiendo. Una mujer con un peinado elegante y una lengua viperina agitó la mano para mostrar su desaprobación. —Charlie, pareces un reloj estropeado, sólo aciertas dos veces al día. Pero hoy es una de esas raras ocasiones en las que estoy de acuerdo contigo. Esta administración se ha quedado atrapada en la ciénaga de las negociaciones de Washington D.C. En las últimas semanas, el presidente se ha sumergido en las lóbregas aguas de la política pragmática que se decide entre bastidores, y se ha encontrado a los tiburones del Partido Republicano mordiéndole los tobillos. Whitmore puso los ojos en blanco ante aquella prosa tan recargada. «¿De dónde sacarán a esta gente?» Aturdido y divertido a la vez, se levantó de la cama para ver si podía arreglar el televisor. A medida que tocaba los botones, las cadenas se sucedían una tras otra. Estuvo mirando el aparato desconcertado hasta que descubrió que Patricia se había adueñado del mando a distancia. Después de despedirse de su madre, buscaba los primeros dibujos animados del día. En todas las cadenas se producía la misma distorsión de imagen. —Cariño, es demasiado pronto para los dibujos. Tienes que dormir un poquito más. —Sí, ya lo sé, pero... —La niña hizo una pausa para pensar, a la espera de llegar a un trato. Acto seguido cambió de estrategia—. ¿Por qué se ve tan mal? —Es un experimento —le informó su padre—. La gente de las cadenas de televisión quiere ver si consigue que las niñas vean programas aburridísimos toda la noche para que se pierdan los divertidos durante el día. Patricia Whitmore no se creía ni una palabra. —Papá —dijo ladeando la cabeza—, eso es ridículo. —¿Ridículo? —preguntó riendo entre dientes—. Me gusta. —Sin embargo, apagó el televisor y apartó el mando a distancia—. Duerme un poco, hija. —Se puso la bata, recogió los periódicos y salió por la puerta. En el pasillo, un hombre trajeado leía una novela barata sentado en una silla. Sorprendido, cerró el libro de golpe y se puso en pie de un salto. —Buenos días, señor presidente. —Buenos días, George. —Whitmore se detuvo y le mostró un artículo del periódico—. Tengo algo que decirte: ¡los Chicago White Sox! —¿Han vuelto a ganar? —Léelo y llora, querido amigo. En realidad, a ninguno de los dos les interesaban demasiado los deportes pero ambos se mantenían informados para tener algo que decirse cuando estaban juntos. George era de Kansas City y Whitmore de Chicago. La victoria de la noche anterior daba ventaja a los Royáis en la carrera por el título de béisbol. George, el agente del Servicio Secreto encargado de la seguridad del presidente desde medianoche hasta las seis, fingió leer el artículo hasta que Whitmore se encontró a una distancia prudente. Acto seguido sacó su walkie-talkie y notificó con un susurro a sus colegas guardaespaldas que su jornada laboral había empezado. La habitación destinada al desayuno era una alegre sala empapelada de amarillo y con un mobiliario antiguo reunido por Woodrow Wilson a comienzos de siglo. Una atractiva joven ataviada con una blusa blanca y una falda marrón estaba sentada a la larga mesa que dominaba la sala. Calzaba unos zapatos cómodos e iba perfectamente peinada. Ya había acabado de desayunar y estaba enfrascada en la lectura de un montón de periódicos y comunicados de prensa cuando llegó su jefe. —Connie, hoy has madrugado. —Esto es una vergüenza, una desfachatez —refunfuñó sin levantar la mirada—, el periodismo más carroñero y barriobajero que he visto. Era guapa, inteligente y muy batalladora. Constance Spano, la directora de comunicaciones del presidente Whitmore, empezó formando parte de su personal de campaña la primera vez que se presentó a las elecciones y, con el paso de los años, se había convertido en su asesor más preciado. Los dos habían llegado al punto en que podían acabar las frases del otro. Aunque le faltaba poco para los cuarenta, parecía mucho más joven y era una muestra evidente de la juventud de la administración Whitmore. Su misión era defender con uñas y dientes a su jefe de los ataques cada vez más irresponsables y despiadados de la prensa. Aquella mañana el motivo de su ira era el editorial de The Post. —No puedo creerme esta bazofia —dijo golpeando el periódico con el dorso de la mano—, ahora mismo hay cientos de proyectos de ley en el Congreso y dedican la columna de opinión del viernes a criticar rasgos de la personalidad. —Sin levantar la mirada, despejó un poco la mesa para él. —Buenos días, Connie —le dijo su jefe con retintín mientras se servía una taza de café. Ella alzó los ojos del periódico. —Oh, sí, lo siento. Buenos días —dijo antes de empezar a enumerar los crímenes de los periódicos conservadores de la ciudad—. Tom, se han pasado toda la semana criticando tus propuestas de sanidad y energía pero hoy se lanzan al ataque personal. Escucha esto: «Dirigiéndose al Congreso... —Hizo una pausa para que el mayordomo sirviera la tortilla a su jefe—,... dirigiéndose al Congreso a comienzos de esta semana, Whitmore, en vez del presidente, parecía el huerfanito Oliver sosteniendo su plato vacío y suplicando que le dieran un poco más.» —Connie lo miró fijamente, ultrajada—. ¿Me he perdido algo o son las típicas calumnias de la vieja guardia? Whitmore, a diferencia de muchos otros políticos, nunca se tomaba los periódicos demasiado en serio. Dejaba esa parte del trabajo a Connie, consciente de que antes de que acabara el día, devolvería el golpe a todo aquel que hubiera osado atacarle. —Se lo merecía —dijo el presidente entre bocado y bocado. —¿Quién? ¿Qué se merecía? —Oliver. Un niño hambriento pidiendo más potaje al roñoso dueño del orfanato. A mí me parece un halago. —En el fondo se meten con tu edad. —Connie no compartía su opinión—. Intentan difundir la idea de que careces de experiencia o conocimientos suficientes. Y la única razón a la que se aferran es que tienen la impresión de que has tirado la toalla, de que has abandonado tus ideales. Cuando Thomas Whitmore lucha por lo que cree, entonces dicen que es idealismo. Pero últimamente ha habido demasiados acuerdos, demasiados negocios favorables para todas las partes. —Se calló y cogió su taza de café, consciente de que estaba exagerando. Pero alguien, pensaba Connie, tenía que atreverse a decirlo en voz alta. Whitmore se llevó otro trozo de tortilla a la boca y lo masticó concienzudamente antes de responder. —La línea que separa el defender un principio y el ocultarse detrás de uno es muy fina —dijo tranquilamente—. Yo acepto los acuerdos si nos sirven para seguir adelante con nuestros propósitos. Los estadounidenses no me eligieron para que pronunciara discursos inspirados. Quieren resultados, y eso es lo que intento darles. La opinión de Connie era que él no acababa de entender sus argumentos. Ella consideraba que los verdaderos logros no se obtenían saliendo del paso de los problemas. Temía que Whitmore estuviera perdiendo su chispa, su perspicacia. Hasta hacía poco, todo lo relacionado con su presidencia había sido distinto. Habían hecho campaña hablando de servicio y sacrificio, un mensaje tipo «No preguntes qué puede hacer tu país por ti...» que, a ojos de todos los expertos y especuladores, garantizaba el suicidio político. Dijeron que nadie quería saber nada de hacer más y recibir menos. Pero Whitmore había conseguido, de una forma extrañamente encantadora, que millones de estadounidenses creyeran en ese mensaje y así es como había vencido a su oponente republicano. En su primer año, había introducido importantes iniciativas legislativas para reformarlo todo, desde el sistema legal a la sanidad pasando por el medio ambiente. Pero durante los últimos meses, los programas se habían atascado en los comités, raptados por los legisladores que querían obtener algo para sus circunscripciones. En contra de los consejos de Connie y de muchos de sus asesores, el joven presidente había dedicado la mayor parte de sus esfuerzos y de su tiempo supervisando sus proyectos de ley durante el proceso, permitiéndose el lujo de entretenerse atendiendo a los representantes del primer mandato, de los cuales podía haber prescindido. Ellos deseaban cooperar, pero sólo a cambio de favores. Mientras tanto, su prestigio y popularidad entre los votantes había descendido. Para Connie, Whitmore no era sólo su jefe, era su amigo y su héroe. Le dolía el corazón verlo sangrar por las miles de pequeñas heridas que le infligían los demás políticos, y la sesión del verano no había hecho más que empezar. —¡Hablando de logros! —dijo Whitmore sin ocultar su sonrisa y enseñándole la portada del Orange County Register—, me han elegido uno de los diez hombres más sexy de EE.UU. Por fin conseguimos algo importante. —Este comentario sirvió para distender el ambiente y los dos rieron a carcajadas al leer el artículo. Un joven que asomó la cabeza por la puerta los interrumpió. —Disculpe, ¿señor presidente? —Alex, buenos días —dijo a su secretario—. ¿Qué quieres? —Una llamada, señor. Es el secretario de Defensa y dice que se trata de una emergencia —dijo nervioso mientras Whitmore se dirigía al teléfono de la sala. —¿Qué ocurre? —preguntó Whitmore. Escuchó atentamente durante los siguientes dos minutos al tiempo que se acercaba a la ventana y miraba hacia el exterior. Por la expresión de su jefe, Connie enseguida se dio cuenta de que, fuera lo que fuese, se trataba de algo grave. Lo suficientemente grave como para cambiar todo el programa del día.
 Uno de los fenómenos más sorprendentes de la humanidad es la frecuencia y facilidad con que ignoramos los milagros. Las cosas más extrañas, locas y sublimes siempre ocurren a nuestro alrededor y nadie les presta demasiada atención. Uno de estos milagros solía producirse en el Cliffside Park de Nueva Jersey. Cada mañana de verano, durante unos momentos gloriosos, cuando el sol empezaba a ascender del Atlántico, grandes rayos de luz se filtraban por los cañones que formaban los rascacielos de Manhattan y se mezclaban con la bruma procedente del Hudson. Se trataba de una escena que se había hecho famosa en las postales y en los anuncios de la televisión, pero los hombres que se reunían en el parque cada mañana antes del amanecer no le dedicaban más que una mirada furtiva. Casi todos eran señores mayores que iban a jugar al ajedrez en las largas hileras de mesas de piedra cercanas a Cliffside Drive. Por cada jugador, había tres mirando. Hablando en susurros intercambiaban cotilleos y noticias, anunciaban el nacimiento de nietos y la muerte de viejos amigos. De no ser por las zapatillas y sudaderas que llevaban, podía tratarse de los antiguos griegos parlamentando en el ágora. El grupo más numeroso de hombres se arremolinaba alrededor de dos expertos jugadores de ajedrez, David y Julius. Eran dos oponentes atípicos: David era alto, huesudo y apasionado, y tenía una buena mata de pelo negro y rizado. Aunque tenía treinta y muchos años, jugaba con la concentración de un chaval erigiendo una casa con naipes. Se pasaba los dedos por la cara y dibujaba expresiones extrañas. Sus largas piernas se enroscaban formando ángulos incómodos y chocantes a los ojos de los demás. Como estaba totalmente absorto en el juego, no se daba ni cuenta de que parecía un contorsionista. Sabía que tenía que concentrarse si deseaba vencer a un oponente tan astuto como Julius. Julius, por el contrario, sólo sé sentaba de una forma determinada. Solía decir que a sus sesenta y ocho años tenía el trasero demasiado gordo como para adoptar las posturitas de David. En cuanto se instalaba en su sitio no se movía para nada. Las piernas, estiradas, tenían la longitud justa para apoyar los talones en el suelo. Llevaba los pantalones perfectamente planchados subidos hasta la mitad de las pantorrillas, por lo que se le veían los calcetines blancos que pensaba que nadie alcanzaba a ver. Bajo la cazadora, vestía una de las dos docenas de camisas blancas que le había dado su cuñado cuando se jubiló del negocio de ropa cinco años atrás: «Eh, ¿por qué no? ¡Me quedan perfectamente!» El hombre completaba su aspecto con un puro en un extremo de la boca. Estos contrincantes se habían enfrentado muchas veces y solían atraer a un público considerable. La partida de aquella mañana se había iniciado con una sucesión de movimientos convencionales hasta que el hombre mayor, jugador rápido, inició un ataque relámpago con sus alfiles. Desde entonces, David había tenido que meditar cada uno de sus movimientos. Julius, a quien agradaba dar espectáculo, empezó a minar la moral de David, en voz alta para que todos le oyeran. —¿Vas a tardar mucho? A este paso se me va a acabar la Seguridad Social y seguirás ahí sentado. David se pasó los dedos por la cara. —Estoy pensando —dijo sin levantar la mirada. —¡Pues date prisa! David levantó el caballo de la reina y lo movió con vacilación hacia delante. En cuanto soltó la pieza, Julius respondió con la rapidez del rayo, adelantando un peón para retarlo. David levantó la mirada, realmente sorprendido, antes de analizar sus opciones en el juego. —Ya está otra vez pensando —comentó Julius, introduciendo la mano en una bolsa de papel bien doblada para sacar una taza de plástico llena de café. David le lanzó una mirada de desaprobación. —Oye, ¿dónde está la jarra de viaje que te compré? —En el fregadero, está sin lavar. —¿Tienes idea de cuánto tardan éstas en descomponerse? —David alargó el brazo para coger la taza, pero Julius se echó hacia atrás para proteger su preciada cafeína. —Escucha, Señor Ecosistema, si no mueves rápido, yo voy a empezar a descomponerme. Venga ya. Contrariado, David respondió al peón adelantado con uno de los suyos. Entonces sí que Julius le dio algo que pensar. Sin dudarlo, colocó a la reina en el ojo del huracán. —Bueno... —El viejo se inclinó sobre el tablero—, si no me equivoco, ayer alguien te dejó un mensaje en el contestador. —Julius se echó hacia atrás y tomó un sorbo de café. David se limitó a soltar un gruñido—. Además, me parece que esa persona está soltera después de un desafortunado divorcio, que no tiene hijos, que tiene un trabajo interesante, que tiene estudios y encima es atractiva. Todo bueno. —Ya estamos otra vez —refunfuñó su contrincante. En un determinado momento, Julius siempre sacaba algún tema comprometido, algo que le hacía sentirse incómodo ante el juego. David estaba convencido de que no lo hacía con mala intención, de que el viejo se preocupaba por él, de que quería verlo feliz. Aunque tal vez también quería ganar al ajedrez. Protegió el alfil adelantando el caballo del rey. —Supongo que la llamarías, ¿no? —dijo Julius, adelantando otro peón como quien no quiere la cosa. —Mira, estoy seguro de que es guapa y sofisticada, pero me invitó a unos bailes de country. Yo no me veo bailando eso y, además, estoy convencido de que esos vaqueros ajustados pueden causar un daño irreparable a los órganos reproductores. —¿Qué quieres decir? ¿Es que ni siquiera puedes devolverle la llamada a la pobre chica y hablar cinco minutos por teléfono? Ya que ella ha reunido el valor suficiente para llamarte, ¿no podrías ser un poco más amable? —Papá, no me interesa —respondió David de forma decidida—. Además, todavía estoy casado. —David le mostró el anillo de boda para confirmar lo que decía y colocó uno de sus alfiles en un lugar seguro. De repente, Julius se sintió incómodo por la presencia de la gente, los veteranos que eran sus amigos y confidentes. Estaban al tanto de la triste historia del matrimonio roto de David y de su negativa, o de sus dificultades, para solucionarlo. Les dirigió una mirada con la esperanza de que entendieran la indirecta y se esfumasen, pero no se dieron por aludidos. Estaban más interesados en la conversación que en la partida. Como solía hacer, Julius continuó y dijo lo que pensaba a pesar de todo. —Hijo, te agradezco mucho que pases tanto tiempo conmigo. La familia es importante, pero lo que quiero decir es que han pasado ¿cuántos?, ¿cuatro años?, y todavía no has firmado los papeles del divorcio. —Tres años. —Tres, cuatro, diez, ¿qué más da? La cuestión es que ya es hora de que empieces una nueva vida. Te lo digo en serio... lo que haces no es bueno para ti. Y como si sirviera para probar sus palabras, Julius hizo su jugada y le mató un caballo con la reina. —¿No es bueno para mí? Mira quién fue a hablar —le replicó David señalando el puro y el café de su padre—. Estamos expuestos a un montón de agentes carcinógenos y tú empeoras las cosas con... El pitido insistente del busca de David lo interrumpió. Miró el número en la pantalla y vio que era Marty que llamaba de la oficina por tercera vez en esa mañana. —Ya va la sexta vez que te llaman. ¿Es que quieres que te despidan? ¿O has decidido buscarte un trabajo de verdad? —le preguntó su padre. David movió el alfil y mató a uno de los peones que protegían al rey de Julius. —Jaque mate —anunció con parsimonia—. Hasta mañana papá. Deshizo su complicada postura, se levantó de un salto, besó a su padre en la mejilla y después cogió su bicicleta de carreras de quince marchas. —¡Esto no es jaque! —gritó Julius—. Todavía puedo matarte el... pero luego tú puedes... vaya. ¡Podrías dejar ganar a un anciano alguna vez, no te morirías por eso! Julius le decía todo esto a su hijo mientras éste ya se alejaba pedaleando, pero secretamente Julius Levinson estaba encantado de que su hijo pudiese aparecer cuando le apeteciera y ganar a casi todos los del parque.
 Había un atasco de mil demonios en la hora punta. Por todo el puente de George Washington, el ruido de las bocinas del intenso tráfico se mezclaba con los graznidos de diez mil gaviotas hambrientas y producía una cacofonía matinal sobre el Hudson y Manhattan. David, en su bicicleta, atravesó el atasco y giró a la derecha en Riverside Drive. Cinco minutos después, se metió por una calle llena de viejos almacenes y se deslizó hasta pararse enfrente de un viejo edificio de obra vista con seis plantas. Unas grandes letras de acero inoxidable fijadas en los ladrillos informaban del nombre del actual ocupante: COMPACT CABLE CORPORATION. Frente a la entrada principal, un hombre con un piquete marchaba de un lado a otro en señal de protesta. David se bajó de la bicicleta y, acompañándola, se dirigió hacia él. —Todavía pretende obligarnos a cerrar, ¿no? —Así es, amigo —le contestó el individuo. King Solomon era un hombre de color, delgado y nervioso, de unos cincuenta años. Como era habitual, iba vestido con un traje bien planchado y una pajarita. En el piquete se leía: «Libera los cielos, las empresas de comunicación por cable NO TIENEN DERECHO a cobrarte.» —No te he visto en un par de meses —le dijo David—. ¿Todo va bien? King miró a ambos lados y luego se acercó a él como si estuviera conspirando. —He estado en la biblioteca investigando. He encontrado un montón de material para mi programa. King tenía un espacio de media hora en el canal público en el que competía con las grandes empresas de comunicaciones como AT amp;T. Además, llevaba años organizando protestas en la ciudad y explicando sus peculiares ideas, una mezcla de socialismo y anarquismo, a cualquiera que estuviera dispuesto a escucharlo. —Oye Levinson, ¿tienes un momento? David se imaginó a Marty corriendo histérico por toda la oficina y tirándose de los pelos por culpa de algún detalle técnico. —Claro que tengo un momento —le respondió. —Vale, la cuestión se centra en las llamadas de teléfono, pero se aplica también a la extorsión legal de las empresas de televisión por cable porque las dos cosas funcionan a través de satélites. Como los tipos como vosotros controláis esos satélites, podéis cobrar a tipos humildes como yo precios absurdos por ver un partido de fútbol o llamar a mi novia a Amsterdam, ¿no? Pues lo mismo pasaba en Inglaterra en 1840. El Gobierno intentaba regular las comunicaciones para sacar más dinero. Si alguien quería enviar una carta, tenía que ir a la oficina de Correos y dársela a un empleado. Cuanto más lejos iba la carta, más tenías que pagar. El recargo por larga distancia, ¿te das cuenta? Todo era tan caro y tan jodidamente complicado que nadie escribía cartas. Entonces llegó ese individuo, ahora no me acuerdo del nombre, que se dio cuenta de que todo el trabajo se hacía al principio y al final del proceso, clasificando y luego entregando las cartas. Todos los costes del camino, el envío, eran los mismos tanto si había una carta como si había cien. Entonces el tipo en cuestión se va al rey y le dice: «Tío, esto es una mierda. Pongamos un precio bajo para todas las cartas, vayan donde vayan.» El rey le dijo que vale y ¿sabes qué pasó? —Que todo el mundo empezó a escribir cartas. —Exacto, mon ami. Por toda Europa la gente empezó a expresar sus sentimientos y a comunicar sus ideas científicas y ¡tachan! llegó la Revolución Industrial. Por eso vengo aquí cada día. Si dejarais de monopolizar los satélites de allá arriba a expensas del contribuyente, podría llamar a mi novia a Amsterdam y mi programa se podría ver en China. Podría haber un importante movimiento social, una revolución de la información. ¿ Qué te parece? En algún momento del discurso de King, el busca de David había pitado otra vez. Era absurdo, incluso tratándose del eternamente histérico Marty. Empezó a pensar que a lo mejor estaba ocurriendo algo realmente importante. —Como siempre, King, eres convincente. ¿Te has conectado alguna vez a la World Wide Web, a Internet? No. No tenía ordenador. David le explicó dónde podía encontrar una terminal pública y le propuso que lo probase. Era lo más parecido a la comunicación sin restricciones que él conocía. Había llegado el momento de ir a trabajar y de enfrentarse a Marty.
 Detrás de las puertas giratorias había un mundo completamente diferente. El vestíbulo principal de la empresa era elegante, estaba decorado con mármol y caoba, y tenía un techo de tres plantas de altura. En medio del vestíbulo había un lujoso mostrador bajo que presidía la entrada. Con la bicicleta sobre un hombro, David pasó la recepción y entró en la planta principal de la empresa, un amplio espacio de pequeñas oficinas separadas por paneles, con una gran hilera de monitores de televisión colocados en la pared meridional. En cuanto entró, se dio cuenta de que estaba ocurriendo algo gordo. Había más ruido del normal y aquello parecía un hormiguero. Antes de que pudiera bajarse la bicicleta del hombro, se encontró frente a un torbellino humano. Marty Gilbert, un hombre macizo con una lasciva barba de chivo, salió disparado de su despacho agitando los brazos y gritando: —¿De qué narices te sirve tener un busca si nunca conectas el jodido cacharro? Despidiendo humo por las orejas, Marty se paró en medio de la sala esperando una respuesta. Iba pertrechado con sus dos armas favoritas: una lata de gaseosa baja en calorías en una mano y un teléfono inalámbrico en la otra. —Estaba conectado —repuso David con tranquilidad—. Simplemente, he pasado de ti. —¿Me estás diciendo que has recibido todos mis mensajes y que no has llamado? —gritó Marty—. ¿No se te ha ocurrido pensar que quizá, sólo quizá, pasaba algo importante? David estaba acostumbrado a sus espectaculares ataques de furia. Tenía uno día sí, día no, y normalmente duraban diez minutos. Vivía en un estado perpetuo de ansiedad. Tenía un carácter nervioso y había acrecentado su problema aceptando el agotador cargo de jefe de operaciones de una de las mayores empresas proveedoras de televisión por cable del país. Su trabajo consistía, según sus propias palabras, «en ocuparse de todos los detalles». En una empresa compleja como COMPACT CABLE CORPORATION había miles de detalles que podían ir mal y un número suficiente de ellos iba mal cada día como para mantener a Marty de ataque en ataque. La pelea de aquella mañana era un ejemplo perfecto de la razón por la que Marty odiaba a muerte a David y le quería como a un hermano al mismo tiempo. Marty sabía a ciencia cierta que David era el mejor ingeniero jefe del país. Estaba tan bien preparado para el trabajo, era tan bueno con los entresijos técnicos, que Marty era consciente de que ni en mil años podría encontrar a alguien que lo reemplazase. David era su arma secreta, el as en la manga que lo mantenía por delante de la competencia. Ahora que al fin había aparecido, Marty estaba seguro de que sólo era cuestión de esperar un poco antes de llamar a la oficina central con la buena noticia de que eran los primeros en restablecer el servicio a los clientes, pero le sacaba de quicio la descarada informalidad con la que David se tomaba todo. Si no había contestado a sus llamadas, Marty podía refunfuñar todo lo que quisiera, pero poca cosa más podía hacer. El caprichoso mago de la técnica trabajaba cuando le convenía y Marty era incapaz de controlarlo. —¿Y cuál es esa emergencia tan importante? —Nadie ha conseguido averiguarlo. —Marty se calmó con un buen trago de gaseosa—. Empezó esta mañana alrededor de las cuatro. Todos los canales se ven como si estuviéramos en 1950. Las imágenes aparecen con nieve y tenemos problemas con el sincronismo vertical. Llevamos toda la mañana en la sala de alimentación probando de todo. David colocó su bicicleta cerca de las expendedoras automáticas de la cocina de los empleados y se disponía a dirigirse a la sala de alimentación cuando Marty, expresando su frustración, tiró la lata de gaseosa vacía a la basura. —Maldita sea, Marty, tenemos cubos con la etiqueta «Reciclar» por algo —dijo David alzando el tono de voz y volviéndose hacia él. El programa de reciclaje de la empresa se había implantado en gran parte a causa de la insistencia de David. El solo constituía un grupo de presión a favor de la política ecologista. Lo que le resultó más molesto todavía es que cuando se inclinó para sacar la lata, encontró seis latas idénticas más en el fondo del cubo. —¿Quién ha tirado las latas de aluminio a la basura? —preguntó horrorizado. —Denúnciame —le retó Marty. Entonces, antes de que David pudiera iniciar uno de sus discursos en pro de la salvación del planeta, su jefe lo cogió del brazo y lo condujo a la fuerza por un corto pasillo que conducía a una puerta en la que se leía «ALIMENTACIÓN PARA LA TRANSMISIÓN». En su interior se encontraban las entrañas mecánicas de Compact Cable. Había cientos de cajas de acero planas, los moduladores de señales, colocados en altos estantes en la pared del fondo. Una gran consola con un panel de conmutación y de mezclas se extendía bajo una hilera de monitores de televisión. Colgados de las paredes, había mapas que mostraban la posición de los satélites, las polarizaciones verticales y horizontales de los repetidores, las diferentes licencias comerciales dentro del ancho de banda en megahercios y un viejo póster con cuatro hippies en San Francisco con las palabras «Es mejor vivir con las drogas» sobre sus cabezas. Y cable: kilómetros de cable coaxial, la espina dorsal de la industria, encaramado a los estantes superiores y recorriendo el suelo. Como mil serpientes retorciéndose en una tumba egipcia, el cable conectaba cada pieza de la maquinaria a todas las demás. —Bueno, chicos, haced sitio —chilló Marty cuando entraron—. El maravilloso doctor Levinson se ha dignado ofrecernos una demostración de sus habilidades. Sin prestar atención a sus palabras, David se dirigió al tablero de mezclas donde un técnico manipulaba unos botones. En el monitor situado sobre su cabeza se emitía el programa Today Show. Tal como Marty le había dicho, la imagen se desintegraba en líneas verticales que se movían cada pocos segundos. —Parece que alguien esté metiendo mano en la alimentación de nuestro satélite —masculló David mientras pensaba por un momento en King Solomon, que seguía protestando fuera del edificio. —Debe de ser eso —le dijo uno de los dos técnicos—. Estamos casi seguros de que se trata de un problema del satélite. —¿Habéis intentado cambiar los canales del repetidor? —¡Oh, vamos! —bramó Marty. Estaba de puntillas mirando por encima de los hombros de David—. Claro que lo hemos intentado. ¿Es que tenemos pinta de idiotas? No me contestes. David acercó una silla al tablero de control y se sentó. Casi inmediatamente, colocó las piernas en una complicada postura. —Poned el canal del tiempo. El técnico tecleó una orden. Apareció una pantalla con un texto en el monitor de la televisión: «Tenemos dificultades técnicas. Por favor, espere.» —¿Puedo? —preguntó David mientras apartaba al técnico—. Quiero probar algo rápido. Sus dedos volaron por el teclado y cambió el monitor para la recepción de la emisión, la recepción normal de la antena del tejado. De repente, el Today Show se vio bien, luego borroso, y después se volvió a ver bien. —Dios mío, eres un genio —dijo Marty efusivamente—. ¿Cómo lo has hecho? —No tan deprisa Marty. Con las piernas colocadas en la postura del loto, David dobló el cuerpo sobre el tablero y se puso a trabajar con una concentración rayana en el trance. El Today Show fue reemplazado por un gráfico de barras. Después de introducir unas cuantas órdenes más, David se enderezó para tomar aire. —Tenéis razón, decididamente se trata del satélite. La imagen buena era una emisión local. He dirigido nuestra parabólica del tejado hacia Rockefeller Plaza. Ellos envían señales buenas. —¿Y qué es esa mierda que sale en la pantalla? No estaremos enviando eso a nuestros clientes, ¿no? —¿Quieres relajarte de una vez? No, no está saliendo. Estoy haciendo una prueba de señales. —David analizó los resultados de la prueba en la pantalla y luego se sentó otra vez, perplejo—. Según esto, la señal del satélite está bien. Viene con toda la potencia. A lo mejor es el propio satélite lo que necesita reparaciones. Se volvió hacia Marty y le propuso un plan de acción. —Subiré al tejado y dirigiré la antena a otro satélite. Llama por teléfono y alquila algún canal. SatCom Five tiene mucho espacio disponible. Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del interpelado. Él no entendía de tecnicismos pero, por una vez, se había adelantado a David. —Ya pensé en eso —anunció con orgullo—. He llamado a SatCom, a Galaxy y a TeleStar. Todos tienen el mismo problema. —¿Todos? —preguntó David incrédulo—. Si esos tipos tienen el mismo problema, eso significa que todo el país, mejor dicho, todo el hemisferio, recibe mal las imágenes. —David reflexionó por un momento—. Es imposible. —Exacto —le replicó Marty—. Y ahora, arréglalo.
 ¡Pam! Miguel se incorporó de golpe interrumpiendo su profundo sueño e intentó ver lo que tenía delante. Había soñado que volaba. Una hermosa muchacha con la piel clara y unos luminosos ojos oscuros le había cogido de la mano y le había enseñado a elevarse en el aire. Al principio había sentido miedo de caer, pero en cuanto aprendió a hacerlo y los dos se pusieron a hacer piruetas y a deslizarse como un par de delfines, su único temor era que la chica desapareciese. ¡PAM! Apartó la cortina. Un batallón de soldados temerarios, los crios de siete y nueve años de la autocaravana de al lado, estaban disparando con pistolas de agua. Parecían las tortugas Ninja en el OK Corral. En cuanto les «alcanzaba» un disparo, se lanzaban de golpe contra la parte trasera de la caravana Winnebago de los Casse. —¡Vayanse! ¡Vale ya de golpear nuestra maldita caravana! —gritó. Los guerreros le miraron y luego se esfumaron gritando y desperdigándose por la «urbanización» Segal Estates, nombre que el propietario había tenido las agallas de ponerle al lugar. Aquel campamento de caravanas venido a menos era ahora una especie de pensión de mala muerte sobre el asfalto. La mitad de los inquilinos eran trabajadores mexicanos emigrados, campesinos, que juntaban su dinero para comprar una caravana de forma que pudiesen traer a sus familias. La otra mitad eran blancos que se habían «retirado» al desierto. Había medio kilómetro desde la autopista y una valla metálica los separaba de los campos de alfalfa de los alrededores. Miguel, junto con su hermana, su medio hermano y su padrastro habían alquilado una plaza en Estates desde hacía unos tres meses. Llevaban viviendo en la Winnebago casi un año. Dos semanas antes, Miguel se había graduado en el instituto Taft-Morton, pero se negó a asistir a la ceremonia. Apenas conocía a los otros chicos y temía que Russell, su padrastro, hiciera acto de presencia y lo dejase en ridículo. Aquella tarde, Alicia organizó una merienda con pasteles y gaseosa sólo para ellos cuatro. En mitad de la celebración, Russell, que había estado bebiendo algo más que gaseosa, comenzó a soltar un discurso, borracho y con lágrimas en los ojos, sobre lo orgulloso que se sentía y lo mucho que le hubiera gustado que la madre de Miguel estuviese viva para verlo. Todo terminó como solían terminar muchas de sus conversaciones, en una violenta discusión a gritos y con un portazo de Miguel. En la parte frontal de la caravana, Troy, de once años, estaba sentado en la «cocina» dando golpes al televisor. Estaban a unos sesenta y cinco kilómetros de Los Angeles y las emisiones habían sido desviadas hacia los satélites para mejorar la potencia de las señales, pero obviamente la cosa no iba muy bien. —¿Qué estás haciendo? —le gritó Miguel desde debajo de su almohada. —La tele se ve borrosa y las imágenes están mezcladas. —La tele no se arregla a golpes. Será un problema de la cadena. Déjalo. Pero Troy no tenía mucha paciencia. Después de dejar pasar diez segundos y al comprobar que la imagen no mejoraba, golpeó el aparato otra vez. Miguel retiró las sábanas y fue a ver qué pasaba. Ya eran las ocho de la mañana y él ya debería haber salido a buscar trabajo. —¿Lo ves? —le dijo Troy señalando la imagen que vibraba—. ¿Le doy otro golpe? —No, señor técnico de reparaciones Kung Fu, ya te lo he dicho. No es el aparato, son... las cosas esas, las ondas. Su hermano pequeño no estaba convencido, así que Miguel cambió de tema. —¿Ya te has tomado la medicina? —Me la tomaré más tarde. Troy había nacido con problemas en la corteza suprarrenal, la misma enfermedad que había terminado con la vida de su madre. Se suponía que debía tomar una pequeña dosis de hidrocortisona cada mañana, pero debido a lo cara que era la medicina, la familia le permitía saltársela un par de días a la semana. Mientras comiera bien y llevase una vida tranquila, prescindir de la medicina no suponía un problema demasiado grave. —¿Has comido algo? —No. —Alicia, ¿se puede saber qué están haciendo estos platos aquí? Obviamente, estaban en el fregadero esperando a que alguien los lavara. Ella se había hecho su desayuno y había dejado que los chicos se las apañaran solos. Estaba sentada delante, tendida sobre el asiento del copiloto de la Winnebago, recortando fotos de una revista de moda. Cuando oyó que Miguel le gritaba, subió el volumen de su walk-man. Tenía catorce años, estaba aburrida y había adoptado una actitud muy negativa. Desde que sus hormonas habían comenzado a despertarse durante aquella primavera, había empezado a maquillarse, a llevar minúsculos vaqueros recortados y camisetas blancas ajustadas, que se habían convertido en el uniforme no oficial de las chicas de su curso en el nuevo colegio. Miguel fue hasta donde se encontraba y estaba a punto de echarle una bronca por ser tan egoísta cuando un camión Chevy rojo frenó en seco en la grava al final del camino. El conductor se quedó un momento sentado mientras hablaba con expresión de enfado por el teléfono celular. Se llamaba Lucas Foster, un granjero local que había contratado a Russell Casse para hacer una fumigación de emergencia esa mañana. Los pulgones habían invadido las plantaciones desiertas al norte de Los Ángeles, justo a tiempo para los Casse, que andaban mal de dinero. El granjero bajó bruscamente del camión con una lechuga en una mano. Miguel supo que el día no iba a empezar demasiado bien. Se dirigió a la puerta lateral y la abrió. —Buenos días, Lucas. ¿Ocurre algo? —¿Está tu padre? —Lucas Foster, un hombre joven y fuerte, estaba que echaba chispas. Alicia pasó junto a su hermano y salió fuera. —Se fue a fumigar tu terreno —le explicó ella—. Se marchó hace un buen rato. —Entonces, ¿dónde diantres está ahora? Miguel se inventó la historia de que el avión de Russell había tenido un problema mecánico el día anterior, pero el otro no dejó que la acabara. —Siempre estamos igual con ese burro. ¡Ahora está por ahí con ochocientos dólares de insecticida mientras esos pulgones se comen mis cosechas! Lucas se dio cuenta de que estaba gritando y recuperó el control sobre sí mismo rápidamente. Sólo era un par de años mayor que Miguel y sentía lástima por él. En ese momento, estaba furioso consigo mismo por haber tomado una decisión llevado por la compasión que sentía por esos chicos y por su chiflado padre. —A lo mejor habrá tenido que ir a repostar y ahora está allí —dijo Miguel esperanzado. —No, acabo de llamar a mi padre y no está volando —replicó Lucas—. Seguramente llegará justo cuando comience a levantarse viento. Entonces tendremos que esperar hasta mañana, mientras los pulgones se comen toda nuestra cosecha. Sintiéndose humillado, Miguel deseó que la tierra se lo tragara. Su padrastro, un borracho conocido en todas partes, le había puesto en situaciones incómodas, pero nunca en una como ésta. Miguel no le reprochaba a Lucas que estuviera tan enfadado. Detrás de él, Troy seguía golpeando la televisión. —¡Troy, para de una vez! —le advirtió. —Si no está volando cuando vuelva, voy a llamar al aeropuerto de Antelope Valley y contrataré a otro. No puedo esperar otro día. —De acuerdo, es justo. Voy a buscarlo ahora mismo —le contestó Miguel. Cogió las llaves de su moto y salió. Mientras bajaba con Lucas hasta el final del camino, Alicia los llamó para preguntarle a Lucas si la llevaba al Circle K Market. —¡No! —explotó Miguel mientras giraba la moto para dirigirse a ella—. Tú te quedas aquí y le haces a Troy el desayuno antes de largarte. Miguel puso en marcha la moto, una vieja Kawasaki, de forma brusca y se marchó preguntándose adonde podría dirigirse primero.
 El coronel Castillo y su equipo del Pentágono habían llegado a la conclusión de que el enorme objeto había adoptado una posición fija y se había estacionado a menos de quinientos kilómetros por detrás de la Luna. A medida que la Luna se desplazaba, el objeto se movía con ella, escondido detrás de la esfera blanca, como si fuera un escudo. Después de recolocar tres de sus satélites, la Comandancia espacial de EE.UU. podía conseguir una imagen bastante buena del objeto. Tenían tres cámaras en directo que enviaban imágenes de infrarrojos del objeto a la Tierra, donde lo mantenían en constante vigilancia. —¡Coronel! —exclamó uno de los soldados—. ¡Será mejor que vea esto! Castillo acudió enseguida y echó un vistazo por encima del hombro del soldado a la imagen compuesta. La zona situada por debajo del imponente objeto estaba sufriendo algún tipo de cambio. —Parece como si estuviera explotando —apuntó el coronel Castillo. —Más bien parece un hongo soltando esporas —señaló el hombre que estaba en el monitor. Grandes fragmentos del objeto se estaban separando y se alejaban girando por el espacio. Después de observar el proceso durante unos minutos más, y de ver cómo los pedazos formaban un círculo, Castillo y los demás se dieron cuenta de qué estaban contemplando. Había llegado el momento de llamar al general Grey, que había atravesado el Potomac para ir a la Casa Blanca.
 Connie intentó escabullirse por la puerta lateral de su despacho, pero no funcionó. Miembros de su propio equipo, junto con una docena de trabajadores de la Casa Blanca, se apiñaban impacientes en el pasillo y se abalanzaron sobre ella en cuanto salió. Cada uno llevaba un bloc de notas repleto de preguntas urgentes. Durante toda la mañana los teléfonos habían estado sonando sin parar y había llamado un pez gordo detrás de otro: senadores, embajadores, reinas y reyes, la familia Whitmore, responsables de los medios de comunicación e importantes hombres de negocios que normalmente tenían acceso directo al presidente. Nadie sabía qué decirles y cada uno tenía su propio problema. Connie sabía que su gente necesitaba respuestas, pero no tenía tiempo para hablar con ellos. Ya llegaba cinco minutos tarde a la reunión con el presidente, cosa que nunca antes había sucedido. Llevaba el tiempo suficiente en su puesto de trabajo para saber cómo enfrentarse a una situación tensa: sonreír de forma encantadora, ignorar a todo el mundo y abrirse paso entre la multitud a la fuerza. Fran Jeffries, su ayudante, se dio cuenta de lo que se disponía a hacer. Se colocó delante de ella y habló deprisa. —La CNN dice que dentro de una hora van a hacer correr la voz de que EE.UU. puede haber realizado una prueba nuclear en la atmósfera a menos que llamemos para desmentirlo. Connie se encogió de hombros. —Diles que sigan adelante con eso si quieren quedar en ridículo. Todo el mundo empezó preguntar a gritos. —La NASA me ha estado persiguiendo toda la mañana —se quejó un ayudante agobiado—. ¿Puedes leer lo que han decidido? Es corto y necesitan la aprobación. —Nuestra postura oficial —le explicó—, es que no hay postura oficial. Constance, todavía sonriendo, siguió adelante mirando el retrato de Thomas Jefferson al final del pasillo. Cuando llegó allí, sorprendió a todos porque giró a la izquierda y se alejó de las escaleras, donde había más gente esperando con más preguntas. Apretó el botón del viejo ascensor, aquella antigualla instalada para Franklin Roosevelt. Cuando Gil Roeder, un agente de alto rango, vio que estaba a punto de escabullirse, elevó la voz por encima de la de los demás. —Connie, ¿se puede saber qué diablos está pasando? Calculó el tiempo a la perfección: justo cuando las puertas empezaban a cerrarse, ella intentó aparentar que se sentía ofendida por la pregunta. —Vamos, chicos. Si supiéramos algo, ¿creéis que no os pondría al corriente? —¡Seguro que no! —oyó que respondían todos al unísono cuando ya se habían cerrado las puertas.
 En el Despacho Oval, el presidente ya había dado la orden de que comenzase la reunión. Estaba con el jefe de Estado Mayor, Glen Parness, el responsable de la Junta de Jefes de Estado Mayor, el general Grey, y el secretario de Defensa, Albert Nimziki. Por diferentes razones, Whitmore confiaba en todos ellos. —Pero quiero recordar a todos —estaba diciendo Grey en aquel momento—, que por ahora nuestros satélites no son fiables. No está claro si esa cosa quiere o puede entrar en la atmósfera terrestre. Incluso es posible que no se acerque más. Puede ser que no quiera enfrentarse a la fuerza de la gravedad, por ejemplo. —Eso es cierto, señor presidente —admitió Nimziki—, ese objeto puede, como sugiere el comandante general, pasar de largo. Pero tenemos que estar preparados para lo peor. Puesto que no tenemos información, debemos suponer que el objeto es hostil. Recomiendo que demos nuevas coordenadas a nuestros misiles balísticos intercontinentales y que lancemos un ataque preventivo. Nimziki era un hombre alto y delgado de sesenta años, que se había ganado el sobrenombre de «el Esfínter de Hierro». Era una rareza en Washington, un miembro del gabinete que había mantenido su puesto a pesar de los cambios políticos. Whitmore era su cuarto presidente, el segundo demócrata. 

No era un hombre agradable, pero cuando hablaba, todo el mundo se sentía obligado a escuchar. Unos años antes el periódico The Post había escrito sobre él: «Nunca desde J. Edgar Hoover, un funcionario del Gobierno había tenido tanto poder sin haberse presentado nunca a unas elecciones.» Aun siendo un gran animal político, Nimziki siempre se las había arreglado para parecer que estaba por encima de la política. Nunca permitió que lo sorprendieran en una posición comprometida. Era, en una palabra, maquiavélico. Su propuesta era precisamente del estilo «dispara primero y pregunta después» que todos los que estaban reunidos en aquella habitación querían evitar. —Disculpa —intervino Grey—, pero con la poca información que tenemos, disparar contra ellos puede ser un grave error. Si fracasamos, podemos provocarlos, o provocarlo. Si tenemos éxito, convertiremos un único objeto peligroso que puede caer sobre nosotros en una multitud de objetos peligrosos. Estoy de acuerdo con el secretario Nimziki en lo que se refiere a dar nuevas coordenadas a los misiles, a prepararlos, pero...
 Constance entró pero se paró en seco cuando vio a todos los jefazos. —¿Cómo van las cosas? —le preguntó Whitmore invitándola a que se uniese a la conversación—. ¿Cómo está reaccionando la gente? —Buenos días, caballeros —saludó con un ligero movimiento de cabeza mientras se sentaba junto a Nimziki—. La prensa se está empezando a inventar su propia versión de los hechos. La CNN nos amenaza con sugerir que estamos ocultando una prueba nuclear. He preparado una rueda de prensa para las seis, lo que los mantendrá quietos hasta entonces. La buena noticia es que nadie es presa del pánico, al menos no de forma importante. Nimziki, impaciente por la interrupción, dijo dirigiéndose a Grey: —Will, creo que es hora de que te pongas en contacto con el cuartel general de la zona Atlántica y declares la ALERTA tres. Los otros se apresuraron a decirle que era prematuro. La opinión mayoritaria era que dar la alarma y provocar el pánico antes de que ellos supieran a qué se estaban enfrentando sería un error. Nimziki defendió su postura pero al final no le dejaron meter baza. Al final de la discusión, el jefe de Estado Mayor, Parness, todavía hablaba. —Además, faltan dos días para el Cuatro de Julio y la mitad de nuestros hombres están de permiso, por no mencionar a todos los altos mandos, que se encuentran en Washington para el desfile del domingo. La única forma rápida de llamar a todo el personal para que vuelva a sus bases sería la televisión y la radio. —Exacto —lo apoyó Constance—. Entonces enviaríamos una señal de alarma al mundo entero. La puerta se abrió otra vez. Uno de los hombres del general Grey, su enlace en el Pentágono, entró con una noticia que era pura dinamita. —Nuestra última información es que el objeto se ha estacionado en una órbita fija que lo mantiene fuera de nuestro campo de visión detrás de la Luna. —Parece que trata de esconderse —señaló Grey. —Podría ser una buena noticia por ahora —dijo Parness esperanzado—. Es posible que sólo quiera observarnos. El enlace de Grey no había terminado. —Perdone, pero hay algo más. El objeto ha establecido su órbita a las 10.53 de la mañana. A las 11.01, se han empezado a separar partes del cuerpo principal. —¿Partes? —preguntó Whitmore sin gustarle cómo sonaba aquello. —Sí, señor, partes —continuó diciendo—. Creemos que hay treinta y seis, más o menos en forma de platillo y son pequeños comparados con el objeto principal. Aun así, cada nave mide aproximadamente unos veinticuatro kilómetros de diámetro. —¿Se dirigen a la Tierra? —preguntó Whitmore, aunque ya sabía cuál iba a ser la respuesta. —Eso parece, señor. Si continúan con la trayectoria actual, la Comandancia espacial considera que comenzarán a entrar en nuestra atmósfera en los próximos veinticinco minutos. El presidente, pasmado y no precisamente tranquilo, miró al joven vestido con el uniforme de las Fuerzas Aéreas. Por un momento pensó que se debía tratar de alguna broma de la que los demás estaban al corriente, una estudiada representación teatral para conseguir una reacción de él en ese preciso momento. Después, la dura realidad comenzó a imponerse. Lo que había parecido tan risible e inverosímil unas horas antes se estaba convirtiendo en algo terriblemente real. Uno de los temores más básicos de la raza humana, un temor oculto bajo el deseo de negarlo, estaba a punto de materializarse. La Tierra iba a ser visitada, y quizás invadida, por algo que venía de otro mundo. Nimziki rompió aquel silencio sepulcral. —Treinta y seis naves, posiblemente enemigas, se dirigen hacia aquí, señor presidente. Tanto si nos gusta como si no, debemos declarar la ALERTA tres. Aunque provoque pánico, debemos llamar a nuestras tropas y ponerlas en alerta amarilla inmediatamente. Nadie en la habitación pudo mostrarse en desacuerdo. Se disparó una alarma, una luz roja que se encendía al tiempo que sonaba un pitido agudo. Se abrió una puerta y la alarma se paró. El brazo de David empujó la puerta y sacó su ración de fideos instantáneos. Era la hora de comer en COMPACT CABLE. David apenas había salido del departamento de alimentación. Como si no hubiera suficiente equipo ya, había ido a buscar dos máquinas más del tamaño de una maleta y su ordenador portátil. Estaban colocadas en medio de la habitación. David adoptaba unas posturas extrañas cuando se concentraba. Se sentó con las piernas recogidas y los codos entre las rodillas. Miraba absorto la imagen que se repetía cada veinte segundos en la pantalla del ordenador portátil. —Hola, genio maravilloso. —Marty apareció mirando furtivamente por una esquina, con una gran sonrisa en su rostro—. No estoy aquí para presionarte. Sólo quiero saber si necesitas algo —le explicó, lo cual era una mentira descarada. Dondequiera que hubiese un problema, el bueno de Marty tenía que estar allí. —¡Marty! ¡Colega! Siéntate y relájate. Marty se acercó de puntillas, como si no quisiera rozar el suelo. David ya lo había echado una vez por estar mirando por encima de su hombro y haciendo demasiadas preguntas. Se había prometido a sí mismo que no iba a molestar a David, y así lo hizo durante los primeros diez segundos. Después, su fuerza de voluntad se fue al garete. —David, dime que estás sacando algo en limpió. Te lo ruego. Dime que sabes qué pasa —le suplicó. —Bueno —le respondió David con calma—. Tengo una buena noticia y una mala, ¿cuál quieres oír primero? —¿Cuál es la mala? —La mala es que has cometido el delito de interrumpirme mientras como. Marty se puso una mano en la cadera y dijo con acento sarcástico: —Y ahora me vas a decir que la buena noticia es que no me vas a denunciar. —En realidad —le respondió David mientras tomaba una cucharada de fideos—, la buena noticia es que he encontrado el problema. Marty se llevó la mano al pecho y respiró profundamente con un gesto histriónico. —Gracias a Dios. Bueno, ¿de qué se trata exactamente? —Hay una señal extraña en el alimentador del satélite. Una señal dentro de la señal. No tengo ni la más remota idea de dónde viene. Nunca había visto algo así. De alguna manera, esta señal se está reproduciendo en todos los satélites. Marty lo miró boquiabierto. —Y exactamente, ¿por qué se supone que esto es una buena noticia? —Porque la señal sigue una secuencia precisa, una pauta. ¡Así que el resto es muy sencillo! Tenemos que generar un mapa digital de la frecuencia de la señal, luego traducirlo a un código binario y aplicar una señal de fase inversa con el espectrómetro que te hice para tu cumpleaños y ¡bingo!, ya podremos bloquear la interferencia completamente. —¿Bloquear la interferencia? —le preguntó Marty confundido—. ¿Significa eso que recuperaremos la imagen? —Qué listo eres. —¿Significa eso también —preguntó Marty con acento malicioso—, que seremos los únicos en la ciudad que emitiremos imágenes nítidas? —A menos que compartamos lo que hemos descubierto —sugirió David con tono inocente. El sabía que Marty era muy competitivo con sus compañeros de profesión y que se moriría si se adelantaba a los demás. —¡Ja, ja! ¡Me encanta! —estalló Marty en un ataque de frenesí salvaje—. ¡Nuestra arma secreta! ¡El espectrómetro de cálculo de fase inversa! Al final resultará que hoy va a ser un gran día.
 Cuando al fin Miguel lo encontró, Russell había fumigado una cuarta parte de un campo de tomates de ochocientos metros cuadrados. Un grupo de trabajadores estaba reunido cerca de sus coches, puesto que no podían trabajar mientras se fumigaba. El campo medía más o menos un kilómetro y medio, y estaba flanqueado por una hilera de eucaliptos gigantes que llegaba hasta la carretera. En lugar de fumigar de forma paralela a los árboles, Russell estaba volando perpendicular a las hileras y elevando la avioneta en el último momento, con lo que obligaba al viejo motor Liberty a pasar casi rozando las copas de los árboles. Miguel no sabía si estaba borracho o se había vuelto loco, pero si estaba como la mayoría de las mañanas, las dos cosas eran ciertas. La avioneta era un precioso biplano tipo De Haviland, un dos plazas rojo brillante construido el mismo año que Lindbergh atravesó el Atlántico. Las alas retráctiles estaban hechas de tela tensada sobre unos marcos de madera. La Administración de Correos de EE.UU. había empleado los De Haviland para inaugurar un servicio intercontinental de correo en los años veinte. La avioneta era apropiada para una exhibición aérea, no para fumigar cosechas. Para empezar, era demasiado pesada y difícil de manejar y, para colmo de males, Russell llevaba los noventa kilos del equipo de fumigación atado a la parte posterior con bramante y cuerdas elásticas. Cuando Russell hizo un picado por encima de las copas de los árboles para dar otra pasada sobre los tomates, Miguel gritó e hizo señas con los brazos indicándole que aterrizara. Los trabajadores se dieron cuenta de lo que el chico trataba de hacer y algunos se unieron a él. El piloto de la avioneta les devolvió el saludo sin entender lo que pasaba. —Vamos, Russell, espabila —suplicó Miguel. En los últimos dos años, Russell había ido cuesta abajo rápidamente. Bebía como un cosaco y había olvidado cualquier sentido de la responsabilidad hacia sus hijos. Se había reformado por un tiempo, cuando los vecinos habían informado a la policía, quienes a su vez habían pedido ayuda a los asistentes sociales. Siempre había ido a la suya, pero cuando la madre de Miguel se puso enferma y finalmente murió, Russell se pasó de la raya. Sentía deseos de morir. Cada pocos días, se retractaba y prometía empezar de nuevo, todo lo cual significaba que Miguel era el único que quedaba para ocuparse de cosas como pagar el alquiler, conseguir la medicina de Troy y hacer la compra. Había una cosa que nadie le podía negar: era responsable. Para él, Russell era menos un padre que un compañero que se había convertido en una carga. Cuando la avioneta dio la vuelta para hacer otra pasada, Miguel puso la moto súbitamente en marcha y atravesó a toda velocidad el campo, arrancando plantas y chafando tomates a medida que avanzaba por los surcos de riego. Se detuvo en un punto del recorrido de la avioneta, que se dirigía a él con una nube de veneno líquido flotando en su parte posterior. Por suerte, Russell lo vio a tiempo y cerró el pulverizador. Cuando pasó, miró atentamente y vio que el chico le hacía un gesto con los brazos para indicarle que bajara. Se volvió en su asiento y sonrió a Miguel mientras levantaba el pulgar para darle a entender que había comprendido el mensaje. Vio que el chico señalaba un sitio, tratando de decirle algo, pero no lo entendió hasta que se dio la vuelta y se encontró cara a cara con la barrera de eucaliptos de treinta metros de altura, y ya era demasiado tarde para elevarse. —¡Ay! ¡Mi madre! —gritó por encima del ruido del motor. Afortunadamente para Russell, no había tiempo para pensar. Actuando a merced de sus reflejos, giró la avioneta noventa grados hacia un lado y se metió por un espacio estrecho entre los árboles. Apenas tenía unos treinta centímetros de espacio por cada lado. En lugar de enfadarse consigo mismo por ser tan estúpido o de dar gracias a Dios por ser tan afortunado, Russell dejó escapar un largo y escalofriante grito de triunfo, satisfecho de su habilidad. Unos minutos después la avioneta se detuvo en la remota carretera. Cuando Miguel llegó, Russell estaba saliendo de la carlinga de forma desmañada. —¿Lo has visto? —gritó—. ¡Eso sí que ha sido una pasada! Se quitó su gorro de aviador y bajó con cuidado hasta el ala inferior. A sus cincuenta y un años, Russell Casse parecía un niño grande. Tenía la cara redonda y una mata de pelo rizado tirando a rubio. Era alto, medía más de metro ochenta y era ancho de espalda. Durante los últimos años, la bebida había transformado su rostro sonrosado en rojizo y había empezado a echar barriga. —¿Qué demonios haces tú aquí? —Aunque había un tono de enfado en la voz de Miguel, su padrastro no se dio ni cuenta. —Me estoy ganando las lentejas —declaró Russell orgulloso—. Ganándome el pan. Y, si se me permite decirlo, lo estoy haciendo bastante bien. —Este no es el terreno de Foster. Te has equivocado completamente de sitio —le explicó Miguel—. Se supone que tienes que estar en el otro extremo de la ciudad. Russell, que todavía estaba sobre el ala, miró con detenimiento hacia el campo y hacia la granja que había más abajo. —¿Estás seguro? —le preguntó. —Maldita sea, Russell. Foster te estaba haciendo un favor. Acaba de ir a la caravana preguntando dónde diablos te habías metido. Y te va a hacer pagar por todo el insecticida que has gastado. Russell bajó del ala y se quedó allí, un tanto confuso, mientras sacudía la cabeza. «No tiene sentido enfadarse por esto ahora», se dijo a sí mismo. Pero ése era su primer trabajo de la temporada, y Lucas era probablemente el único granjero de la ciudad que estaba de su parte. Miró a su hijo, pero no se le ocurrió nada que decir. —¿Sabes lo difícil que es encontrar a alguien que no crea que estás absolutamente loco? —le susurró el chico—. ¿Ahora qué se supone que tenemos que hacer? ¿Adonde se supone que tenemos que ir? Russell no encontraba respuestas. Sentía la necesidad de prometer a Miguel que las cosas iban a empezar a cambiar enseguida. Pero sabía que el chico no le creería, porque ni él mismo se creería. Así que permaneció en silencio en medio de la carretera hasta que Miguel arrancó la motocicleta, se montó en ella y se alejó enfadado. Russell sacó una botella de Jack Daniel's de la chaqueta. Estaba casi seguro de que algo había acabado. A lo mejor sólo se había acabado el fingir que estaba intentando cambiar. Los últimos años le habían dejado roto. La enfermedad degenerativa de su mujer y, más tarde, su muerte la noche en que él fue abducido, la noticia de que Troy había heredado la enfermedad de la corteza suprarrenal de su madre... Mierda. Si su vida tenía que ser tan dolorosa, no la quería para nada. Si no hubiera sido por sus hijos, habría vuelto a subirse en la vieja avioneta, la habría vuelto a llevar a su máxima altitud, habría apagado el motor y se habría dejado caer en picado. En vez de eso, destapó la botella y echó un largo trago de whisky.
 En un remoto lugar del desierto del norte de Irak, Ibn Assad Jamal se acercó a la pequeña hoguera del campamento, para preparar su café de la mañana. Era un beduino y, como el resto de su tribu, se había visto obligado a dejar la tierra que había sido suya durante innumerables generaciones, para acabar en una minúscula y abigarrada aldea de tiendas de campaña habitada por otros muchos clanes de beduinos. Todavía faltaba una hora para que amaneciera, pero la vida en la improvisada ciudad empezaba a despertar por la fuerza de la costumbre. Sacó del fuego la cafetera que había pertenecido a su abuelo, y en la que hervía un negro café árabe. Mientras esperaba que el poso se asentara, oyó un grito que desgarró el aire de la noche. Acto seguido, una multitud gritaba desesperada pidiendo socorro. Jamal se quedó paralizado por los sonidos que estaba escuchando. Sobre las dunas vio la silueta de una docena de figuras que corrían hacia él. Lo primero que pensó fue que el Ejército estaba asaltando el campamento, pero al ver la gente que pasaba junto a él a la carrera, gritando y llorando, se dio cuenta de por qué corrían. «In sha'Allah», se dijo. Vio algo que le hizo caer de rodillas. Una porción enorme del cielo estaba en llamas. Una bola de fuego del tamaño de una montaña lo atravesaba echando llamaradas anaranjadas, blancas y grises como una roca plana que cayera en un río. El fuego dibujaba un resplandor rojizo en la arena al surcar el cielo. Jamal miró hacia arriba boquiabierto durante un momento, mientras sentía que era presa del terror. Se enderezó, murmuró algo ininteligible, dio media vuelta y empezó a correr, chillando y gritando como los demás.
 A menos de mil kilómetros de allí, aproximadamente en el centro del golfo Pérsico, el submarino nuclear USS Georgia surcaba la superficie de las oscuras aguas, con su colección de antenas girando en lo alto de la torreta. En el interior de la sala de radares del submarino, todos los controles habían dejado de funcionar. Una estridente sirena sonaba, a modo de alarma ante las extrañas lecturas que aparecían en las pantallas. Los miembros de la tripulación, que hasta unos minutos antes estaban durmiendo, se dirigían a toda prisa hacia sus posiciones de combate. El comandante del submarino, almirante J. C. Kern, avanzó hacia la escotilla anterior y gritó pidiendo un informe: —¿Bandera, posición? Un marinero que llevaba unos auriculares se movía de un lado para otro en su silla con ruedas. —Señor, tenemos una pérdida de señal total en el radar en un área de diecisiete kilómetros cuadrados. —El almirante se dirigió hacia el mapa del radar principal y estudió la señal entrante. Una gran porción de la parte superior de la pantalla estaba apagada, pero era obvio que no era un fallo del aparato, porque la elipse en la que no había señal se estaba moviendo. —¡Comandante! —Uno de sus oficiales se le acercó—. He ordenado una prueba de diagnóstico completa. Las unidades de radar auxiliares... —¡Señor, perdone, señor! —gritó otro marinero desde el lado opuesto de la sala—. Puede que el radar no funcione bien, pero los infrarrojos se salen completamente del mapa. No dan ninguna lectura. —Se apartó del monitor para dejar que Kern viera el sistema de seguimiento por infrarrojos. La pantalla se había convertido en una brillante mancha de luz roja. —Teniente —ladró Kern, casi divertido por el caos. —¿Sí, señor? —Póngame con el Cuartel General de la Zona Atlántica.
 El Despacho Oval estaba atestado de militares de alto rango y de consejeros del presidente. Se estaban realizando treinta llamadas telefónicas a la vez, pero el nivel de ruido se reducía a un murmullo continuo. Se habían traído más mesas y había un continuo flujo de personas entrando y saliendo de la sala. Los jefes de Estado Mayor habían llegado una hora antes tras un llamamiento a las Fuerzas Armadas de la nación. La flota de submarinos nucleares estaba en estado de espera para zarpar, y se había desplegado a todos los barcos de guerra a lo largo de ambas costas. Los consejeros presidenciales se habían hecho con los sofás, y el presidente estaba sentado bajo las ventanas del ala norte tras Resolute, la impresionante mesa de despacho que Teddy Roosevelt había recibido de la reina de Inglaterra. También había representantes del Cuartel General de la Zona Atlántica, de la OTAN, y representantes militares de los consulados ruso, británico y alemán. Esta impresionante colección de personalidades, uno de los grupos más poderosos que se había reunido nunca en la Casa Blanca, había adoptado una actitud expectativa. Muchos de ellos habían abogado por un ataque por sorpresa al objeto que acechaba detrás de la Luna. Se había consultado a los ingenieros de la NASA sobre la posibilidad de enviar una lanzadera espacial a realizar un ataque con armas nucleares pero, por diversas razones, habían llegado a un consenso para no hacerlo. Esperaban en tensión a que los treinta y seis segmentos entraran en la atmósfera de la Tierra. Cuando sonó el teléfono directo con el Pentágono, todos los grandes estrategas de la sala se quedaron mudos. El general Grey, como comandante de la Junta de Jefes de Estado Mayor, se adelantó para responder. —Grey al habla —dijo con una cara tan expresiva como una pared de pizarra—. ¿En qué parte del Pacífico? —preguntó. Tras escuchar durante un momento, se volvió hacia el presidente—. Han descubierto dos en dirección a la costa oeste, ambos sobre California. —Envíen el avión de Moffet Field —ordenó Whitmore. El plan ya se había puesto en marcha. Un avión del sistema aéreo de control y aviso había despegado ya de San José y esperaba la orden de empezar una inspección a corta distancia de la nave visitante. La puerta se abrió y Connie se dirigió a la mesa del presidente. —La CNN está emitiendo un reportaje en directo desde Rusia. Tienen imágenes de esa cosa. —Ponlo —dijo Whitmore, echando una mirada a Lermontov, el embajador ruso, que lo miraba preocupado. Uno de los auxiliares abrió las puertas del mueble y encendió la televisión. Emitían en directo desde Novomoskovsk, una ciudad industrial a casi trescientos kilómetros al sur de Moscú. Un periodista local retransmitía desde la acera de una amplia avenida que cruzaba el barrio más lujoso de la ciudad, gritando para que se le oyera sobre el caos que lo rodeaba. Aunque no eran más que las seis de la mañana, la calle estaba hasta los topes de vecinos histéricos que corrían desesperados en todas direcciones. Frente a la cámara desfilaban coches a toda velocidad, haciendo requiebros para esquivar a los peatones. Desde el estudio de la CNN en Atlanta llegaba la traducción de lo que decía el periodista local. —... se ha informado de que este fenómeno atmosférico se ha visto aquí, en Novomoskovsk y en otras partes de Rusia. Una vez más, este fenómeno se mueve demasiado despacio para ser un meteoro o un cometa. Los astrónomos no saben explicar este misterioso suceso. La cámara dejó de enfocar al periodista y miró hacia arriba. En la distancia, mostraba una imagen difusa de una bola de fuego atravesando el cielo matutino. Con el zoom de la cámara, el gigante de fuego llenó toda la pantalla, mostrando columnas de fuego que se extendían en todas direcciones, producto de la combustión del oxígeno del aire al acelerar su marcha el objeto según atravesaba la atmósfera. Todos los presentes en el Despacho Oval miraban fijamente la televisión, transfigurados por el extraño espectáculo. La ardiente nube de fuego parecía una aparición de Dios en una antigua película de Charlton Heston. —Como pueden observar en este reportaje —interrumpió una voz desde el estudio de la CNN—, el pánico se ha apoderado de Novomoskovsk. Hemos recibido noticias de que este tipo de reacción se está dando en todos los rincones de la ciudad. El equivalente a la Cruz Roja en Rusia informa de que ya se han registrado heridos, la mayoría de ellos relacionados con accidentes de tráfico al amontonarse los ciudadanos en las salidas para alejarse lo más posible de este extraño fenómeno. La situación es aún peor en Moscú, a donde se supone que se dirige la nave. —Señor presidente —dijo el general Grey—, nuestro avión de reconocimiento de Moffet Field tiene un tiempo estimado de llegada de tres minutos con el punto de contacto. Podemos conectar la carlinga por radio directamente con este teléfono. —Póngalo en el de altavoz. —Whitmore no veía ninguna razón por la que los demás no pudieran oír el informe. Un círculo de caras de preocupación rodearon la mesa del presidente, mirando al teléfono e intercambiando miradas, mientras se oían los sonidos que llegaban por radio desde la carlinga del avión, a cuatro mil kilómetros de distancia.
 El avión estaba volando hacia el sur, en paralelo a la línea de la costa de California. El sistema aéreo de control y aviso con que estaba dotado era capaz de rastrear un área de seiscientos kilómetros cuadrados y detectar quinientos aviones enemigos a la vez. Pero el sofisticado sistema de radar, como tantos otros sistemas de comunicaciones de la Tierra, no funcionaba bien. Se oyeron las voces impertérritas de la tripulación del avión a través de la línea telefónica. —Radar dos, recibo un gran espacio en blanco. El radar frontal no da señal y el lateral tampoco. ¿Cuál es su situación? Cambio. —Exactamente lo mismo, señor. El radar frontal se ha ido del todo. Estamos volando sin referencias. Cambio. En el interior, el avión estaba atestado de ordenadores que llenaban las paredes, bancos de instrumentos, pantallas de radar, y otros equipos de recogida de datos. Los técnicos, enfundados en sus monos de color naranja y con los auriculares puestos, hablaban frenéticamente unos con otros, haciendo una prueba tras otra, apresurándose por calibrar los sistemas de navegación. —Pitcher —se oyó una voz por radio—, os detectamos aquí abajo en Ford Ord, y vuestra señal llega clara. ¿Ya habéis salido de esas nubes? Cambio. —Negativo —respondió el piloto, echando una rápida ojeada a la ventana frontal—, todavía tenemos visibilidad cero. —Una tormenta tropical se había desatado inesperadamente muy al norte de México, dejando grandes masas nubosas sobre la costa de California—. Ford Ord, ¿Cuánto tiempo calculáis que nos queda para la llegada? Cambio. —Lo siento, Pitcher, acabamos de perder el ángulo. Ya no os vemos. Estáis en la zona en blanco de nuestras pantallas. A lo mejor San Diego aún puede veros. Tras un momento de tenso silencio, una nueva voz apareció en la línea. —Aquí San Diego. Negativo a esa pregunta. Tenemos el mismo problema. Pitcher está en el campo de turbulencias. Lo sentimos, Pitcher. Seguiremos a la escucha. Los rayos del sol se filtraban a ratos por los espacios entre nubes iluminando la carlinga, para desaparecer sólo unos segundos más tarde. —Control en tierra, aquí Pitcher. La totalidad de los equipos está empezando a funcionar mal. Nuestro altímetro y nuestros controles de entorno se han bloqueado. Aún nos movemos con visibilidad cero, y no recibimos ninguna lectura sobre lo que tenemos delante. Voy a subir un poco más para ver si puedo salir de esta capa de nubes. —Roger, Pitcher—fue la respuesta desde Moffet Field—, os toca a vosotros. Vais completamente en manual. —No subas —susurró el presidente. Años atrás había sido piloto de combate, y se estaba imaginando a sí mismo en la cabina del avión—. Manténlo a nivel. —Pero la terminal del teléfono era sólo de recepción. —Esto tiene mejor aspecto —informó el piloto con alivio—. Creo que he encontrado un claro. El silbido chirriante de una interferencia se hacía cada vez más fuerte, y retumbaba en el altavoz. Entonces, justo cuando el avión de reconocimiento se había librado de las nubes, la voz del piloto se elevó por encima del ruido. —¡Dios mío! ¡El cielo está en llamas! Enfrente tenía una pared sólida de fuego de ocho kilómetros de alto y veinte de ancho, una imagen majestuosa y a la vez aterradora. Con una forma aproximada de disco, estaba perdiendo altura, bajaba en vertical sobre él. El piloto sacudió de nuevo los controles, obligando al avión a un descenso en picado. Pero cuando la bola de fuego se acercó demasiado, el avión estalló de pronto como si fuera una bombilla chafada por un yunque. Por el altavoz se oyó un chasquido seco, tras el cual la línea quedó en silencio. —Que vuelvan —ordenó el general Grey a uno de sus hombres, aunque él, como todos en la sala, sospechaba que el avión se había perdido. El comandante en jefe de la Comandancia aérea del Atlántico se acercó al presidente Whitmore, que aún no se había recuperado del golpe. —Se han detectado dos más en el Atlántico. Uno se mueve en dirección a Nueva York; el otro se dirige hacia aquí. —¿Cuánto tiempo tenemos? —Menos de diez minutos, señor. Tras tales noticias, los consejeros de Whitmore empezaron a abrirse camino a través del anillo de militares que rodeaban su mesa. El primero era Nimziki. Habló muy claro en un tono lo suficientemente alto como para que todos los presentes lo oyeran. —Generales, debemos trasladar al presidente a un lugar seguro inmediatamente. Organicen una escolta militar a Crystal Mountain. El general Grey se mostró completamente de acuerdo. Se inclinó sobre la silla del presidente y le instó a que se trasladara enseguida a un lugar seguro. Al tiempo que se empezaban a dar órdenes por toda la sala, el presidente se inclinó sobre la mesa y puso una mano sobre el hombro de Nimziki. El gesto pilló al secretario bastante por sorpresa. Se quedó paralizado, mirando la mano como si fuera una tarántula. El presidente Whitmore aprovechó el momento para consultar a su consejera de mayor confianza. —Connie, ¿qué opinas? ¿Podemos esperar la misma reacción de pánico aquí que en Rusia? —Probablemente peor de lo que acabamos de ver —respondió ella. —Estoy de acuerdo —dijo Whitmore—. Empezarán a correr antes de saber siquiera en qué dirección. Perderemos muchas vidas. Nimziki veía adonde quería ir a parar el presidente. Dio un paso atrás y se soltó de su mano. —Señor presidente, pueden discutir los asuntos secundarios por el camino. Pero la situación exige que usted, como comandante en jefe... —No me voy —anunció el presidente. Nimziki se quedó de piedra, como la mayoría de los que estaban en la sala. Varios militares de alto rango se acercaron al presidente, pidiéndole que fuera razonable y que se ocultara en un lugar protegido. —Debemos mantener un gobierno funcional en época de crisis —le recordó uno de ellos en voz alta, sin esforzarse por ocultar su frustración. Una docena de voces se alzaban a la vez, preocupadas por la seguridad del presidente. Un par de agentes del Servicio Secreto se abrieron paso y se colocaron a su lado. Con una larga mirada a través de la sala, el presidente impuso el silencio. Luego, con toda tranquilidad, dio unas cuantas órdenes. —Quiero que el vicepresidente, los miembros del gabinete y la Junta de Jefes de Estado Mayor sean trasladados a un lugar seguro. Llévenselos al NORAD (Sistema Norteamericano de Defensa Aeroespacial). De momento yo voy a permanecer en la Casa Blanca. —Señor presidente, todos nosotros... —replicó Nimziki. —Entiendo su postura —le cortó Whitmore—, pero no voy a unirme a la histeria general que podría costamos miles de vidas. Antes de tomar la opción de echarse a correr debemos averiguar si esas cosas son hostiles y hacia dónde van exactamente. Nimziki se quedó con la mirada helada sobre el presidente. Había abrigado la esperanza de que Whitmore fuera diferente a los otros presidentes a los que había servido, de que su formación militar le mantendría tranquilo en casos de emergencia. Aun cuando ésta era una situación totalmente nueva, debía seguirse el protocolo. Pero Whitmore quería llevar el asunto a su manera. Nimziki todavía guardaba un par de ases en la manga, pero sabía que era demasiado pronto para jugarlos. —Connie —continuó Whitmore—, pon en marcha el sistema de emisiones de emergencia. Daré un comunicado tan pronto como lo tengas preparado. Escribe un discurso corto aconsejando a la población que no se dejen llevar por el pánico y que se queden en casa si es posible. ¿Podrás hacerlo en veinte minutos? —Bastará con diez —dijo ella, ya de camino a la puerta. Los jefes de Estado Mayor aún permanecían de pie en la oficina, confundidos, no muy seguros de querer abandonar sus puestos en lo que se había convertido en el centro de control. —Está bien, señores, pongámonos en marcha —ordenó Whitmore—. Quiero que se dirijan al NORAD rápidamente. Los seis generales intercambiaron miradas de duda y empezaron a moverse en dirección a las salidas. El general Grey se separó del grupo y se puso enfrente de Whitmore. —Con su permiso, señor presidente, preferiría quedarme a su lado. —Como presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, era una petición poco frecuente, pero dada la larga amistad que unía a los dos hombres, al presidente no le sorprendió. —Tenía la impresión de que lo harías. —Whitmore sonrió—. Y usted, ¿señor Nimziki? Nimziki respondió sin pensárselo. —Las ordenanzas del Consejo Nacional de Seguridad exigen que el secretario de Defensa esté siempre disponible para el presidente. —Entonces, tras una pausa, intentó cambiar de tono—. Es mi deber quedarme. —Intentó darle un tono amistoso, pero se quedó en una vaga amenaza, como todo lo que decía. El general Grey miró a Whitmore y se atrevió a preguntar lo que hacía una hora que les rondaba a todos por la mente. —Señor presidente, ¿qué pasa si esas cosas sí son hostiles? Whitmore permaneció pensativo durante un segundo. —Entonces que Dios nos ayude.
 Como la entrada a una tumba, llena de telarañas, la puerta de la sala de alimentación se abrió lentamente con un crujido. David, con la mente perdida en una especie de universo paralelo y con un listado impreso frente a la nariz, entró arrastrando los pies en la oficina central de Compact Cable. El listado, a un espacio, estaba compuesto por dieciséis páginas y contenía sólo una cosa: un único número, increíblemente largo. Una interminable ristra de unos y ceros, una representación matemática en código binario de una señal misteriosa y sin orden aparente de veinte minutos. El espectrómetro había hecho su trabajo. El aparato había recogido un preciso «retrato» numérico de la frecuencia oscilatoria y había determinado la señal de imagen especular que podría emitirse para cancelar la interferencia. Marty iba a ponerse muy contento. Podría empezar a emitir una imagen buena a sus abonados, coger el teléfono y mofarse de la competencia. Pero David aún no había terminado: en cuanto ideara una forma de bloquear la señal, empezaría a preguntarse de dónde venía y qué significaba. Había recorrido ya la mitad de la oficina cuando se dio cuenta de que estaba vacía. David echó una ojeada al reloj de pared. «La hora de la comida ha pasado hace rato», se dijo. Jack Feldin, un nostálgico que trabajaba en ventas, estaba en su mesa lloriqueando al teléfono como un niño. David empezaba a tener una ligera sensación de que algo iba mal, pero estaba tan obsesionado con resolver el enigma que había ignorado todo lo demás. Le chiflaban los enigmas. Ya a los doce años se quedaba enganchado a los crucigramas del domingo del New York Times. Cuando aparecieron los «Pasatiempos Genio» en la revista Mensa cada mes, se sumergía en ellos uno a uno, hasta que, unas horas o unos días más tarde, acababa resolviéndolos todos. Este asunto de la señal repetitiva en el satélite era un enigma real que sólo David era capaz de resolver. Al fin y al cabo, ¿cuántos ingenieros había que tuvieran su capacidad práctica y sus conocimientos y que tuvieran acceso libre a equipos valorados en cincuenta millones de dólares? Se llevó las páginas a su cubículo, metió un disquete en su ordenador y puso en pantalla un programa de análisis de secuencias. Tras pulsar unas cuantas teclas, creó una representación de la transmisión. Tuvo un presentimiento, y preguntó al programa si todas las repeticiones de la señal eran exactamente iguales. Negativo. Iban haciéndose más cortas, reduciéndose lentamente en progresión continua. Pero no perdía ninguna fuerza y la recepción por televisión tenía la misma forma que había tenido todo el día. Curioso. Suponiendo que la señal se enviaba por algún motivo inteligente, ¿por qué tendía a cero? Muy extraño. Tardó sesenta segundos en hacer los cálculos algebraicos. De acuerdo con ellos, la señal seguía unos ciclos continuos que la llevarían a extinguirse y desaparecer a las 2.32 de la madrugada hora de la costa este. «De acuerdo —se dijo—, ¿y qué?» Como había estado encerrado en la cripta de la sala de alimentación todo el día, no tenía ni idea de dónde venía la señal. Tras decidir que probablemente no sabría nada nuevo hasta la noche, se levantó y se fue. Era hora de llevar buenas noticias. La oficina de Marty era, como de costumbre, zona catastrófica. Los armarios estaban cubiertos de periódicos amarillentos, bandejas de comida preparada, copias de los últimos informes de accionistas y enormes montones de correo sin abrir que sobresalían por todas partes. Además de todo el desorden, había cinco cuerpos apretujados en la habitación, poniendo todo su interés en la televisión. David casi ni los vio. En cambio encontró el único asiento libre de la sala, se acomodó en él y apoyó una pierna sobre el brazo de la silla. Le llevó un rato darse cuenta del ambiente de ansiedad que invadía el despacho. —Tengo una pista sobre la señal —anunció—, y creo que podremos filtrarla. —¿Eh? —Marty se dio cuenta de que le hablaban a él. Entonces, con voz ausente, respondió—. Bien, bien. —Pero hay algo raro. Si mis cálculos son correctos, y normalmente lo son, la señal desaparecerá completamente en unas siete horas. —Como no detectó reacción alguna, miró hacia arriba e insistió—. La señal se reduce cada vez que repite un ciclo. Al final, desaparecerá. Eh, ¿me oís o qué? —David, por Dios. —Marty se dio cuenta—. ¿No has visto esto? Es horrible, David. —¿De qué estás hablando? —Mira, está aquí mismo. David acercó su silla giratoria y vio una imagen en directo de Australia. Un gigantesco disco de fuego, de más de veinte kilómetros de ancho, se mantenía inmóvil sobre el cielo de Melbourne. El primer pensamiento que le vino a la cabeza fue que había ocurrido algún tipo de desastre ecológico, que el ozono había llegado a un nivel crítico y que había erupcionado en una combustión espontánea. Pero acto seguido, preguntó lo mismo que habían preguntado todos la primera vez que habían visto las imágenes. —¿Ha empezado una guerra? —No saben qué coño son esas cosas —respondió alguien—, les llaman «fenómenos atmosféricos». —Probablemente sea algún tipo de residuo de un asteroide —sugirió un colaborador—. Esas cosas están cayendo por toda la Tierra. —Pero bueno, ¿queréis dejar de decir chorradas? —Marty dio una palmada al colaborador—. Lo han dicho cientos de veces. ¡No están cayendo! Se mueven demasiado despacio. Y algunos de ellos han empezado a moverse hacia los lados. Están volando. Son jodidos platillos volantes, y están invadiendo la Tierra, ¿vale? David dudó un instante, sin saber si reírse o cagarse en los pantalones. Las caras de espanto de los demás confirmaban que Marty hablaba en serio. —¡Uau! Esperad un segundo. —David se puso en pie intentando apartar la idea de su mente. Un escalofrío le recorría la espalda, se le metía en el cerebro y emergía convertido en una sensación de miedo. Marty dio la vuelta a la mesa, le puso una mano en el hombro, y le empezó a poner al corriente de lo que llamaba «los treinta y seis fenómenos». De pronto, señaló la pantalla de televisión. —David, mira, ¿no es Connie? Siguiendo las ordenanzas del protocolo de Emisiones de Emergencia, todos los canales conectaron con las imágenes en directo de la sala de prensa de la Casa Blanca. Una atractiva mujer vestida con una blusa de seda blanca subía al micrófono y empezaba a responder preguntas de la prensa. Su imagen en la pantalla llevó a David de un drama a otro mucho más personal. Se trataba de Constance Marianne Spano, la mujer de la que se había separado. —... insistir en que este fenómeno, aunque ha alterado las emisiones de radio y televisión, no ha causado ningún daño material, y no tenemos razones para pensar que lo hará. David miraba cómo movía los labios, pero no alcanzaba a oír sus palabras. Habían hablado hacía sólo unas semanas, pero al verla ahora se daba cuenta de que no se habían visto desde hacía un año. Aun con la interferencia en la señal, sabía que su aspecto era distinto: un poco más mayor, un poco más arreglada, y mucho más lejos. —Ahora el presidente está en una reunión para elaborar un plan de emergencia, pero quería que comunicara a todos los americanos, así como a nuestros aliados, que estaremos preparados pase lo que pase. Lo importante en estos momentos es que la población no se alarme. —¿Por qué han puesto en marcha la Red de Radiodifusión de Emergencia? —gritó un periodista. Connie, compuesta, en un tono agradable, respondió. —Hemos instituido el Sistema de Radiodifusión de Emergencia. Como cualquiera que haya hecho llamadas a larga distancia o que nos esté viendo por televisión, estamos recibiendo muchas interferencias. El sistema ayuda a mejorar las comunicaciones entre el Gobierno y las instalaciones militares. Eso es todo. David era la única persona en el mundo que sabía exactamente cuándo Connie mentía o no. Esta vez estaba diciendo la verdad. —Hemos detectado cuatro presencias diferentes —continuó—, que aparecerán pronto sobre ciudades estadounidenses. Dos se dirigen a San Francisco y a Los Ángeles. Las otras dos están en nuestra costa, y van hacia Nueva York y Washington D.C. Marty sonrió a Pat Nolan, un nuevo empleado muy servicial que asomaba la cabeza por la puerta. —Eh, tíos, hemos encontrado un refugio antiaéreo en el sótano del edificio. Si alguno de vosotros se nos quiere unir, queda espacio para unos cuantos más. Pero yo no esperaría mucho. Tras pronunciar esas palabras, se giró y echó a andar. Jeanie, una de las mecanógrafas de Compact, abrió la puerta tras él, intentando llegar antes que los demás y conseguir un sitio. Cuando se hubo ido, Marty sacudió la cabeza. —Esto se está poniendo muy, pero que muy feo.
 Burlie's era una cervecería decadente y deprimente al otro lado de la autopista que salía del pequeño aeropuerto de la localidad. El fieltro de la mesa de billar estaba rasgado, y los pósters de chicas desnudas acariciando herramientas colgaban de una pared llena de manchas. Russell Casse estaba sentado en un taburete frente a la barra, mirando fijamente su segundo whisky con agua, esperando que alguien entrara por la puerta y le entregara diez mil dólares. En cuanto había aterrizado con su De Haviland, había ido a la oficina a ver a Rocky, el propietario de aquella franja de tierra. Rocky era un nombre horrible para aquel gordo seboso a quien le sobraban tantos kilos como a un cerdo de competición. —¿Cuánto me darás por el viejo avión? —le preguntó Russell. —Diez mil pavos —respondió Rocky, medio en broma. Ambos sabían que por un De Haviland de 1927 en buen estado podía pagarse fácilmente más dé setenta y cinco mil. —De acuerdo, trato hecho —dijo Russell suavemente— pero necesito todo el dinero en metálico. Te esperaré en Burlie's. Tras decir eso se dio la vuelta y se marchó, sabedor de que Rocky enseguida se embutiría en su Lincoln y correría al banco. Pero había pasado más de una hora desde su conversación, y Russell estaba a punto de pedir otro trago, aunque no tenía dinero ni para pagarse las dos primeras copas si Rocky no aparecía pronto. El televisor estaba apagado y Russell era el primer cliente del día. Ni él ni el camarero sabían nada de la catástrofe que estaba teniendo lugar en el cielo de todo el planeta. No obstante, el tema de conversación cambió y empezaron a hablar de ovnis cuando tres mecánicos manchados de grasa que trabajaban en el aeropuerto entraron en el bar. —Vaya, vaya, hablando del rey de Roma —dijo el más alto y el más sucio de los tres—. Hemos oído que has tenido algunos problemas esta mañana, Russ. ¿Fumigaste el campo que no era, eh? —Los otros dos soltaron unas risas. Russell sonrió levemente y no apartó la mirada del whisky—. No os riáis, tíos —continuó el alto—, no es culpa de Russ. Todavía está un poco confundido tras su experiencia como rehén. Una vez más, los dos amigos empezaron a reírse a carcajadas como un par de hienas vestidas con monos de trabajo. Uno de ellos paró de pronto. —¿Como rehén? ¿Qué le pasó? —preguntó. —Dejad que el tipo beba en paz, tíos —dijo el camarero sin mucha convicción al tiempo que ponía unas cervezas sobre la barra. Pero el cabecilla del grupo no había hecho más que empezar. —¿Quieres decir que nunca te lo ha contado? Bueno, hace un par de años, nuestro hombrecito fue secuestrado por unos marcianos, y se lo llevaron a su nave. Y los colegas hicieron todo tipo de experimentos con él. Cuéntaselo, Casse. —Hoy no, tíos, ¿vale? —Ahora no habla —rió de forma escandalosa—, pero esperad a que tenga un par de tragos más en el gaznate. No habrá manera de callarlo. Eh, Russ, ¿nos puedes hacer un favor? —preguntó consultando el reloj—. ¿Podrías ponerte asquerosamente ciego antes de que volvamos al trabajo? —Esa pregunta desencadenó otra ronda de risotadas. Cuando el camarero fue al almacén a buscar algo, Russell se puso en pie rápidamente y se dirigió a la puerta. Al pasar por delante de los mecánicos, el cabecilla le alcanzó y le agarró por el hombro. —Eh, Russ, cuéntanos la verdad —le preguntó con un susurro irónico—. Cuando te llevaron a la nave, te... ya sabes... ¿algo de sexo? Las carcajadas de los mecánicos hicieron que el camarero volviera al local. Russell, que no era precisamente enclenque, se estaba preparando para asestarle un buen golpe en la boca a uno de ellos, cuando las luces de neón que colgaban del techo empezaron a encenderse y apagarse. Un ruido que comenzó como un murmullo empezó a hacerse audible y a penetrar por las paredes del bar. Las botellas de cerveza se pusieron a vibrar en la barra, y el sonido de los vasos y botellas chocando entre ellos empezó a hacerse más fuerte. En California, eso sólo podía significar una cosa: un terremoto. Las diferencias se olvidaron enseguida, y los hombres salieron corriendo del bar a la cegadora claridad del mediodía en la zona de aparcamiento. Algo iba mal. El suelo temblaba de un modo raro. El ruido también era extraño. No era como otros temblores que hubieran podido experimentar. Era demasiado suave. Russell levantó la mirada, pero el sol se le clavó inmediatamente en los ojos, haciendo que tuviera que dirigir la vista a la polvorienta carretera. El borde oscuro de una sombra enorme se movió hacia él atravesando el aparcamiento.
 Cuando pasó por delante del Sol, los hombres pudieron ver lo que pasaba. De pronto, los mecánicos gritaron y empezaron a correr en direcciones opuestas. Russell se quedó donde estaba, con los puños apretados. Uno de los treinta y seis fenómenos estaba cruzando el aire a unos mil quinientos metros del suelo. Estudió la silueta enigmática de la superficie inferior del objeto, sabiendo exactamente qué pasaba y quién estaba dentro de la monstruosa nave: los mismos bichos de cuerpos aterciopelados y movimientos rápidos que arruinaron su vida años atrás. Cuando Troy aún era un bebé, y Russell todavía se dedicaba a arreglar aviones viejos, se quedó una noche hasta tarde en el hangar reparando un motor. Era una cálida noche de julio, así que había dejado las puertas abiertas de par en par. De pronto, sintió que su cuerpo perdía toda fuerza. Los brazos le cayeron inertes a los lados del cuerpo y la llave inglesa que tenía en la mano cayó estrepitosamente al suelo. No entendía lo que le estaba pasando; pensó que podía ser un ataque al corazón. Todo su cuerpo estaba aletargado, paralizado, con la excepción de los ojos, que aún podía mover. Oyó un ruido a través de las puertas. Al mirar en aquella dirección, Russell vio una extraña y diminuta figura doblando la esquina. No medía más de un metro. La criatura tenía una cabeza enorme como una bombilla amarilla, y dos ojos negros inermes como botones de un abrigo. Atenazado de pronto por un terror animal, Russell se rebeló contra su cuerpo rígido, intentando hacer que corriera, pero sus miembros no respondieron. Volvió a mirar a la criatura que le observaba, y tras unos momentos, el pánico empezó a desaparecer. «Todo esto es bastante normal, no hay por qué alarmarse —se decía Russell—, no te pasará nada.» Esa idea se repetía continuamente en su cerebro, hasta que se dio cuenta de que era un mensaje, una forma de control mental, que le llegaba por telepatía. Lo siguiente que vio fue que estaba sentado en el suelo, inclinado sobre algo. La criatura de la puerta se sentaba justo delante de él, con los fuertes brazos rodeando sus rodillas dobladas mientras otros, quizás una docena de ellos, entraban y salían de su campo de visión. Estaban haciendo algún tipo de trabajo, moviéndose a una velocidad asombrosa. La criatura sentada ante él continuó bombardeando la mente de Russell con mensajes tranquilizadores. Esto conseguía mantenerlo en calma, hasta que vio algo que brillaba en un recipiente estrecho. Era una aguja, de unos quince centímetros de largo, que aparentemente iban a introducir en su cráneo. Russell percibió, tan claramente como si hubiera sido en voz alta, el mensaje de una de las criaturas: «No habrá dolor, no causaremos ningún daño.» En ese momento, Russell se acordó de su familia, a la vez que intentaba articular las palabras que sirvieran para suplicar por su vida. Entonces vino la nada. Lo siguiente que pudo recordar es que estaba en medio del desierto, levantándose del suelo. El paisaje daba vueltas en espiral mientras él se elevaba en el aire. Entonces el suelo de una nave se cerró como un iris bajo sus pies. Estaba en una pequeña cámara. Las paredes oscuras que le rodeaban brillaban por la humedad, dando la sensación de estar dentro de la cavidad interior de algún animal enorme. Sentía un montón de pequeñas manos que recorrían todo su cuerpo. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba absolutamente desnudo. Una vez más intentó suplicarles, pidiendo mentalmente que lo soltaran. Entonces empezaron los experimentos. Sin poder resistirse, Russell yacía estirado cara arriba mientras invadían su cuerpo con diversos instrumentos médicos. Recordaba también que, de vez en cuando, uno de ellos le levantaba la cabeza y la ponía de lado para mirar por la ventana que había en el suelo de la nave. Reconoció la silueta de colinas que había abajo y recordó las lágrimas que le corrían por sus mejillas al continuar los experimentos, hasta que se le empapó una parte de la cara. Lo encontraron la tarde siguiente en el aparcamiento de un supermercado a ciento cincuenta kilómetros del aeropuerto, con un ataque de amnesia. No recordaba ni su nombre ni su dirección, y le llevó casi una semana reconocer a su propia esposa, María. Cuando le preguntaron qué le había ocurrido, dijo que había estado persiguiendo a un grupo de liebres por el desierto y que se había perdido. No le llevó mucho tiempo descubrir que eso era sólo un recuerdo falso que le habían puesto en la mente para camuflar lo que había pasado realmente. Nunca se había recuperado del todo. En el transcurso de muchos meses, irritable y deprimido, se obsesionó en reconstruir los hechos de aquella noche, gastando todo su dinero y energías en buscar aquellos fragmentos de memoria que se le escapaban. Se le aplicó psicoterapia, fue hipnotizado, y viajó en busca de otros que decían haber sufrido una abducción. Maria empezó a enfermar durante esos meses. La piel se le llenó de erupciones y, por las noches, padecía fuertes dolores de cabeza que, a veces, derivaban en temblores. Cuando Russell dejó de fijarse en sus propios problemas, se dio cuenta de lo enferma que estaba su mujer y la llevó a Los Angeles para que le hicieran pruebas, era demasiado tarde. El mismo día que se le diagnosticó el síndrome de Addison, una deficiencia de la corteza suprarrenal de fácil tratamiento, murió mientras dormía. Cuando la inmensa nave negra pasó por encima, Russell apretó con fuerza los puños. Lo que más deseaba en el mundo era matar a unos cuantos de esos mequetrefes que seguramente estaban en la nave. El objeto se desplazaba hacia el norte, a unos 350 kilómetros por hora. En el tiempo que tardó en pasar, permitiendo con ello que los rayos de sol golpearan de nuevo el aparcamiento de Burlie, Russell ya se había marchado.
 En Washington D.C., los primeros que vieron la nave que se acercaba fueron los turistas que llenaban la plataforma del observatorio situado en lo más alto del monumento a Washington. Empezaron a bajar en estampida por la escalera de la estructura de ciento ochenta y cinco metros, pisoteando a todo el que no se apartara de su camino. La primera víctima fue una niña de once años que venía de turismo desde Lagos, Nigeria. Aunque su padre protegió el cuerpo de la niña con el suyo, alguien le pisó la espalda mientras apoyaba la cabeza en uno de los escalones. Estaba lívida e inconsciente cuando la consiguió sacar. Fueron los dos últimos en salir del edificio. Los vigilantes del National Park, que no sabían que todavía quedaba gente dentro, ya se habían ido. El hombre miró la colina de hierba y vio a la gente corriendo a toda velocidad en todas direcciones. En el cielo que cubría el Capitolio, uno de los enormes platillos negros, que seguía exhalando nubes de humo negro, aparecía amenazador sobre la carretera de Maryland, acercándose ruidosamente. En vano gritó el hombre al gentío que lo sobrepasaba, preguntándoles dónde podría encontrar un hospital para su hija. Nadie paró, ni se dignó aminorar la marcha. Millares de turistas salían con aire confundido del Smithsonian y de otros museos a lo largo del paseo. Al salir y ver el inmenso disco que se arrastraba por el aire, a la mayoría les invadía el pánico. Enormes grupos de hombres y mujeres aterrorizados corrían en distintas direcciones, chocando unos contra otros. Madres, separadas de sus hijos, permanecían en medio del caos gritando una y otra vez el nombre de los pequeños perdidos. Algunos se quedaban quietos, elevando gritos profanos o invocando el nombre de Dios. Aquí y allá grupos de turistas se habían arracimado alrededor de árboles y paredes de edificios, mirando hacia arriba en silencio. Muchos otros se habían tirado al suelo, algunos rezando, otros chillando mientras se cubrían la cabeza con las manos. Otros miles, ejércitos de funcionarios del Estado, bajaban a saltos por los escalones de granito de sus puestos de trabajo, corriendo, abriéndose paso a codazos hacia la entrada del metro. Aquella cosa en el cielo inspiraba un sentimiento de terror inmediato, como si fuera un ángel de la muerte que se acercara paso a paso inexorablemente. A menos de dos kilómetros de distancia, en el número 1.600 de Pennsylvania Avenue, Whitmore estaba al teléfono hablando con Yetschenko, el presidente ruso. —Sí, entiendo —dijo al traductor que estaba en línea—. Dígale que les mantendremos informados y que, en estas circunstancias, Rusia y EE.UU. estan en el mismo bando. —Mientras su mensaje estaba siendo traducido al ruso, miró a Connie y entornó los ojos—. De acuerdo, y dígale adiós de mi parte. Das vidanya. —¿Qué pasa? —preguntó Connie. —No sé. Creo que estaba bebido. De pronto las puertas se abrieron de golpe y una secretaria asustada entró en la sala. —¡Está aquí! —gritó la mujer, llevándolos frente a un ventanal que se abría sobre un balcón. Whitmore y Grey se miraron, se pusieron en pie y siguieron a la mujer hasta la ventana. —¡Papá! —Patricia Whitmore se abalanzó sobre su padre con lágrimas en los ojos. —Se supone que deberías estar en el piso de abajo —le espetó. Pero acto seguido, percatándose de su error, se agachó para coger a su hija en brazos. Asustada por la tensión que se sentía en toda la Casa Blanca, Patricia había escapado de sus niñeras. Whitmore llevó a la niña a un rincón tranquilo de la oficina, consolándola. Cuando se volvió a girar, se dio cuenta de que todo el personal estaba de pie, inmóvil en el balcón. Con su hija todavía en brazos, salió con ellos. La masa negra de la nave cruzaba el cielo por encima del Capitolio, casi sobre sus cabezas. Su lado frontal casi barrió el río Anacostia, proyectando una sombra circular de dieciocho kilómetros de diámetro. Inconscientemente, Whitmore agarró más fuerte a su hija, que estaba llorando, apretándola contra su pecho para protegerla de la amenazadora visión. Sin darse cuenta, Connie y los demás se habían cogido unos a otros de la mano para mantener el equilibrio y ahuyentar el terror que les inspiraba la nave. Sólo los agentes del Servicio Secreto que patrullaban el borde del tejado se mantenían apartados, concentrados en la misión de proteger a su presidente. —¡Oh, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer ahora? —murmuró Connie. —Tengo que dirigirme a la nación —dijo Whitmore—, ahora mismo hay un montón de gente aterrorizada por ahí. —Sí. —Connie le miró—. Yo soy una de ellas.
 Habiendo comunicado únicamente su llegada a los terrícolas, las tres docenas de naves se abrieron en abanico sobre las ciudades más pobladas y poderosas del planeta, como Pekín, Ciudad de México, Berlín, Karachi, Tel Aviv y San Francisco. En Japón, los ciudadanos de Yokohama habían contemplado cómo la bola de fuego era escupida de los cielos, para después estabilizarse a mil ochocientos metros, hecha una caldera. El extremo anterior de la nave, limpio, emergía de las densas nubes, abriéndose camino. Su terrible envergadura dejó atónitos a los miles de personas que la contemplaban desde el puerto, para luego convertirlos en una multitud aterrorizada a medida que la masa interminable de la nave iba emergiendo de las nubes. Se había colocado directamente sobre ellos, sumergiendo el gran puerto en una suerte de anochecer artificial y pavoroso durante varios minutos, hasta que se alejó hacia el norte. Aún era visible desde los tejados, suspendida en el aire a unos sesenta y cinco kilómetros de la capital de la nación, Tokio. En la estación de tren central de Yokohama, los ánimos se habían tranquilizado ahora que el objeto ya no parecía tan cercano. Los andenes estaban abarrotados de personas cargadas con sus objetos personales, esperando con paciencia los trenes que pensaban los transportarían hasta la seguridad del campo. Los oficiales de transporte, que vestían uniforme azul y guantes blancos, se subían a cajas que dominaban la muchedumbre, pitando con sus silbatos y exigiendo la colaboración de los ciudadanos. A través de las paredes de plexiglás, se veía a un batallón de soldados estadounidenses, procedente de una base cercana, caminando al trote en formación por la calle hacia un destino desconocido. Al menos de momento, parecía que la evacuación se estaba llevando a cabo de forma tranquila. La misma escena se repetía en diferentes ciudades alrededor del mundo. Uno de cada cinco habitantes de la Tierra estaba intentando huir de los hormigueros humanos que eran las ciudades, para descubrir que sólo una pequeña fracción podría ser absorbida por las carreteras, los trenes y los metros. Mientras esperaban de pie, enlatados como sardinas sobre las plataformas de carga, en paradas de autobús llenas a reventar, o apilados en camiones, todos mantenían la misma conversación en todos los idiomas imaginables: ¿Quién o qué había dentro de esas naves gigantescas, y cuáles eran sus intenciones? Su apariencia siniestra convencía a la mayoría de que sus ocupantes no habían venido a intercambiar regalos o en son de paz. No obstante, muchos conservaban su optimismo. Argumentaban que la avanzada tecnología de las naves sugería un grado de evolución alto. Quizá los extraterrestres que se hallaban en el interior eran representantes de una forma de civilización superior. Por supuesto que podrían enseñarnos mucho acerca del universo. Los optimistas comparaban su situación con la de unos seres humanos de la Edad de Piedra en alguna isla desierta al alzar los ojos y ver cómo un gran avión les sobrevolaba. Aterrorizados, supondrían que el fin del mundo les había sobrevenido, cuando en realidad la tripulación del avión habría llegado hasta allí con el único propósito de satisfacer su curiosidad y su afán de descubrimiento. Conjeturas como éstas solían desembocar en la conclusión deprimente de que la raza humana nunca había emprendido ningún viaje impulsada únicamente por el espíritu de la curiosidad. Los primeros individuos en asentarse en América del Norte habían exterminado a los indios americanos. Las cárceles y las enfermedades de los españoles borraron a los incas del mapa. Los primeros visitantes blancos a África fueron negreros. Siempre que los humanos habían «descubierto» un nuevo territorio, lo habían convertido en una conquista, subyugando o matando a los que ya estaban allí. En todas partes, se empezó a rezar para que los recién llegados trataran a los humanos con más consideración que la que ellos habían demostrado con otros habitantes de la Tierra.
 Una de las sombras de veinticuatro kilómetros de diámetro engullía el puerto de Nueva York, oscureciendo la mismísima estatua de la Libertad. Avanzaba directamente hacia Manhattan. Grupos esporádicos de neoyorquinos se agolpaban en las orillas del río Hudson, centenares de desconocidos espantados, la mayoría de ellos pobres, que habían acudido para ver con sus propios ojos el espectáculo tétrico que habían seguido a lo largo del día por la televisión. El clima de anticipación contenida se convirtió en una ola de chillidos humanos que se precipitaba hacia el norte cuando apareció la nave oscura. Mucho antes de que el zumbido casi sordo de la nave se oyera por encima de la conmoción del tráfico, la ansiedad colectiva de toda una ciudad ya había llegado a su punto álgido. El contacto visual con la nave desencadenó una huida humana masiva a lo largo del río, hacia las casas, el metro, los coches, o dondequiera que los ciudadanos pensaban que estarían a salvo. Encima del Bowery y Wall Street, el cielo desapareció y unas vibraciones espeluznantes empezaron a notarse por la parte baja de Manhattan. Los parachoques de los taxis se golpeaban como címbalos. Los peatones que caminaban por las avenidas vaciaron las aceras, refugiándose en las porterías o tras las esquinas al ver que la nave gigante sobrevolaba la ciudad. En todas partes, entre el estruendo de los cláxones, los ciudadanos abandonaban sus casas para ver cómo la nave pasaba por encima de ellos, o se escondían en oficinas y restaurantes para escapar de ella. Y era como si todo el mundo, en todas partes, chillara. Las piernas de David, que subía los peldaños de tres en tres, cortaban la negra oscuridad. Llegó hasta arriba, abrió la puerta de golpe con el hombro, y salió al exterior. El tejado se vislumbraba debajo de una telaraña de gruesos cables que conectaban las antenas parabólicas y los transmisores con las oficinas que se encontraban abajo. Un momento después de que saliera a la luz del Sol, ésta fue obliterada. La parte central de Manhattan quedó en esa semioscuridad que caracteriza a la Tierra durante un eclipse total. —Que Dios se apiade de nosotros —murmuró David, mirando de frente al coloso que ya volaba a baja altura. Su primera reacción, irracional, fue la de agacharse, al sentirse físicamente oprimido por el peso abrumador de aquello que le rodaba encima. La parte inferior de la nave era una superficie negra y gris que se extendía a lo lejos. Igual que la rodadura de un neumático lleno de protuberancias, estaba recubierta de parches de elementos afilados, proyecciones del tamaño de un edificio dispuestos en complejos dibujos. A pesar de que la cosa se hallaba a una gran altura por encima de la ciudad, su tamaño abrumador era mucho más grande que la isla en la que estaba David. Su borde izquierdo sobresalía hasta por encima de Nueva Jersey, mientras que el otro extremo todavía sobrevolaba Long Island. Parecía que estaba a punto de aplastarle, él era como un mosquito ante el golpe inminente del parachoques de un turismo. A su alrededor, los aparatos instalados en el tejado empezaron a vibrar, y su ruido metálico se sumaba al zumbido sordo y constante que latía por toda la ciudad. Se fue corriendo hacia el lado norte del edificio, y vio cómo Central Park caía bajo la manta de la noche artificial. David pensó en su padre, atemorizado y solo en su casa de color pardo. Sabía que Julius no abandonaría su hogar ni que lo matasen. Probablemente estaría tapando las ventanas con listones, colocando barricadas detrás de las puertas, preparándose para otra Masada. Sin embargo, y por algún motivo inexplicable, la imagen en la mente de David fue reemplazada por otra, en la que Julius jugaba tranquilamente al ajedrez en la cocina. Se acordó del partido que se celebraba en el parque esa misma mañana, y de repente, un terrible pensamiento se apoderó de él. Se dio cuenta de lo que implicaba. —¡Dios mío, la señal! En el centro de la cuenca de Los Ángeles, las colinas Baldwin eran una torpe mezcla de campos petrolíferos abandonados y mansiones millonarias. Muchas de las casas disfrutaban de vistas que iban desde el centro de la ciudad hasta el océano en Santa Mónica. Las revistas la habían denominado «el barrio afroamericano más rico del país». Muchos Jaguar y caminos de entrada circulares. En lo alto de Glen Clover Drive, entre dos casas típicas de cuatro habitaciones, había una parcela estrecha con un bungalow construido sobre el acantilado. Este chalé blanco y rojo, con un patio bien cuidado, tenía una plataforma de secoya que dominaba la ciudad entera. El alquiler era obscenamente razonable, lo que la convertía en una auténtica ganga a tenor de cómo estaban los alquileres en Los Ángeles. La inquilina era una joven llamada Jasmine Dubrow, que se había mudado a la ciudad desde Alabama hacía sólo dos años. Una minifurgoneta entró en el camino de entrada de su casa. Su conductora, un ama de casa muy enérgica, Joey Dunbar, ayudó a su pasajero a quitarse el cinturón y a abrir la puerta. —Toma la llave, Dylan —dijo. —Gracias, señora Dunbar. —Dylan, el hijo de Jasmine, tenía seis años. Cogió la llave de la casa y se deslizó en el asiento hasta tocar el suelo con los pies. Llevaba un mono Oshkosh, zapatillas Nike, y una mochila You & I, o sea la ropa de moda entre los más jóvenes del barrio. —¡Decidle adiós a Dylan, chicos! —gritó la señora Dunbar, animada. Los tres niños, con el cinturón de seguridad abrochado en el asiento de atrás, dijeron adiós con la mano por encima del asiento. Dylan sólo les veía las manos, pero les devolvió el gesto de despedida igualmente—. No olvides decirle a tu mamá que te puedes quedar el fin de semana a dormir, ¿de acuerdo? Adiós, esperaré a que entres en casa. Un Mercedes-Benz descapotable zumbaba por la calle a ochenta kilómetros por hora. Botó en un bache y se subió a la acera. Joey, encolerizada, se giró para ver quién conducía de esa manera por su tranquilo vecindario, y se fijó en los vecinos subidos a los tejados mirando a través de prismáticos. Curiosa por naturaleza, se giró en la otra dirección para ver qué miraban. —¿Qué? ¿Qué es tan interesante? —preguntó exasperada, barriendo la zona con la mirada. Luego vio esa cosa en el cielo y se quedó callada. Miró fijamente hacia el oeste sobre los tejados, abriendo la boca sin darse cuenta. Permaneció inmóvil hasta que el ruido de un frenazo la sobresaltó. Otro vecino había hecho marcha atrás de forma muy brusca en la entrada de su casa dejando señales del patinazo en la calle, y se esfumó por la esquina. Dylan todavía no había llegado a su casa cuando su canguro pisó fuerte el acelerador, por lo que el niño se quedó perplejo y mirando hacia el cielo. —¡Mamá, despierta! ¡Mira eso! —gritó, irrumpiendo en la casa. Se fue derecho a su habitación y se subió a la cama de un salto. —Mamá, sal fuera a ver. Jasmine se tapó el cuerpo desnudo con una manta, pero se quedó donde estaba. —¿A ver qué, cariño? Es muy temprano. —¡Una nave espacial! —Dylan había visto situaciones parecidas en los dibujos animados y sabía exactamente qué tenía que hacer. Sin perder tiempo, volvió corriendo hacia la ventana principal para disparar contra aquel cacharro. —¿Qué le pasa a tu perro? —preguntó una voz masculina soñolienta. Boomer, el golden retriever de Jasmine, había empezado a ladrar y a gañir pocos minutos antes de la llegada de Dylan. Después de seguir al niño hasta la habitación delantera, volvió con una zapatilla de caña alta de baloncesto en la boca, y la depositó al lado de la parte superior de un bulto muy grande que se perfilaba debajo de la sábana, al lado de Jasmine. El bulto se giró y se apartó la sábana. —Estás empeñado en que me levante, ¿no? Steven Hiller, un hombre apuesto y musculoso cercano a los treinta años, se incorporó a regañadientes en la cama, y miró fijamente al perro nervioso. La amarga expresión de su cara indicaba que necesitaba dormir una hora más. Jasmine y él habían estado de juerga hasta muy tarde la noche anterior, después de cenar en el Restaurante de Hal y de ir a varios clubes. —Intenta impresionarte —dijo Jasmine con la cara hundida en la almohada. Medio dormido todavía, Steven escudriñó lo que había a su alrededor. Unos delfines grandes chapoteaban y sonreían en un póster, y había otros más pequeños, estatuillas, colocados en el tocador y sobre la mesilla de noche. El rastro de la ropa que se habían quitado rápidamente iba desde el recibidor hasta la cama. Una fotografía enmarcada de Steve en la cabina de un avión de combate guiñaba el ojo desde el tocador. Unos albornoces con las palabras «Él» y «Ella» bordadas colgaban de un gancho cerca de la puerta del cuarto de baño. Oyó al perro y al niño en la otra habitación y durante un momento le sorprendió encontrarse en una situación tan doméstica. «Así es como viven las parejas casadas», pensó. Si se le hubiese ocurrido la misma idea hacía unos cuantos meses, se abría vestido rápidamente y echado a correr, LO MÁS RÁPIDO POSIBLE. Pero ahora, reclinado contra el cabezal de la cama, se limitó a sonreír. «Creo que esto me gusta.» Hacía ya medio año quejas y él salían de forma continua. La suya era una relación apasionada y exclusiva, siempre que Steve podía ir a la ciudad los fines de semana. Pero no se había dado cuenta de que estaba enamorado de ella hasta que un par de bombarderos F-19 experimentales aterrizaron en la Base Aérea de los Marines de El Toro, donde él estaba destinado. Normalmente, la mera llegada de unos aviones de aquellas características habría bastado para que un piloto tan fanático como Steve se quedara merodeando por la base a la espera de una oportunidad de pilotar uno. Cuando en vez de ello prefirió pasar su tiempo libre con Jasmine, supo que sus prioridades estaban cambiando. Desde que se había licenciado de la academia de vuelo, había aprendido a pilotar todos los, aviones habidos y por haber. Siempre que llegaba una nueva nave a la base, fuera un avión antiguo de la Segunda Guerra Mundial, o un avión de espionaje de alto secreto, Steve se las ingeniaba para conseguir una autorización para probarlo. Los fines de semana que no llovía, cogía su Mustang rojo descapotable y corría hacia el norte por la autopista 405 hacia Los Angeles, su ciudad natal. Se pasaba todo el fin de semana de juerga y se quedaba a dormir en casa de sus padres o en casa de una de sus amigas. Se había ganado la fama de ser un Don Juan, un ligón de primera. Pero una noche, sus padres lo convencieron para que les acompañara a una de sus cenas tan aburridas, donde, para sorpresa suya, se quedó prendado de una de las invitadas, la mujer rabiosamente guapa que ahora yacía a su lado. Se giró para examinar la perfección de su piel color canela, y la elegante curva que unía su espalda y su pecho. Boomer seguía lloriqueando. Gañía y describía círculos, con la cola entre las patas. Steve sabía que no valía la pena resistir, que ya no volvería a dormir. Se levantó y se fue hacia el cuarto de baño. Mientras hacía sus necesidades matinales, se fijó en un gran bote de vidrio en la parte trasera del lavabo. ¿Se lo estaba imaginando, o era que el aceite de baño dentro del recipiente vibraba ligeramente? El sonido de un helicóptero a vuelo raso le llamó la atención. Era un Marietta, a juzgar por el motor. Cuando acabó de orinar, se asomó a la estrecha ventana del cuarto de baño. No veía el helicóptero, pero tenía a todo el vecindario delante de él. Un hombre y una mujer corrieron hacia su Range Rover, tiraron cuatro cosas en el asiento trasero, y echaron marcha atrás por el camino de entrada de su casa. —Qué raro —dijo a su reflejo en el espejo. Miró el aceite en el bote alto. No cabía la menor duda: se estaba moviendo muy ligeramente. Permaneció absolutamente inmóvil durante un momento. A Steve le parecía que le llegaba una especie de ruido sordo entre el tiroteo que Dylan estaba protagonizando en el comedor. Salió corriendo al dormitorio a buscar el mando a distancia. —¿Qué haces, cariño? —El acento de Alabama de Jasmine era más pronunciado cuando estaba cansada. —Creo que hay un terremoto y quiero encender la tele. —¿Dónde está Dylan? —Jasmine se incorporó, despertándose de pronto—. Dylan, ven aquí cariño —gritó hacia la otra habitación. El televisor se encendió de repente y apareció una presentadora leyendo sus notas. —... en el sur, pero de momento no hay noticias de daños personales o materiales. Eve Flesher, la portavoz de la oficina del alcalde, ha emitido un comunicado desde los peldaños del ayuntamiento hace pocos minutos, pidiendo a la población que no cunda el pánico. —Empezaron a pasar las imágenes de la rueda de prensa, y Dylan irrumpió en la habitación, al estilo Rambo. —¡Hola, Steve! —¡Eh, Dylan! —Los dos se fundieron en un abrazo de buenos días—. ¿Contra quién disparas? ¿Forajidos? Dylan lo miró como si estuviera loco. —¿Qué forajidos? Estoy disparando contra los extraterrestres. —¿Extraterrestres? —Steve y Jasmine intercambiaron una mirada de complicidad. Dylan tenía una imaginación muy viva y les encantaba animarle a que diera rienda suelta a sus fantasías. —¿Y has matado a alguno? —le preguntó su madre. Dylan se limitó a mirarla muy fijamente, algo perturbado. Ya tenía edad de saber cuándo los mayores no le tomaban en serio. —Os pensáis que me lo estoy inventando, pero ya lo veréis. —Voy a echar un vistazo a esta nave espacial —dijo Jasmine a Steve, mientras el hijo la arrastraba fuera de la habitación—. ¿Vas a querer un poco de café? —Yo también voy. Puede que sea trabajo para los marines. De camino a la puerta, volvió a mirar la televisión. Siempre que un pequeño temblor sacudía la ciudad, cosa que ocurría más o menos cada mes, la cadena solía intercalar una imagen de los sismómetros de Cal Tech en Padena. Como auténtico californiano, Steve había aprendido a pasar de los terremotos. Pero al apagar el televisor, oía cómo persistía el ruido sordo, que se hacía cada vez más fuerte. Unos platos cayeron al suelo en la cocina y Jasmine soltó un buen grito. Steve salió corriendo y la encontró obligando a Dylan a alejarse de la ventana. Algo en el exterior le había dado un susto mortal. Steve abrió la puerta y salió al porche, preparado para enfrentarse a lo que había ahí afuera. O por lo menos eso era lo que él pensaba. Una de las siniestras naves se acercaba rápidamente al centro de la ciudad como una nube de tormenta venenosa. En aquella mañana tan despejada, las montañas de Santa Mónica y las de San Gabriel que rodeaban la ciudad parecían diminutas, empequeñecidas ante el increíble tamaño del objeto que se encontraba en el aire. La cuenca entera de Los Ángeles se asemejaba a un enorme estadio con un techo mecánico que se cerraba lentamente. —¿Qué pasa? —interrogó Jasmine desde el interior de la casa. Steve abrió la boca, pero no pudo articular palabra. Se serenó, y empezó a evaluar la situación. La parte superior de la nave era una cúpula baja y curva, lisa salvo una depresión parecida a un cráter de un kilómetro y medio de ancho que se extendía por toda la parte frontal. De esta zona hueca salía una torre negra y reluciente de aproximadamente el tamaño y la forma de un rascacielos. Era un rectángulo perfecto, a excepción de la pared trasera, que seguía la curva de la depresión. La torre era negra como el alquitrán húmedo. Unas irregularidades en su superficie sugerían la presencia de puertas o ventanas detrás de unas pantallas negras protectoras. La base de la nave era esencialmente plana, con un dibujo muy especial. Se asemejaba a una flor gris perfectamente simétrica de ocho pétalos. Éstos estaban teñidos de azul, y se extendían unos doce kilómetros hacia los bordes volcados de la nave. Vistos desde una cierta distancia, poseían la misma transparencia brillante que las alas de un insecto, en las que las venas se distinguen claramente. Cada «pétalo» parecía estar construido de dieciocho láminas gruesas, como unas planchas colocadas en largas hileras que se solapaban para crear una superficie dentada. Llevaban toda una batería de estructuras de aspecto industrial, que a Steve le parecieron naves de carga, equipos de acoplamiento, depósitos de almacenamiento, ventanas de observación, y otros mecanismos a gran escala. Estas estructuras no eran componentes aislados incorporados a la parte inferior de la nave, sino partes del cuerpo, que sobresalían como numerosos tumores de aspecto exterior duro, justo debajo de una piel brillante. Más lejos, el ojo de la flor era una chapa metálica lisa con profundas líneas embutidas en un dibujo geométrico sencillo. Al principio, pensaba que las líneas podrían ser un tipo de decorado de jeroglíficos, pero al sobrevolarle, le parecieron más como las costuras de un conjunto de puertas complejas. La nave no presentaba elementos decorativos. Era como una barcaza flotante, claramente diseñada para realizar una tarea específica y no para ser admirada. La primera reacción de Steve fue de repulsa. No se trataba solamente del abrumador volumen de la cosa que estaba sobrevolándoles, ni el temor instintivo de sentirse atrapado por un posible depredador. El diseño de la nave tenía algo de inquietante, había algo incorporado, inconscientemente quizás, en su arquitectura. Era una sombra gris y siniestra que revelaba la personalidad lúgubre y rotundamente utilitaria de sus fabricantes. Como si todos los residuos industriales jamás producidos hubiesen sido mezclados en esa máquina impresionante, compleja y horripilante. No obstante, poseía, al mismo tiempo, cierto oscuro magnetismo, como unas fotografías microscópicas de piojos o hongos, que descubrían una belleza desfigurada.
 Cuando David volvió a la planta baja, la oficina estaba completamente vacía. La pared de monitores de televisión no tenía espectadores. Asustando el volumen de uno de los aparatos, David escuchó para ver si había información que pudiera confirmar o desmentir su teoría. La CNN, con la imagen todavía distorsionada, había montado un logotipo muy vistoso, un gráfico muy llamativo que giraba en espiral hacia el telespectador hasta llenar la pantalla: «Visitantes: contacto o ataque.» Wolf Blitzer, totalmente exhausto, permanecía de pie delante del Pentágono, bajo la falsa noche. —Los oficiales del Pentágono acaban de confirmar los avances informativos de la CNN. Otras naves, iguales que la que tengo justo encima, han llegado a treinta y seis de las ciudades más grandes del planeta. Nadie parece estar dispuesto a hacer una declaración oficial pero, según fuentes oficiosas, varias personas han expresado su preocupación y su frustración ante el hecho de que nuestros sistemas de defensa espacial no nos advirtieran. Un gráfico se superpuso en la pantalla. Era un mapamundi que indicaba la ubicación de las naves espaciales. David asintió con la cabeza. Era exactamente lo que se esperaba. Le llegó una voz de la oficina vacía de Marty y se acercó. —Sí, ya lo sé, mamá. Tranquilízate un momento ¿quieres? —Marty se había escondido debajo de su mesa y estaba gritando por el teléfono. Cuando David se asomó por la puerta para saludarlo, Marty se llevó un susto tan sonado que se golpeó la cabeza contra la mesa—. ¡Oh, nada! Estoy bien. Acaba de llegar alguien. Por supuesto que es humano, mamá, trabaja aquí. —Dile que haga las maletas y se vaya de la ciudad —dijo David. —Un momento mamá. —Marty tapó el teléfono—. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —¡Díselo! —gritó. —Mamá, deja de hablar y escúchame bien. Haz una maleta, súbete al coche y vete a casa de tía Ester. No me hagas preguntas. Hazlo. Llámame en cuanto llegues. —Marty colgó y salió de debajo de la mesa—. Bien, ¿me quieres decir por qué acabo de mandar a mi madre de ochenta y dos años a Atlanta? David daba vueltas por la desordenada oficina, pensando. —¿Te acuerdas que te he dicho que la señal escondida en nuestro satélite se estaba extinguiendo lentamente? De repente, Marty recordó las interferencias televisivas que tanto le habían preocupado hacía unas horas. —No del todo. «Señal dentro de una señal», es lo único que recuerdo. —Eso es, la señal oculta. Marty, es una cuenta atrás. —¿Cuenta atrás? —Eso no pintaba muy bien. Marty separó las cortinas y echó una mirada furtiva a la forma oscura que había fuera—. ¿Cuenta atrás para qué? —Piensa un poco. Es exactamente igual que el ajedrez. Primero colocas tus piezas de forma estratégica. Luego, cuando llega el momento, atacas con virulencia las piezas principales de tu adversario. ¿Ves lo que están haciendo? —David señaló la imagen televisiva de una nave flotando sobre Pekín, China—. Están tomando posiciones sobre las ciudades más importantes del mundo y están usando la señal para sincronizar su ataque. De aquí a aproximadamente seis horas, desaparecerá la señal y la cuenta atrás habrá finalizado. —¿Y entonces qué? —Jaque mate. Marty tardó un minuto en asimilar la información, y entonces le sobrevinieron dificultades respiratorias. Abrió una lata de gaseosa y cogió un teléfono. —Tengo que hacer unas cuantas llamadas. Mi hermano Joshua, mi pobre terapeuta, mi abogado... Oh, al diablo con mi abogado. David cogió otro teléfono y marcó un número de once dígitos que raramente usaba pero que se sabía de memoria. Mientras se establecía la conexión, todos los televisores de la oficina empezaron a sintonizar la misma imagen. El presidente de EE.UU. se acercaba al podio de la sala de prensa de la Casa Blanca, esforzándose por transmitir tranquilidad y confianza. «Todo está bajo control, que no cunda el pánico.» Mientras que varias personas, entre ellos Grey y Nimziki, se subían a la pequeña tarima para acompañarlo, Whitmore sonreía tensamente a la sala. —Compatriotas y ciudadanos del mundo, estamos ante un acontecimiento histórico sin precedentes. La sempiterna pregunta sobre si nosotros los humanos estamos solos en el universo ha sido contestada de una vez por todas... —Comunicaciones. —La voz telefónica sonaba seca y formal. —Sí, soy David Levinson. El marido de Connie Spano. Es una llamada urgente. Tengo que hablar con ella inmediatamente. —Lo siento, está reunida —contestó la voz masculina—. ¿Quiere dejar un mensaje? —No, tengo que hablar con ella ahora mismo. Sé que está ocupada, la estoy viendo por la televisión. Esto es más importante, créame. Así que dígale que se ponga. —La voz de David sonaba imponente. —Espere, por favor. David se giró para seguir el mensaje del presidente. Connie estaba con un grupo de gente al lado de la tarima, justo en el portal que daba a las oficinas de la Casa Blanca. Un joven, probablemente el que había contestado al teléfono, apareció en la puerta y le susurró algo al oído. Un segundo más tarde ella desapareció discreta y profesionalmente por la entrada vigilada. David experimentó un gran alivio. No estaba seguro de que Connie aceptara la llamada. —¿Qué quieres? —casi silbó por el teléfono. —Connie, escucha —balbució David, totalmente sorprendido—, tienes que salir de allí. De la Casa Blanca, quiero decir. Tienes que salir de la Casa Blanca. —Los dos enmudecieron durante un segundo. Parecía como si David estuviera repitiendo una conversación desagradable que ya habían tenido numerosas veces. Consciente de que ella no le entendía, prosiguió—: Espera, no lo comprendes. Tienes que abandonar Washington. Connie, enfadada consigo misma por haber salido de la rueda de prensa, intentó escabullirse. —Gracias por preocuparte por mí, pero por si no te has dado cuenta, tenemos una pequeña crisis aquí. Tengo que irme. David se dio cuenta de que estaba a punto de colgar. —He estado investigando la cuestión de la interferencia en los satélites y ya lo tengo. Van a atacar —dijo bruscamente. La línea enmudeció durante un momento. David pensaba que ella estaría reflexionando sobre lo que le acababa de decir, pero rápidamente se percató de que estaba tapando el teléfono mientras hablaba con uno de sus ayudantes. —Van a atacar —repitió—. Sigue. Esa reacción hizo que se enfadara. El la llamaba para salvarle la vida, y lo único que le faltaba era que adoptase un tono condescendiente con él. —Exactamente, atacar —respondió, ya con los nervios de punta—. La señal es una cuenta atrás. Cuando digo señal, me refiero a la señal que está causando todas las interferencias con los satélites. —El captaba su impaciencia. Sabía que no le estaba dando la información de forma muy coherente, lo cual le ponía todavía más nervioso—. Acabo de subir al tejado y me he dado cuenta. Esta mañana yo... ¿Connie?
 Había colgado. Pulsó el botón de volver a marcar, pero comprendió que no serviría de nada. Ella no se volvería a poner. Su mirada se centró en la imagen nebulosa del presidente Whitmore. —... mi personal y yo permaneceremos aquí en la Casa Blanca mientras intentamos establecer contacto... Al oír eso, David supo qué tenía que hacer. Fue a buscar su ordenador portátil y unos cuantos disquetes, cogió la bici y se dirigió hacia la puerta. —Marty —gritó a través de la oficina—. Deja de perder el tiempo y sal de la ciudad ahora mismo. Marty, que seguía enganchado al teléfono, escuchaba la parte final del discurso de Whitmore. —... así que no pierdan la calma. Si se ven obligados a abandonar la ciudad, ruego lo hagan de forma segura y ordenada. Gracias.
 Un taxi que intentaba circular por la acera chocó con un camión de reparto que intentaba hacer lo mismo. David, que pedaleaba alocadamente, iba zigzagueando por el denso tráfico. A su alrededor, las calles estaban totalmente colapsadas. Incluso cuando llegó al puente, vio que la gente que iba a pie avanzaba más rápida que los coches. Quince minutos después, se metió por una calle con una fila de pequeñas casas de color pardo en Brooklyn. Tuvo que girarse de repente, y apunto estuvo de ser alcanzado por un colchón que estaban tirando desde una segunda planta. Todos los vecinos de la calle estaban haciendo las maletas, preparándose para la evacuación. Golpeó la puerta principal de su padre repetidas veces hasta que ésta se abrió de repente, y se encontró con una escopeta en las narices. —Tranquilo, papá, soy yo. Julius bajó el arma, echó un vistazo a ambos lados de la calle mientras entraba a su hijo a rastras. —Buitres. Han dicho por la tele que ya han empezado a saquear. Juro por Dios que si intentan entrar aquí dispararé. —Papá, escucha, ¿todavía tienes el Valiant? Julius arqueó una ceja, receloso. —Sí que lo tengo. ¿A ti qué te importa? Ni siquiera tienes carnet de conducir. —No necesito carnet —dijo, mirando al viejo a los ojos—. Conduces tú.
 Steve estaba de pie junto a la cama, metiendo en la maleta la ropa de fin de semana que no había tenido tiempo de ponerse. Vestido de oficial y luciendo una sonrisa presumida, sus movimientos adquirían una intensidad disciplinada y una elegancia atlética que delataban su ansiedad por volver a El Toro y, si hacía falta, darles una lección a los huéspedes no invitados. Jasmine estaba de pie contra la pared, comiéndose las uñas, y visiblemente disgustada. —Podrías decir que no oíste el aviso —le dijo. El se limitó a reír y siguió haciendo la maleta. —Ya sabes cómo es, cariño. Nos están llamando. Tengo que incorporarme. —Sólo porque te llaman... seguro que la mitad de los chicos no se presentan... —Vale ya —la cortó en seco—. Jazzy, ¿por qué te pones así? —Parecía estar a punto de llorar, y Steve fue hacia ella para consolarla. Intentó abrazarla, pero lo apartó de un manotazo y volcó una de sus figurillas de delfín de la mesita. —Te voy a decir por qué me pongo así —le gritó, corriendo las cortinas bruscamente—. ¡Porque esa cosa de ahí arriba me tiene acojonada! —Se dejó caer contra la puerta del armario, deslizándose hacia el suelo. —¡Escúchame! —Steve se agachó delante de ella y recogió el delfín de cristal, que no se había roto—. No creo que hayan hecho un viaje de noventa billones de años luz a través del universo para buscar pelea. Estamos ante uno de los momentos más increíbles de la historia. Lo que había dicho era un tópico, pero Steve lo dijo con convicción. No tenía miedo a nada. Pero no como el típico tipo duro con ganas de morir; sencillamente no entendía por qué la gente se dejaba asustar. Conocía a muchísimas personas que se dejaban acobardar por mil temores pequeños, que habían permitido que el miedo se convirtiera en un hábito. Tenían tanto miedo al fracaso, a la humillación o al dolor físico que habían dejado de correr riesgos, habían dejado de vivir a lo grande. Lo que siempre había admirado en Jasmine era su valor. Como todos, ella vivía en la incertidumbre, pero parecía que le resbalaban las cosas pequeñas que mantenían a los demás agarrotados: el dinero, los horarios, lo que los demás pensaban de ella. Volvió a intentar cogerla de la mano, y esta vez no se resistió. Mientras se miraban a los ojos, volvió a surgir la gran cuestión. La misma que habían estado intentando evitar con todos sus esfuerzos durante los últimos meses: qué significaban el uno para el otro y si su relación podría tener futuro. Steve respiró hondo. En su bolsillo llevaba una pequeña caja que quería enseñarle, algo que había mandado hacer hacía varias semanas. Sus labios no llegaron a articular las palabras que le permitirían abordar el tema. Quería hacerle una pregunta, aquella pregunta. Pero las consecuencias de hacérsela podrían ser devastadoras para su carrera. Así que, ante su incapacidad de elegir entre las dos cosas que más quería, optó por la maniobra de evasión. —Venga, acompáñame al coche. Jasmine era valiente, pero tenía sus límites. La habían dejado demasiadas veces y había perdido demasiado como para poder afrontar esta situación con la misma confianza de Steve. Había pensado que por fin había logrado arreglar su vida, y que por vez primera las cosas le empezaban a salir bien. Pero ahora, con la llegada de la nave, la cosa amenazaba con volverse a torcer. En su mente, sabía que Steve tenía órdenes de volver a la base, y por tanto que no la estaba abandonando. Pero al mismo tiempo, aquello era una situación límite, y la primera reacción de Steve había sido hacer las maletas. —¿Puedo llevarme esto? —le preguntó, cogiendo el delfín de cristal—. Te lo devolveré, te lo prometo. Ella sonrió y asintió. No le quedaba más opción que intentar creerlo.
 Había dejado la capota del Mustang abierta toda la noche, y al salir fuera, Steve se encontró con Dylan al volante. Después de sacar al chico del coche, Steve retiró una bolsa del asiento trasero. —Tengo algo para ti, chaval. ¿Recuerdas que prometí que te traería fuegos artificiales? —Steve le entregó el paquete—. Pero ve con mucho cuidado —añadió. Dylan rasgó el envoltorio y vio un montón de tubos colorados con palitos. Parecían cohetes de los que se colocaban en las botellas, pero más grandes, con la marca FireStix impresa en cada uno. —¡Anda! ¡Fuegos artificiales! —exclamó el niño, impresionado, y tendió los objetos sagrados a su madre para que los viera—. De los grandes. Jasmine le dirigió una mirada de profundo agradecimiento. —Iba a hacerlo yo mismo esta noche en el parque... pero se plantan en el césped, despegan y se convierten en un montón de colores bonitos a unos seis metros de altura... Jasmine escuchaba a medias, distraída por la visión de la enorme nave que se había colocado encima del edificio más grande del centro de Los Ángeles. Poco después de que dejara de avanzar, empezó a girar muy lentamente y el ruido sordo desapareció. Steve hundió la mano en el bolsillo de su chaqueta y palpó la cajita que había dentro. Le resultaba muy duro ver a Jasmine asustada. —He pensado —empezó a decir meditabundo— que por qué no haces una maleta para Dylan y para ti y... —Miró la calle en ambas direcciones—, pasáis la noche conmigo en la base. La invitación pilló a Jasmine por sorpresa. Nunca la había invitado a acercarse a la base y ella tampoco se lo había pedido. Sabía que tenía muchos motivos para que no lo vieran con ella. De repente se sintió preocupada por él. —¿Seguro que no hay problema? —Bueno —refunfuñó—. Tendré que llamar a todas mis amigas y aplazar la juerga para otro día, pero no, no pasa nada. Ella le pegó un puñetazo en el brazo. —Ya estamos otra vez, tú crees que eres el más guapo de todos. Te voy a decir una cosa, mi capitán, no eres tan encantador como tú crees. —Sí que lo soy —sonrió, subiéndose al coche. —Orejas de Dumbo.
 —Piernas de gallina —le gritó, arrancando el motor. Y después de un último beso, puso el vehículo en marcha y le gritó por encima del hombro—: Hasta la noche. Y mientras veía en el retrovisor cómo le decían adiós con la mano, se preguntaba si había obrado bien invitando a Jasmine a El Toro. Era una solución a medias. Por su parte, Jasmine se sentía emocionada y aterrorizada al mismo tiempo. Ella y Dylan se quedaron en la calle despidiéndole hasta que el descapotable rojo desapareció por el lomo de la colina, y volvió a mirar la margarita cancerosa que giraba lentamente, anulando al sol. Cogió a su hijo y lo llevó hacia la casa, quitándole el paquete de fuegos artificiales de la mano. —Y éstos me los quedo yo, hijo. —¡Ya está bien, mamá!
 El Plymouth Valiant del 68 de Julius estaba en perfecto estado. Lo guardaba debajo de una lona en el garaje y los únicos kilómetros que había hecho correspondían a la visita semanal que realizaba a la tienda de ultramarinos. Su velocidad punta en carretera solía alcanzar unos setenta kilómetros por hora harto frustrantes, incluso en los largos recorridos, lo cual ayuda a explicar por qué David nunca se había sacado el carnet. Pero, ante una situación de emergencia como la actual, el viejo corría por la carretera a la frenética velocidad de ochenta y cinco kilómetros por hora. Los faros de los coches más rápidos se abalanzaban sobre ellos como ojos de lobos mecánicos. Muchos de los coches estaban llenos hasta los topes de gente, maletas y cajas con comida. Algunos llevaban colchones atados a los techos de forma muy poco aerodinámica, y cuando se cruzaban, todos los ocupantes se giraban para mirar a los dos hombres en el viejo coche azul que circulaba en plan tortuga como si de una excursión dominical se tratara. Las caras apretadas contra los cristales estaban contraídas por el miedo de las primeras doce horas de invasión. —¡Tranquilízate, Fitipaldi! —gritó Julius a la vez que blandía el puño hacia una furgoneta que duplicaba la velocidad del Valiant. —Ochenta y cinco, papá, por favor —dijo David, llamándole la atención de nuevo sobre el velocímetro—. Estás aflojando. —¿Cómo que aflojando? —Desciendes por debajo de ochenta y cinco. Manten la velocidad. A David le habría gustado adelantar a todos los coches que había en la carretera, pero conocía los límites de su padre, y aquella velocidad era uno de ellos. A Julius le parecía que franquear ese límite bastaría para que el coche se autodestruyera. David se mordió la lengua e intentó relajarse. Todavía quedaba tiempo. Además, tampoco podía forzarle demasiado después de la manera en que Julius había accedido a realizar la misión. David se había imaginado una resistencia acérrima, que le habría increpado o que se habrían discutido durante media hora como mínimo sobre lo ridícula que era la idea. Pero en cuanto le hubo explicado de una parrafada sin respirar por qué le era imprescindible llegar hasta allí, Julius se había acercado a su hijo para mirarle largamente a los ojos, como si buscara algo específico. Algo que vio le decidió. —Prepárame un bocadillo —dijo, encogiéndose de hombros—. Voy a coger el abrigo. Treinta minutos más tarde, habían dejado la ciudad atrás, gracias, en gran medida, a la capacidad increíble de navegación del copiloto, es decir, de David. Habiendo pasado gran parte de su vida en el asiento trasero de taxis, conocía bien todos los atajos. Una vez en la autopista, y con rumbo a Washington D.C., David sacó su portátil para investigar más sobre la señal, todavía sorprendido de que su padre, normalmente muy testarudo, no se hubiera resistido más a su plan. —¡Es la Casa Blanca, por el amor de Dios! —gritó Julius de repente, mientras David estudiaba los números en la pantalla del ordenador—. No puedes presentarte ahí, llamar al timbre y soltar: «Buenas tardes, oiga, deje que hable con el presidente un par de minutos.» ¿Piensas que ellos no saben lo que sabes tú? Créeme, lo saben. Lo saben todo. —Esto es algo que no saben, de verdad —dijo David, intentando concentrarse. —Si te crees tan puñeteramente listo, dime por qué estudiaste durante diez años en el MIT, sacaste matrícula de honor, y ganaste tantos premios para convertirte en un técnico de reparación de cables. —La pregunta, como muchas de las que hacía Julius, era un golpe muy bajo. —Por favor, no empieces con eso —masculló David de una manera calculada para zanjar el tema. Era uno de sus puntos más dolorosos, calificado por todos como una falta de ambición. Por curriculum estaba muy por encima del puesto que ocupaba en Compact, y los laboratorios de investigación de toda la nación lo habían tenido en su punto de mira. Todavía recibía cartas de vez en cuando pidiendo su colaboración en proyectos científicos tan diversos como el superacelerador de Tejas o el Biosfera en Arizona. Podía haber pedido el sueldo que quisiera en este tipo de trabajo, pero prefería quedarse donde estaba. Amaba su ciudad, a su padre, y a su esposa, hasta que se marchó a trabajar para el senador Whitmore. Molesto por la pregunta, David fingía estar trabajando con el ordenador. A él le importaba un rábano lo que los demás pensaban de él, pero la decepción de su padre era una espina que tenía clavada. —Siete años —murmuró David. —¿Siete años? ¿Qué dices? —Estudié en el MIT durante siete años, y no soy técnico de reparación de cables, soy el ingeniero jefe de sistemas. —Disculpe, señor Jefazo —dijo Julius sarcásticamente, acercándose más al volante—. Lo que quiero decir es que ya tienen a su gente para este tipo de cosa, si quieren cables, ya te avisarán. Otro golpe bajo. David se mordió la lengua y volvió a consultar el velocímetro. —Estás aflojando.
 La primera dama tenía el lujoso salón de hotel todo para ella. Su séquito de ayudantes y agentes del Servicio Secreto se habían retirado para que pudiera llamar a su marido en la intimidad. Siempre que se abría la puerta, vislumbraba el rebaño de periodistas esperando en el vestíbulo principal. Un puñado de policías los habían colocado detrás de unas cuerdas aterciopeladas mientras aguardaban la aparición de la primera dama para la celebración de la rueda de prensa que se les había prometido. —¿Mare? —Hola Tom, ¿cómo lo llevas? —preguntó. —Bastante bien —contestó Whitmore—, considerando las circunstancias. —Eran las once de la noche y tenía la voz cansada. —¿Dónde estás? —En el dormitorio. Pensaba que debería intentar descansar un poco. —Buena idea. ¿Cómo andan los ánimos por ahí? —Escúchame —continuó, cambiando de tema—. Estoy organizando el envío de un helicóptero al Biltmore. En la azotea del edificio hay una pequeña pista de aterrizaje. Quiero que salgas de Los Angeles lo antes posible. Si no sale bien... —No terminó la frase. —Sabía que ibas a decir eso —respondió Marilyn sonriendo—, pero acabo de ver la conferencia de prensa de Connie. Tom, estoy orgullosa de ti por haberte quedado en la Casa Blanca. Creo que es lo correcto. Pero que me vean huir no es lo más indicado. —Esa cosa está encima de ti, ¿verdad? De hecho, el histórico y lujoso hotel Biltmore estaba solamente a dos manzanas del antiguo First Interstate Building. El centro de la nave, que giraba lentamente, estaba ubicado encima del edificio. La zona comercial de Los Ángeles, que solía estar abarrotada la noche del viernes con una incongruente mezcla de largas limusinas y centroamericanos paseando, estaba casi vacía. Era como una ciudad fantasma. —Sí, sigue estando aquí —reconoció Marilyn—, pero tengo una docena más de periodistas esperándome en el vestíbulo. Johanna está con ellos, organizando una conferencia de prensa y algunas entrevistas. Me iré en cuanto haya terminado todo. Te lo prometo. —De ninguna manera. Te agradezco lo que intentas hacer pero no tengo ni idea de lo que han planeado esas naves. Voy a... —Tom, escucha —le interrumpió bruscamente—. Sé que estás preocupado. Pero yo también tengo una responsabilidad aquí. La gente me escuchará. No pudo rebatir lo que acababa de decirle su esposa. En repetidos sondeos, Marilyn Whitmore había demostrado ser la figura más popular de Washington. Lo que Jacqueline Kennedy había hecho con glamour, la señora Whitmore lo había llevado a cabo con su estilo práctico. Se había ganado el corazón de la nación siendo la única primera dama en recorrer los salones de la Casa Blanca descalza y enfundada en unos vaqueros. Tenía aquella belleza sencilla y heroica de una mujer pionera y una forma realista de hablar al público que inspiraba confianza. Desagradaba a los políticos pero, para la gente de a pie, era un símbolo de esperanza, su voz en los centros de poder. Se había convertido en el arma más fuerte de la administración en los últimos meses, desde que la presidencia de su marido había empezado a flaquear. Sentía que su responsabilidad era salir en los medios de comunicación e intentar que la evacuación de las ciudades se realizara de la forma más ordenada posible. Hubo una larga pausa. —De acuerdo —recapacitó su marido. En su tono quedó patente lo poco que le agradaba la idea—. Pero quiero que estés en la azotea dentro de noventa minutos. Habrá un helicóptero esperando para trasladarte a la Base de las Fuerzas Aéreas Peterson de Colorado. —Dame dos horas y trato hecho —aseguró—. ¿Cómo está la pequeña? —continuó, preguntando por su hija para cambiar de tema. —Bien. La sacaré de aquí en helicóptero y os encontraréis en Peterson. Esta tarde ha habido un pequeño altercado. Se escapó de la niñera y entró corriendo al Despacho Oval precisamente cuando la nave sobrevolaba la ciudad. —¡Dios mío! —exclamó su esposa—. ¿Cómo ha reaccionado? —Como todos nosotros. Tuvo un susto de muerte. Ahora está profundamente dormida a mi lado. ¿Quieres que la despierte? —No, no, déjala dormir. Pero me preocupa que haga el viaje sola. ¿Podrás asegurarte de que haya un teléfono a bordo para poder hablar con ella? —Desde luego. Pero no viajará sola. Voy a evacuar a Peterson a los hijos de los empleados, como agradecimiento por haberse quedado en la Casa Blanca. Creo que tendría una revuelta a bordo si no lo hiciera. Llamaron suavemente a la puerta de la habitación del presidente. —Un momento, por favor —respondió él, desde el otro extremo, antes de retomar la conversación—. Tengo que irme. Probablemente te veré en el NORAD mañana a primera hora. —Ninguno de los dos quería terminar la conversación, pero ambos sintieron el peso de sus responsabilidades—. Cariño... —¿Sí? —Te quiero. —Yo también. Mucho. Hasta dentro de unas horas. —Adiós. Whitmore, todavía con sus pantalones y su camisa de vestir, cruzó la habitación y abrió la puerta. El general Grey y el secretario Nimziki estaban de pie en aquel pasillo poco iluminado. —Señor, tenemos el informe que nos solicitó —dijo Grey, entregándole un fax—. Sigue habiendo treinta y seis naves. Desde hace varias horas, no hemos detectado que ninguna más entrara en nuestra atmósfera. —¿Éstas son las ciudades afectadas? —preguntó Whitmore, revisando el informe. —Sí, señor. Whitmore tardó un rato en estudiar los datos. Se daba cuenta de que Nimziki estaba nervioso y enojado, reprimiéndose por decir algo. Finalmente, cuando el presidente devolvió la hoja a Grey, el secretario de Defensa no pudo contenerse más. —Disculpe, pero esto es una locura —dijo indignado— absolutamente suicida. Quedándonos aquí sentados sin hacer nada, estamos perdiendo nuestra capacidad de ataque. Hemos venido a recomendarle que tome la decisión de iniciar un ataque nuclear. La palabra «hemos» cogió a Whitmore por sorpresa. Miró a Grey y le pidió su opinión. —¿General? —Como ya sabe, señor presidente, apoyaré cualquier tipo de acción que usted decida. Abrir fuego o esperar es una decisión difícil. Pero me inclino a estar de acuerdo con Al, a este respecto. Quizá deberíamos atacar primero. —Fue una respuesta sorprendente viniendo de Grey. Nimziki y él no se llevaban bien, pero unían sus fuerzas para presentar el plan a su líder. Whitmore se apoyó contra la puerta y se frotó los ojos. Reflexionó un momento. —No creo —anunció finalmente—. No le das un puñetazo al chico más fuerte de la escuela hasta no estar absolutamente seguro de que es el gamberro de la clase. Nimziki estaba a punto de volver a insistir, pero una mirada aguda de Grey le hizo abandonar su propósito. «El presidente ha hablado —dijo la mirada—, fin de la discusión.» —Y ¿qué ocurre con nuestros intentos de comunicarnos con ellos? —preguntó Whitmore. —Las transmisiones efectuadas en todas las frecuencias no han tenido éxito —le informó Grey—. El Cuartel General de la Zona Atlántica está probando una especie de comunicación audiovisual que podemos situar justamente donde ellos están ubicados. Tendrán que respondernos. Esperemos que lo que digan sea de nuestro agrado. Nadie se percató de que hacía una noche maravillosa. Había un millón de estrellas que se movían con una cálida brisa. Las almas inquietas del campamento estaban completamente obsesionadas por cuestiones de seguridad y supervivencia. Aquella tarde, el vecindario, la gente que había vivido en aquel lugar durante toda su vida, ya había hecho su equipaje y cogido su coche para mudarse. Muchos sin destino concreto. Al mismo tiempo, llegaban otros, mayormente vehículos ruinosos a punto de averiarse. Reducían la velocidad al llegar a las vallas, donde la encargada había montado un fútil control de acceso. Una mujer obesa que llevaba un holgado vestido de flores hawaiano cobraba un precio que consideraba razonable antes de dejar entrar y disponer de una zona de terreno a los refugiados. Sus rostros inspiraban lástima y reflejaban miedo. Había campesinos recostados en sus viejos Ford, escuchando emisoras en español en la radio, decidiendo hacia qué dirección escapar. Las mujeres, ansiosas, a menudo miraban fijamente a través de las puertas de red, esperando algún signo de peligro antes de encerrarse una vez más. Todo el mundo estaba al límite de su resistencia, angustiados como los jugadores empedernidos que deambulan en el casino a la espera de que se anuncien las normas de un nuevo y extraño juego. Con los pies descalzos y las piernas cruzadas, Miguel contemplaba toda la escena desde arriba. Había subido al techo de la caravana familiar, llevándose su pequeña televisión con él, esperando conseguir ver algo decente. Después de varios experimentos con perchas de alambre y un montón de papel de aluminio, consiguió la mejor calidad de imagen que cabía esperar. Se echó hacia atrás, apoyándose sobre sus manos, y miró las noticias. El viento jugaba con su corta melena. No se sabía nada de Russell desde su discusión de aquella mañana, en la plantación de tomates. «Típico —pensó—. Siempre que hay algún tipo de problema se esfuma.» Como lo había hecho en mil ocasiones durante aquel día, Miguel echó un vistazo en dirección a Los Angeles. El bulto oscuro de aquella misteriosa nave se hacía visible en lo alto de las colinas que separaban la ciudad del desierto. La luna creciente proyectaba su brillo a lo largo del costado derecho de la nave. Debajo de ésta, kilómetros de focos serpenteaban a través del cañón mientras miles de motoristas continuaban escapando de la ciudad. Miguel estudiaba su plan. Mientras tanto, observaba las cambiantes luces de los automóviles que escapaban a toda velocidad en busca de seguridad en Bakersfield, Fresno, Bishop y otros lugares incluso más lejanos. Había estado dándole vueltas durante toda la tarde. Tenía que sacar a Alicia y á Troy de aquella zona, alejarlos del peligro. Sabía que el único lugar donde podía refugiarse era la casa de un pariente de Arizona. La familia Casse había agotado cualquier otra posibilidad durante el último par de años. Mientras hacía zapping, iba pensando en la manera de proponerle la idea a Russell. Si volvía. En ese momento, emitieron algo en la televisión que le asustó casi tanto como la primera vez que vio la nave espacial. Uno de los canales locales retransmitía un reportaje que mostraba el lado más superficial de la invasión. Con un tono irónico y burlón, el presentador leyó en sus notas: —... un fumigador de cosechas de la zona ha sido detenido después de que sobrevolara con su vieja avioneta el valle de San Francisco, lanzando miles de folletos. —Miguel gimió en voz alta cuando vio el vídeo de su padrastro en un estado deplorable y esposado. Iba escoltado y le trasladaban a la comisaría de policía de Lancaster. —Sería mejor que hicieran algo —gruñó Russell a los periodistas—. Yo fui abducido por esos alienígenas hace diez años. Y nadie me creyó. Hicieron todo tipo de experimentos conmigo. ¡Hace años que nos están estudiando! Tenemos que hacer algo. ¡Están aquí para matarnos a todos! —Uno de los agentes se llevó a Russell a rastras y le empujó para que entrara en la comisaría. De vuelta al estudio, el presentador arqueó las cejas. —Una reacción más bien peculiar. Este hombre, un solitario sin rumbo, identificado como Russell Casse, está detenido en la comisaría de Lancaster para continuar con el interrogatorio. En los folletos, escritos a mano y fotocopiados, se leía... —¿Qué estás mirando? —Una voz que provenía de atrás asustó a Miguel, quien, de inmediato cambió de canal. Era Troy subiendo la escalera. Quería ver lo que estaba haciendo su hermano. —Nada —le respondió Miguel con la voz entrecortada por la emoción. Se aclaró la garganta y volvió a hablar—. Oye, Troy, ¿te acuerdas del tío Héctor de Tucson? —Sí, claro. Tiene una CD Saturn de SEGA, de sesenta y cuatro bits. ¿Te acuerdas? —Sí. ¿Qué te parecería si nos fuéramos a pasar un tiempo con él? El chico asintió con la cabeza. —Sería genial —añadió. Durante un minuto, Miguel miró pensativo hacia la autopista. Acto seguido, tomó una decisión. —Empieza a hacer tu equipaje. Nos vamos. Por la televisión estaba hablando la primera dama, Marilyn Whitmore, haciendo un llamamiento a mantener la calma. Miguel desconectó el aparato y lo llevó cuidadosamente al borde del techo de la caravana. —¿Nos vamos ya? —preguntó Troy, confundido, desde la escalera. —Ahora mismo. —¿Y papá? Miguel bajó hasta el suelo dando un suave salto. Se subió al neumático para coger la televisión. —Ya me has oído, Troy, prepara tus cosas para marcharnos —se quejó con enfado al ver que su hermano no se había movido. Después, se fue con paso decidido hacia el oscuro campamento para buscar a su hermanastra. Estaba bastante seguro de dónde la podría encontrar. —Pero no podemos irnos sin papá —se quejó Troy. Miguel no miró hacia atrás.
 Introdujo su mano por debajo del jersey de la chica. —Ésta podría ser nuestra última noche en la Tierra —susurró—. No querrás morir virgen, ¿verdad? —Intentó que sonara medio en broma, medio en serio. Quería comprobar hasta dónde podía llegar. La pregunta puso nerviosa a Alicia. Esperó un momento. Abrió su boca sobre la de él para darle otro largo, caliente y fuerte beso que echó hacia atrás al muchacho hasta apoyarse contra la puerta del conductor. Ahora, ella estaba encima de él. Tomó aire y lo miró. El brillo amarillo de la luz del porche se filtraba a través de las ventanas del camión. —¿Qué te hace pensar que todavía soy virgen? La pregunta lo desconcertó, pero al mismo tiempo lo animó. Le hizo pensar que aquella noche, después de varias semanas de flirtear, finalmente la tendría. Alicia no sabía leer entre líneas y no debía de saber exactamente lo que él estaba pensando. Ella notaba la excitación del chico en el arco de su cintura, por la forma en que agarraba sus caderas. Vivir con tres personas en una caravana de siete metros de largo era como pasar un interminable fin de semana en el infierno. Alicia, que iba a cumplir quince años, quería escapar. Veía que la única manera de conseguirlo era encontrando a un hombre que se la llevara. El chico que estaba besando no era exactamente un hombre, pero sí lo más parecido que Alicia había podido encontrar. Andy tenía dieciocho años. Se sentía importante en el campamento. Él y su madre, la encargada, compartían la caravana más grande del campamento. Tenía un trabajo estable, una furgoneta Toyota nueva con una cadena musical que sonaba estupendamente, y planes para llegar a tener su propio apartamento. A Alicia le gustaba pero, al mismo tiempo, no estaba preparada para el sexo. Sabía que había permitido que la conversación llegara demasiado lejos y ahora estaba intentando ingeniar una forma de escapar de aquella situación sin parecer una calientabraguetas. Andy seguía pensando en la virginidad cuando de repente se abrió la puerta en la que estaba apoyado. Casi cayeron al suelo. El hermano de Alicia se quedó de pie, mirándoles. —¿Qué demonios estás haciendo, Miguel? —exclamó Alicia separándose de Andy, con un tono de enfado y avergonzada. Al mismo tiempo, se sintió secretamente aliviada. —Venga, nos vamos a Tucson. —Sí, hombre —dijo poniendo los ojos en blanco—, como si fuera a ir a algún lugar contigo. Sin más preámbulos, Miguel apartó a Andy y agarró fuertemente la muñeca de Alicia. La sacó del camión, arrastrando a Andy con ella. Salió dándose un fuerte golpe y lanzó un grito aterrador. —Eh, tío, cálmate —le exigió Andy. Miguel se disponía a aplastarle la cabeza de un puñetazo. La mirada salvaje en sus ojos paralizó a Andy. —De acuerdo, está bien —dijo éste murmurando mientras volvía a sentarse. —Miguel Casse, eres un gilipollas —gritó Alicia furiosa, mientras caminaba con paso decidido—, estás loco. Necesitas ayuda. Le diré a papá lo que acabas de hacer y espero que te dé una buena paliza. —Entonces se fue corriendo y desapareció entre las sombras.

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