miércoles, 6 de julio de 2016

Dia de la Independencia Segunda Parte Novela

Mientras Alicia estaba dentro de la caravana, a punto deponerse a llorar, los dos chicos cogieron linternas y se pusieron manos a la obra. Veinte minutos después, habían cortado el agua, desconectado la electricidad y la red del cárter, atado la bicicleta y la motocicleta en el armazón trasero, recogido las sillas plegables y la barbacoa portátil. La caravana de los Casse estaba lista para marcharse. Miguel se ajustó el cinturón del asiento del conductor, arrancó el motor y puso el cambio de marchas automático. Pero no se movió. Frente a la luz de los focos, de pie y medio tambaleándose, como un gordo orangután retrasado, estaba su padrastro. Russell había salido de la cárcel justo a tiempo para hacer más insoportables sus vidas. El primer impulso de Miguel fue pisar el acelerador y aplastarle, pasando por encima de su culo flácido y lleno de alcohol. Sin embargo, cambió las marchas y esperó, fijando los ojos al frente. Más contento y feliz que nunca, Russell caminó arrastrando los pies hasta la ventana del conductor. —¡Muy bien, chicos! Habéis leído mi pensamiento. Alejémonos lo más posible de esa cosa —les dijo, mirando la nave oscura que había por encima de Los Ángeles y agitando la cabeza—. Nadie lo entiende, Miguel. Nadie me cree, pero esa cosa va a convertir Los Ángeles en un matadero. Acuérdate de estas palabras. Miguel solamente lo miró fijamente, con indiferencia y hostilidad. Ignorándole o no dándose cuenta de la actitud de su hijastro, Russell le dijo que abriese la puerta y le dejara ponerse al volante. Sin embargo, Miguel la abrió ligeramente para salir y la volvió a cerrar. —¿Te han dejado salir? A Russell no se le había ocurrido que debiera sentirse culpable o avergonzado. —¡Claro que me han dejado salir! ¿Desde cuándo se considera un crimen que un hombre ejerza su derecho a hablar libremente? ¿Qué pasa con la primera maldita enmienda? De todas formas, ahora tenemos cosas más importantes que hacer, créeme. Venga, vamonos. —Cuando Russell se dispuso a dirigirse hacia el camión, Miguel se plantó delante de él para cortarle el paso. Estaba temblando. —Nos vamos sin ti, no intentes detenernos. Por fin consiguió que su padrastro le prestara atención. —¿Qué estás diciendo? —Estamos hartos —dijo Miguel de la forma más calmada posible—. Estamos hartos y cansados de tener que rehacer nuestras vidas cada vez que te vas, de llevar tu peso encima. —El chico se tomó un descanso, sin apartar la mirada de las manos de Russell. »Tenemos suficiente dinero para ir a Tucson y quedarnos con el tío Héctor durante un tiempo. Russell clavó la vista en él, fingiendo que era lo más disparatado que había oído jamás. —¡Ni lo sueñes! —Sonó como un trueno, tan potente que le oyó todo el campamento—. Sigo siendo tu padre, muchacho, ¡no lo olvides! Ésa fue la gota que colmó el vaso. Miguel perdió los estribos y explotó como una bomba. —¡No lo eres! Tú no eres mi padre. Solamente eres un borracho idiota que se casó con mi madre. ¡Ella te cuidó como a un bebé apestoso y cuando se puso enferma tú no hiciste nada por ella! Eres un lunático, Russell, y no significas nada para mí. Así que, por favor —dijo calmándose un poco—, lárgate. Yo cuidaré de nosotros y tú encárgate de ti. Russell cogió aliento larga y profundamente para recapacitar. Siempre pensó que algo así podía llegar a ocurrir, pero ahora que el momento había llegado, sintió una puñalada en el corazón. —Y Troy, ¿qué? —¡Eso es exactamente de lo que estoy hablando! Eres un maldito egoísta. Por una vez en tu vida, intenta pensar en lo que es mejor para él. De hecho, ¿quién es el que cuida de él? ¿Quién tiene que ir mendigando dinero, empleos y medicinas por ahí? ¿Eh? Cada vez que lo fastidias todo, yo soy quien tiene que hacerlo. Yo soy el que tiene que hacer todo el trabajo sucio. Yo soy quien tiene que ir por ahí y conseguir dinero suficiente para comprar esas dichosas medicinas. Miguel hubiera podido continuar pero le detuvo el sonido de un cristal rompiéndose en mil pedazos. —¡Déjalo ya! ¡No soy ningún niño! —gritó Troy. Había salido de la caravana y estaba rompiendo las ampollas de su medicina contra el suelo—. ¡No necesito este maldito medicamento! —Lanzó otra más—. ¡No necesito que nadie cuide de mí! En cuanto se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, Miguel se dirigió hacia su hermano, a través de la luz de los focos, y le agarró antes de que pudiera tirar la última ampolla. Pero, al forcejear, Troy se las arregló para dejar caer la botella y aplastarla con su zapatilla de deporte. Su hermano, furioso, cogió un puñado de pelo del chico y le agitó la cabeza. —¿Tú sabes cuánto cuestan estos chismes? Ahora, ¿qué pasará si te pones enfermo? ¡Dime! Se quedó esperando una respuesta, pero súbitamente su ira se transformó en tristeza, y seguidamente en una desesperación absoluta. Lo había intentado. Se había enfrentado a su padrastro e ingeniado una forma de escapar. De repente, se percató de que había fracasado. Totalmente. Sintiéndose vacío y sin palabras, Miguel dio media vuelta y desapareció entrando de nuevo en la caravana. —Lo siento —dijo Troy suavemente. —Venga, vamonos Troy. Russell puso en marcha el vehículo.
 David no dejaba de recordarse a sí mismo que el señor que estaba sentado delante del volante era su padre, un hombre al que debía amor, paciencia y agradecimiento. Por otro lado, Julius estaba volviéndole absolutamente loco. Desde el verano en que David cumplió trece años, los Levinson no habían pasado mucho tiempo juntos en un lugar pequeño. La familia había hecho aquel infernal viaje a Florida, por carretera, para visitar a la tía Sophie, que estaba enferma y no podía acudir al Bar Mitzvah de David. Mientras conducían, Julius, que siempre había sido un entrometido, parecía menos interesado en el tráfico que en su interminable conversación. Habían estado hablando desde que salieron de Nueva York, cambiando de tema constantemente, analizando, criticando, haciendo preguntas y respondiéndolas. Una partida de ajedrez en el parque, dos veces por semana, estaba bien. Pero encerrados en el habitáculo del Plymouth antediluviano, moviéndose de arriba a abajo con esas fuertes sacudidas típicas de un transatlántico, y a ochenta y cinco kilómetros por hora, su interminable charla estaba llevando a David al límite de la locura. Durante los últimos treinta y cinco kilómetros, Julius no había dejado de hablar de la trama de algunas de las películas que había visto recientemente en el cine, como El terror no tiene forma y La guerra de los mundos. Para Julius, un teórico amateur de la conspiración, había demasiadas similitudes para creer que alguien, en algún lugar, no hubiera sabido que eso podía llegar a ocurrir. Sólo permaneció en silencio cuando oyó un extraño ruido que provenía del motor. David se mordió la lengua y se quedó callado. Al fin y al cabo, ésa era la única forma que tenía de llegar a Washington. Miraba continuamente el velocímetro y después consultaba la hora en su reloj. —¡Ochenta y cinco! —dijo el chico. —Sí, voy a ochenta y cinco por hora. Un poco más deprisa y el motor estallará. Confía en mí —protestó Julius al darse cuenta de que su hijo comprobaba la velocidad. David no podía hacer nada, excepto volver a hundirse en el asiento e intentar mantener la calma. Aproximadamente a cada kilómetro, dejaban atrás un vehículo aparcado a un lado de la carretera, sin gasolina o con el radiador demasiado caliente y lanzando chorros de vapor al aire de la noche. Había caravana a lo largo de todo el camino hasta Washington, a una distancia de sesenta kilómetros. David pensó que era solamente cuestión de tiempo que los motoristas empezaran a echar abajo las barreras para circular por los carriles en dirección sur. Eso era exactamente lo que estaba ocurriendo un poco más adelante, bajo la supervisión de la policía. Pero, por el momento, el Valiant de acero cromado tenía la autopista a su entera disposición. David dio media vuelta y miró a través de la ventanilla trasera. No se veía ningún foco detrás de ellos, únicamente una carretera vacía. Miró hacia delante. No se veían faros traseros, excepto los de un coche de policía que parecía abandonado y que estaba cruzado en el carril más rápido. Tenía los intermitentes puestos y las dos puertas estaban completamente abiertas, pero al pasar a su lado no vieron ningún rastro del agente del estado de Maryland que había parado el coche allí. —Debemos de estar cerca —dijo David—, somos los únicos en la carretera. —¡Todo el mundo se está dando de tortas para salir de Washington, y nosotros somos los únicos imbéciles que intentamos entrar! La autopista conducía a lo alto de una colina, y desde allí vieron por primera vez el distrito de Columbia. Los dos hombres se quedaron boquiabiertos al ver el cielo que tenían enfrente. Las luces de la capital de la nación, iluminando el cielo de la noche, se reflejaban en la panza de la forma gigantesca que flotaba por encima de la ciudad: una nave idéntica a la que habían visto en Nueva York. Las luces de la ciudad dejaban ver la impresionante silueta gris oscura en forma de flor. Ninguno de los dos dijo una palabra mientras bajaban por la colina. Cuando un grupo de pinos hubo ocultado la visión de la nave, Julius se aclaró la garganta. —David, de pronto tengo unas ganas terribles de visitar Filadelfia, ahí no hay platillos volantes. ¿Qué te parece si damos la vuelta y...? —Controla la velocidad, por favor. —Sin darse cuenta, el viejo había reducido hasta cuarenta kilómetros por hora. Al acercarse a la ciudad, David se volvió más impaciente. Rápidamente, se inclinó sobre el asiento trasero, cogió su ordenador portátil y lo encendió. De una funda de plástico sacó un CD-ROM y lo metió en la ranura lateral del ordenador. Julius sabía lo que era un CD, pero nunca había visto uno. —¿Qué es eso? —preguntó. David cogió el otro disco, el segundo volumen, enseñándolo como si fuera un vendedor ambulante. —En estos dos discos, papaíto, están todos los listines telefónicos del país. —¿En esos disquitos? —Increíble, ¿verdad? —Los dedos de David empezaron a teclear órdenes en el ordenador. Julius no iba a reconocerlo, pero estaba impresionado. Se inclinó y miró cómo pasaba la lista de nombres por la pantalla. —Déjame adivinar. Estás buscando su número de teléfono. —Exactamente, Sherlock. —Un problema. ¿Qué te hace pensar que una persona importante como Constance va a aparecer en una guía telefónica para que cualquier pesado pueda llamarla? —Ella siempre tiene el número de su teléfono portátil en la lista, para emergencias. El problema es encontrar el nombre a que ha puesto el número. A veces usa sólo su primera inicial, a veces su apodo... Empezó a probar diversas opciones mientras Julius seguía mirando intentando comprender lo que hacía. Después de unos veinte intentos infructuosos, David empezó a mostrar su frustración. —No está, ¿eh? —Lo encontraré. —La voz de David sonaba casi segura—. Todavía no he dado con él, pero normalmente lo pone a nombre de C. Spano, Connie Spano, Spunky Spano... —¿Spunky? —Julius parecía divertido—. Me gusta ése. Prueba Spunky. —Spunky era su apodo en el instituto. —¿Has probado Levinson? David frunció el ceño. —Mira, no usó mi nombre ni cuando estábamos casados. ¿Crees que ahora que estamos separados va a empezar a llamarse Levinson? Lo siento, pero me parece que no. Julius se encogió de hombros y miró en otra dirección. Bueno, si no valía la pena probar sus ideas, ¿a él qué más le daba? Al final, David aceptó. —De acuerdo, probaremos Levinson. —Julius se inclinó y miró con tal avidez los nombres que pasaban que parecía estar mirando una ruleta. De pronto, los nombres pararon y la máquina emitió una señal para indicar que había encontrado un resultado positivo. —Total, ¿yo para qué sirvo? —dijo el viejo sarcásticamente. Una sirena penetrante les hizo levantar la vista a la vez. Unos faros y una sirena de policía les indicó que un coche de policía se acercaba a toda velocidad en dirección contraria. Peor aún, abría paso a una caravana de coches, cientos de vehículos que querían alejarse de Washington. —¡Oh, Dios mío! —Julius se ajustó las gafas en la nariz, se aferró al volante y se preparó para lo inevitable. Tan pronto como David se dio cuenta de que estaban demasiado cerca y de que iban demasiado rápido como para evitar el enjambre que se les echaba encima, hizo lo único que le pareció razonable: lanzar un grito que helaba la sangre. Julius dio un golpe de volante a la izquierda, esquivando por poco el parachoques del primer coche, y otro a la derecha justo a tiempo para no chocar de frente con un camión. Un par de sedanes pisaron los frenos, pero chocaron en cadena, y luego salieron rebotados hacia los lados. Julius aprovechó el espacio que había quedado entre ellos y pasó a centímetros de cada uno de ellos. —¡Más despacio! —gritó David, con la cara tan blanca como los faros que les iluminaban. Julius, con el cuerpo sobre el volante, mordiéndose los labios, apenas tocaba el freno. Coche tras coche chocaban a su alrededor, dando vueltas como bolos en una bolera. El Mario Andretti de la tercera edad los esquivaba con gran habilidad y, según parecía, sin miedo. Doscientos metros después del lugar donde había empezado el caos circulatorio apareció una salida. Dejando la mitad del caucho de los neumáticos en el giro, Julius pasó del carril rápido al arcén derecho, y subió la rampa. Con la adrenalina corriendo por sus venas y las bocas abiertas y jadeantes, los dos hombres mantenían la vista en el parabrisas, hasta que Julius frenó y paró el coche con suavidad. Aún anonadado por lo que había hecho su padre, David se giró y lo miró. —¡Papá! ¡Buena carrera, tío! —Sin saber por qué, empezó a reír. Julius estaba respirando profundamente. Sacó un pañuelo y se limpió el sudor. —Sí, no ha estado mal, ¿eh? No le he hecho ni un arañazo. Entonces, aunque no había motivo para reírse, los dos empezaron a soltar carcajadas. Era la risa nerviosa, triunfante, de dos hombres que habían sobrevivido a algo que podía haberlos matado. Durante unos momentos se olvidaron de que iban a Washington, y se quedaron sentados en el coche, partiéndose de risa, mientras la enorme nave brillaba en la distancia.
 Jasmine no sabía por qué tenía que salir al escenario. Lo único que quería era acabar lo antes posible. Todo el día había transcurrido lentamente como una pesadilla con los ojos abiertos. Incluso en ese momento, mientras se ajustaba las cintas de su biquini de seda, se sentía como si estuviera flotando. La noticia de las naves gigantes había sumido a todo el mundo en un estado de confusión general. Algunos creían que eran ángeles negros del Apocalipsis, enviados por Dios a su verde tierra para castigarla con inundaciones, hambre e incendios. Otros preveían una ceremonia beatificadora que anunciase la armonía y la cooperación intergalácticas. Mientras que muchos ponían todo su empeño en alejarse de la ciudad, otros, como el dueño de la zapatería al pie de la colina donde vivía Jasmine, mantenían sus horarios habituales. El ritmo del mundo trabajador, el número infinito de pequeñas rutinas que parecían tan reales el día anterior, parecían ya más irreales que las imágenes reflejadas en la superficie de una balsa. La llegada de las naves habría supuesto una gran piedra en el centro del estanque de la vida diaria, convirtiéndola en un sueño rocambolesco y extraño. Despojado de sus reglas, el mundo no sabía ya cómo comportarse. La única razón por la que había ido a trabajar era para recoger su paga. Se suponía que iba a ser una pausa de quince minutos en su camino hasta El Toro. Pero cuando abordó a Mario, el dueño de Los Siete Velos, cincuenta años, traje a medida y pelo engominado y peinado hacia atrás, le pareció la viva imagen de un mafioso italiano. El club era todo lo que tenía en el mundo, y su reacción ante la alarma fue insistir en que el espectáculo debía continuar. Mucha gente le había acusado durante años de ser un vampiro, que chupaba la sangre a sus chicas, sacándoles todo el rendimiento que podían dar para dejarlas después. Cuando Jasmine fue a buscar su paga, él le suplicó, la cameló y la amenazó hasta que consiguió que actuara esa noche. Si hubiese tenido las ideas más claras, Jasmine se le habría reído en las narices, le habría dicho dónde se lo podía meter y habría desaparecido. Pero nadie tenía las ideas claras. Después de todo, ¿y si las naves daban la vuelta y se iban? ¿Y si Steve decidía que una mujer con un pasado turbio y un hijo de seis años era demasiado para él? ¿En qué otro sitio iba a encontrar un trabajo con libertad de horarios y en el que le pagaran tan bien? Necesitaba desesperadamente creer que Steve no le iba a fallar, y estaba casi segura de que no lo haría. Pero tanto ella como Dylan habían sufrido muchas decepciones, y Jasmine sería muchas cosas, pero no una mala madre para su hijo. Mario se aprovechó de su pasado para intentar convencerla de que continuara con su trabajo. Conocía a Jasmine desde hacía mucho tiempo, y lo sabía todo de la vida que había llevado en Alabama antes de que naciera Dylan. Empezó bailando en un tugurio de algún pueblucho antes de que la «descubrieran» y la llevasen a Mobile. Allí es donde Mario la encontró. Una noche, tras el espectáculo, le pagó una copa y se mostró muy simpático mientras ella le contaba su vida. Entonces la convenció para que se mudara a la costa oeste, donde podría olvidar su pasado, empezar de nuevo y ganar grandes cantidades de dinero. Lo bueno de Mario era que nunca había intentado llevársela a la cama. Mantenía una relación laboral con Jasmine y respetaba su ética profesional. Ella subía al escenario puntualmente, no consumía drogas como hacía la mayoría de las chicas, y nunca se citaba con los clientes. Lo malo de Mario era que sabía qué tecla tocar cuando quería sacarle algo. Eso era exactamente lo que había hecho cuando Jasmine vino pidiendo su paga. Le recordó los hombres en los que había confiado, incluyendo el que la dejó con un hijo y sin medios para vivir. Cuando le pareció lo suficientemente vulnerable, cambió de táctica y la amenazó con despedirla si no le ayudaba a mantener el club abierto. Actuaba como un tirano patético que intentara desesperadamente controlar su pequeño feudo. La melodía del bajo de su canción vibró por encima de la música de fondo del club, y la voz pregrabada del presentador resonó: «¡Caballeros, aflójense las corbatas y prepárense para algo muy, muy caliente. Reciban con un aplauso a la encantadora... Sabrina!» Apareció de pronto por entre el telón y se introdujo bajo la cegadora luz de los focos. Cimbreándose sobre sus zapatos de tacón de aguja, dio la vuelta al escenario hasta que llegó adonde había una brillante trompeta. Cogiéndola con un dedo tras otro, la apretó contra su cuerpo, y entonces se alejó haciendo una serie de piruetas, y quitándose la capa transparente que la cubría. De pronto, la expresión de tigresa en celo de «Sabrina» desapareció. No había público. El centenar de sillas que rodeaba el escenario estaba vacío. Los únicos clientes eran un puñado de hombres arracimados alrededor de una pantalla de televisión gigante al otro extremo de la sala. Todos ellos eran clientes habituales que no tenían casas que defender ni familias que rescatar, tíos que siempre aparecían por Los Siete Velos por la misma razón: en busca de compañía. Cuatro o cinco de las otras bailarinas estaban sentadas con ellos en la barra mirando las noticias. Sin duda, era el peor momento de Jasmine como bailarina de striptease. De pronto se sintió ridícula y llena de rabia. Ahí de pie, casi desnuda, entre las luces del escenario, empezó a darse cuenta de la verdadera razón por la que había ido al club. Quería que Mario le confirmara todas sus sospechas sobre Steve, que le recordase todos sus fracasos con los hombres, o más exactamente, todos los hombres que le habían fallado. Al fin y al cabo, ¿no se había marchado, en cuanto aparecieron las naves dejándolos a ella y a Dylan? Pero lo que le daba rabia era haber llevado a Dylan consigo, exponerlo a peligros innecesarios. Ya era hora de coger el coche, ir a El Toro y ver si podía contar con Steve o no. Se quitó los zapatos de tacón y, pasando desapercibida, se escurrió entre las cortinas del telón. Entró en el camerino como loca. «No puedo creer que dejara que ese hijo de perra me convenciera y me metiera en esto. Sólo vine a por mi cheque. ¿En qué estaría yo pensando?» Se sentó enfrente del tocador, disgustada, y se quitó el maquillaje. En la mesa de al lado, una chica de diecinueve o veinte años con la cara recién lavada miraba un televisor portátil sin apartar la mirada un segundo. —¿No es increíble que pase todo esto?¡Es alucinante! —Se hacía llamar Tiffany. Tenía un cuerpo largo, muy gracioso, unos pechos enormes, y una larga melena negra y lisa recogida con pinzas sobre la cabeza de cualquier manera—. Te dije que estaban ahí fuera y pensabas que estaba loca —dijo con voz lenta y misteriosa, mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior. En la pantalla del televisor, entre interrupciones estáticas, un par de reporteros con expresión seria estaban leyendo las noticias. «El próximo reportaje viene del archivo "Sólo podría pasar en California". Cientos de fanáticos de los ovnis se han congregado en los techos de varios rascacielos de Los Angeles. Poco después de que la nave aterrizara a las diez de la mañana de ayer, con el centro situado justo sobre el First Interstate Building, gran cantidad de personas se han subido a los tejados de la zona con pancartas en la mano, aparentemente para dar la bienvenida a los ocupantes de la nave. Gordie Compton está en el lugar de los hechos con nuestro helicóptero.» Aparecieron imágenes desde un helicóptero, con su potente rayo de luz enfocando el edificio más alto de Los Ángeles, el First Interstate Building. Había cincuenta o sesenta personas apretujadas en el helipuerto del edificio. Cuando el chorro de luz las alcanzó, se volvieron locas, gritando y agitando carteles pintados a mano. Algunos decían cosas como «LLEVADME» o «EXPERIMENTAD CONMIGO». —¡Oh, olvidé las pancartas! —recordó Tiffany—. Mira la que he hecho. —Abrió una gran bolsa y sacó un cartón recortado del lateral de una caja. En unas letras redondas, algo infantiles, había escrito: «VENIMOS EN SON DE PAZ» junto con un dibujo a lápiz de un extraterrestre. —¡Ni se te ocurra! —Jasmine agarró a Tiffany por el brazo—. ¿No estarás pensando en unirte a esos idiotas? Tiffany parpadeó y soltó el humo del cigarrillo hacia arriba. —Voy a ir allá en cuanto termine el trabajo —confesó—. ¿Quieres venir? —Mírame. —Jasmine cogió suavemente la barbilla de Tiffany y la levantó hasta que estuvieron cara a cara. Al igual que la mayoría de las bailarinas que trabajaban allí, Tiffany era mental y emocionalmente como una papelera vacía. Era adicta a las drogas y a los hombres que abusaban de ella. En cuanto se conocieron, Jas la había acogido bajo su ala protectora—. Tiffany, no quiero que subas ahí arriba —continuó Jasmine—. Prométeme que no lo harás. —Un par de ojos de corderillo le devolvían la mirada, hasta que Jasmine chasqueó los dedos—. ¡Prométemelo! —Vale, vale, te lo prometo —dijo Tiffany tirando el cartel al suelo por encima de su hombro. —Gracias. Mira, voy a estar fuera de la ciudad durante un tiempo y no quiero que te metas en líos durante mi ausencia. Jasmine miró la hora. Steve probablemente estaría preguntándose dónde estaba. No quería dejar a Tiffany, pero tenía que ponerse en camino. Se acababa de poner la ropa de calle cuando Mario atravesó el camerino, de camino a su oficina. Abrió la puerta de golpe y echó una mirada al cuarto. —¿Qué coño está haciendo este crío en mi oficina? —gritó—. ¿Y qué hace un perro aquí? —Dylan estaba dentro mirando un vídeo en el televisor de Mario. Jasmine apartó a Mario y cogió a su hijo en brazos. —¿Cuántas veces tengo que deciros, cabezas huecas, que no quiero crios en el club? —Pues intenta encontrar a una canguro en un día como éste —replicó Jasmine, agarrando su bolsa con la mano que le quedaba libre y de camino hacia la puerta. —¡Un momento! Quieta ahí, jovencita. ¿Adonde te crees que vas? Me prometiste que ibas a trabajar hoy. Si te vas, estás despedida. —Jasmine ya estaba en la puerta. Se paró un momento y echó una última mirada a la habitación. —Ha sido un placer trabajar contigo, Mario.
 El ambiente en el vestuario de pilotos de El Toro era de preocupación. El capitán Steven Hiller entró y se dio cuenta de que la mayoría de los hombres estaban solos, en silencio, o hablando con los compañeros en voz baja. Al doblar la esquina, se encontró con que su escuadrilla estaba de un humor muy diferente. Los hombres del Escuadrón Táctico 23 estaban charlando animadamente en grupos, ojeando revistas y bromeando. El nombre oficial de la escuadra, «los Jinetes Negros», aparecía dibujado en las taquillas, en las camisetas y en las chaquetas. Había incluso un par de tatuajes. El compañero de vuelo y mejor amigo de Steve, Jimmy Franklin, estaba estirado con los pies en alto apoyados en la puerta de la taquilla, con los brazos tras la cabeza, escuchando una radio portátil. Sin necesidad de girarse supo que Steve acababa de entrar. Los dos habían pasado tanto tiempo entrenándose y cubriéndose las espaldas, tanto en el aire como en tierra, que cada uno sabía automáticamente dónde estaba el otro. —¿Dónde te habías metido, capitán? —preguntó Jimmy—. No me lo digas, un atasco de tráfico, ¿a que sí? Steve dejó caer la bolsa enfrente de su taquilla y se acercó al grupo, ya vestido con sus chaquetas de cuero. —Supongo, tíos, que os habéis pasado el día con el culo en la silla esperando a que llegara, ¿no? —bromeó Steve, a sabiendas de que el grupo habría pasado el día corriendo de un lado para otro haciendo ejercicios de simulación. Los marines le respondieron arrojándole media docena de toallas. Con aire divertido, Steve volvió a su taquilla. Jimmy se levantó y lo siguió. —Esto va en serio, Steve. Muy en serio. Han llamado a todo el mundo a la base, y llevamos todo el día en alerta amarilla. Steve abrió su taquilla y vio que habían repartido el correo, echándolo por la rejilla. Ojeó el montón de cartas hasta que llegó a un sobre azul con la insignia de la NASA en una esquina. Lo sacó del montón como si sacara un negativo de una cubeta con líquido de revelar, y dejó las otras aparte. Se quedó pensativo un momento antes de pasársela a Jimmy. —Ábrela por mí. Yo no puedo. —Te estás volviendo un histérico, ¿sabes? Si Steve Hiller era el piloto más hábil y trabajador de la base, Jimmy Franklin era el más valiente. Nada le daba miedo, y estaba dispuesto a demostrarlo siempre que se le pidiera. Abrió la carta y la leyó en voz alta para que Steve la oyera. —Aquí dice: «Capitán Hiller, Cuerpo de Marines, bla, bla, bla. Lamentamos informarle de que a pesar de su excelente hoja de servicios...» —La voz de Jimmy se cortó en seco. Sabía que la noticia iba a derrumbar a su amigo—. Escucha, chico. Te lo he dicho muchas veces. No vale con que sepas pilotar cualquier cosa, desde un Apache a un Harrier, o hasta un planeador. Si quieres volar en una lanzadera espacial, tendrás que empezar a aprender a besar unos cuantos culos. Era la tercera vez que se lo habían denegado. Disgustado, Steve volvió a la taquilla y rompió en cuatro pedazos una foto brillante de la lanzadera Columbia aterrizando en la Base de las Fuerzas Aéreas Edwards. Justo al lado había una foto de Jasmine. Jimmy intentó animar a Steve. —Deja que te explique mi táctica personal. Lo primero es conseguir la altura adecuada de beso en el culo. Cuando veo que viene el general, clavo una rodilla en el suelo. Así, ¿ves? Eso me permite alcanzar la distancia perfecta con el culo que hay que besar. Steve se sentía como si se acabara de tragar una espada, pero intentó parecer divertido. Mientras metía la chaqueta en la taquilla, se le cayó algo del bolsillo. Jimmy se apresuró a recogerlo. Era una pequeña caja de joyería y la abrió inmediatamente. Dentro había un precioso anillo de compromiso con un gran brillante. La blanca piedra brillaba engarzada en una tira de oro con forma de delfín saltando del agua. Por primera vez en semanas, Jimmy se quedó sin habla. —A Jasmine le gustan tanto los delfines... —dijo Steve, algo cortado. —Es... ¿es un anillo de boda? —le preguntó Jimmy, aún de rodillas. —De compromiso. —Steve percibió un atisbo de acusación en la voz de su amigo. Habían hablado muchas veces sobre la meta que se había planteado Steve; volar en una lanzadera. Y cada vez que lo hacían, Jimmy le daba el mismo consejo: deja a la bailarina. —Creí que ibais a dejarlo, muchacho —gruñó Jimmy. En ese preciso momento entraban los hombres de otro equipo de vuelo. Vieron a Jimmy arrodillado, dando el anillo de compromiso que tenía en las manos al capitán Hiller. Un par de ellos soltaron unas risitas. Al darse cuenta de lo raro de la escena, Jimmy y Steve se apartaron el uno del otro de un salto. Steve cogió la cajita de un manotazo y la guardó. —Steve, escúchame. Los chicos de la NASA cuidan mucho su imagen pública. Quieren que todo sea perfecto y perfectamente americano. Tu ya has cometido un error: nacer negro. Si vas y te casas con una bailarina de striptease, no conseguirás, ni en un millón de años, volar en la lanzadera. Y sabes que tengo razón. Steve sabía que era verdad. En cuanto Jasmine entrara en la residencia de oficiales como su invitada personal, sus posibilidades de volar en la lanzadera desaparecerían, probablemente para siempre. Apoyó la cabeza contra la fila de taquillas, sintiendo el frío del metal en la frente.
 Las potentes luces Klieg que normalmente iluminaban la Casa Blanca estaban apagadas por motivos de seguridad. Un par de tanques y un pelotón de marines armados con rifles estaban apostados en las puertas principales de la iluminada Pennsylvania Avenue. Había cientos de ciudadanos de Washington con ellos. Junto con los periodistas, y todos los que sencillamente estaban demasiado nerviosos como para irse a dormir, había pequeños grupos rezando alrededor de unas cuantas velas. Un grupo de pacifistas militantes desfilaban de un lado para otro con pancartas en las que habían escrito eslóganes como «NO PROVOQUÉIS» o «LA VIOLENCIA ENGENDRA VIOLENCIA». Por todas partes había policías, uniformados y vestidos de calle. Cuando un par de policías quitaron un obstáculo cruzado para que los vehículos de la prensa pudieran pasar por la calle, Julius se cruzó y pasó por delante como si fuera Walter Cronkite. Incluso tras años de estudiar a su padre, David nunca sabía si éste tenía una habilidad especial para colarse en los sitios, o es que tenía mucha suerte. Cuando el Valiant frenó de golpe, Julius se giró y se dirigió tajante a su hijo. —Bueno, ya hemos llegado. ¿Llamas tú o voy yo? David le echó una mirada al estilo Clint Eastwood mientras abría su teléfono celular y marcaba el número de Connie que había sacado del ordenador. La línea estaba ocupada. —Perfecto, está comunicando justo ahora. A veces Julius no entendía a David. —¿Cómo puede ser perfecto que necesites hablar con una persona y que esté comunicando? —Porque —explicó David, sin dejar de introducir órdenes en el teclado—, tengo un programa que me permite triangular su señal y establecer su posición exacta. Incluso dentro de la Casa Blanca. Julius empezó una nueva frase, pero se paró de golpe, al darse cuenta de lo que había dicho David. —¿Eso puedes hacer? —preguntó con sincera curiosidad.
 David respondió con una mueca diabólica. —Todos los reparadores de cables pueden hacerlo.
 Dentro de la Casa Blanca, Connie estaba en uno de los salones ocupándose de asuntos personales. Había llamado a su vecina y amiga, Pilar, que estaba a punto de marcharse a casa de sus padres en Nueva Jersey. Pilar había prometido que se llevaría consigo a Thumper, el gato de Connie. En cuanto colgó, el teléfono sonó de nuevo. —¿Sí? —Connie, no cuelgues. Connie levantó la mirada al techo al oír la voz de David. Se apoyó en la pared. —¿Cómo has conseguido este número? —Camina hacia la ventana. Debes tener una ventana justo a tu derecha. Con cierta desconfianza miró a su alrededor. Sí que había una ventana, y estaba sólo a un par de metros. Se asomó y retiró las cortinas blancas para mirar al exterior. —Vale, ya estoy en la ventana. ¿Ahora a qué espero? No fueron necesarias más explicaciones. Cuando Connie miró a la calle, vio la figura alta de una persona que se subía al capó de un viejo coche azul y empezaba a agitar frenéticamente los brazos en el aire. Los hombres del Servicio Secreto enseguida rodearon el coche y «ayudaron» a David a bajar. A través del teléfono Connie oía cómo David les decía que estaba hablando con alguien de dentro de la Casa Blanca. Acto seguido, una voz muy profesional sonó al otro lado de la línea. —¿Quién es? Connie se identificó y, a pesar de las dudas que albergaba, aseguró al agente que el hombre que se había subido al coche no era un lunático. Consultó el reloj y decidió que podía bajar y hablar con él un par de minutos.
 Una lluvia de chispas de soldador cayó del helicóptero al alquitranado de la Base de las Fuerzas Aéreas Andrews, y enseguida desapareció. El hombre encapuchado estaba dando los últimos retoques a algo denominado «Operación Convoy de Bienvenida», un intento apresurado de entablar comunicación con los visitantes. Se había instalado una serie de luces portátiles, de las que se usan en la construcción de carreteras por la noche, por toda la pista de aterrizaje, además de una gran cantidad de generadores para encenderlas. Mientras tanto, ejércitos de periodistas de todo el mundo se acercaban hasta donde los soldados les permitían. El centro de toda esta atención era una máquina de veinte metros de largo y diez de alto y dieciocho toneladas de peso; el instrumento más avanzado de su tipo: un helicóptero de ataque Apache. Se le había instalado un enorme marco de acero destinado a aguantar un panel de luces gigante. En su empeño por encontrar una manera de comunicarse con los Goliats mudos que acechaban las capitales más importantes del mundo, los ingenieros del Ejército por fin habían trazado un plan. Habían descendido en el Estadio RFK Memorial, donde jugaban los Washington Redskins, y habían cogido el tablero de mensajes del campo de juego. La caja de aluminio, de doce metros de alto, tenía trescientas sesenta luces que podían programarse por ordenador para mostrar cualquier tipo de dibujo o mensaje. Una vez que la caja había llegado a la Base Andrews, se había montado a los pies del Apache, extendiéndose a los lados como si fuera un par de alas abultadas. Cuando las grandes hélices empezaron a girar, miles de cámaras dispararon sus flashes. Los periodistas preguntaban a los soldados y a los jefes de prensa que los mantenían apartados, corriendo a sus posiciones para hacer grabaciones en el lugar de los hechos. En unos segundos, empezaron emisiones en directo y millones de personas de todo el mundo vieron el inicio de la Operación Convoy de Bienvenida. —Lo que ven a mis espaldas —gritaba una reportera de la CNN a la cámara— es un helicóptero de ataque Apache al que se le ha instalado un panel de luces sincronizadas. Los oficiales del Pentágono esperan que esas luces sean nuestro primer paso en la comunicación con la nave extraterrestre. ¿Pero qué mensaje les enviaremos? ¿Y en qué idioma? Acabamos de hablar con uno de los responsables del diseño del primer mensaje enviado a esos inescrutables visitantes. Nos ha dicho que se trataba de un mensaje de paz formulado en lenguaje matemático... Tan pronto como las hélices alcanzaron su velocidad máxima, la tripulación de tierra se apartó y el piloto elevó la máquina, con cuidado de mantenerla en equilibrio para que el tablero de luces no resbalara hacia un lado. Se elevó en vertical, y luego empezó a moverse lentamente hacia la gran amenaza metálica. Un enjambre de helicópteros más pequeños, equipados con cámaras, lo seguían desde la base. Todo el mundo siguió la escena por la televisión. Hasta en la Casa Blanca, un gran contingente de militares y funcionarios miraba expectante el desarrollo de aquel tenso episodio. —¿Dónde estamos? De pronto la mitad de la sala saltó y saludó al presidente, que entraba. —Estamos en el aire —informó el general Grey—. Tiempo de llegada estimado, seis minutos. Mientras decía esas palabras, el sonido del Apache se empezó a oír por la ciudad. Algunos oficiales fueron hacia las ventanas y lo vieron elevándose cada vez más, volando hacia su punto de encuentro, la alta torre que parecía marcar la parte delantera de la nave. El presidente Whitmore permaneció hombro con hombro con el resto de los presentes, observando en silencio. En el otro extremo de la sala se abrieron las puertas del viejo ascensor de mandos ejecutivos y apareció Julius Levinson, sin afeitar y con los pantalones arrugados de conducir tanto tiempo seguido. No intentó disimular su asombro por todo lo que le rodeaba. Mientras Connie y David caminaban por el salón hablando a trompicones en voz baja, Julius se paró para mirarse en un espejo. —¡Vaya! Si hubiera sabido que iba a ver al presidente —dijo en voz alta—, hubiera traído una corbata. ¡Menuda pinta! ¡Parezco un pordiosero! Sin articular palabra, Connie retrocedió unos pasos, cogió a su suegro por el brazo y lo arrastró hasta que los tres estuvieron en el Despacho Oval. La sala estaba vacía, pero Julius sentía como si todos los grandes protagonistas de la historia de EE.UU. estuvieran allí con él. No podía creer cómo había acabado ese día tan extraño. Con un movimiento reflejo, se peinó con los dedos, intentando estar más presentable. —Vosotros esperad aquí. Volveré enseguida —dijo Connie mientras se dirigía a la puerta de la sala. Antes de salir, se paró un momento—. No sé si se va a alegrar mucho de verte. —Connie, estamos perdiendo el tiempo —le increpó David—, soy la última persona a la que escucharía. —Claro que te escuchará —dijo Julius, dispuesto a defender a su hijo—. ¿Por qué no habría de hacerlo? —Porque la última vez que lo vi le pegué un puñetazo en la cara. Julius jadeó y se llevó las manos al corazón. Miró a Connie, y luego a David. —¿De verdad pegaste al presidente? ¿Mi hijo pegó al presidente? Connie esperó unos segundos. —Entonces no era el presidente —explicó—. David estaba convencido de que teníamos un lío, lo cual era mentira. Al momento cerró la puerta y atravesó el pasillo hasta la sala de reuniones. Una sonrisa se dibujó en sus labios al oír detrás de él a Julius, levantando la voz incrédulo. Connie se paró frente a la puerta dé la sala de reuniones. Estaba corriendo un gran riesgo personal y profesional, haciendo salir al presidente de una reunión de alto nivel para que hablara con su ex marido. Pero David había conseguido convencerla de que sabía lo que estaba ocurriendo y el presidente debía ser informado. Respiró hondo y entró, caminando directamente hasta Whitmore y susurrándole algo al oído. —¿Ahora mismo? —preguntó él, incrédulo. Su directora de comunicaciones asintió. Todo el mundo en la sala se había girado y observaba su conversación. No podía haber escogido peor momento. El convoy de bienvenida llegaría a su destino en tres minutos. Pero Whitmore estaba acostumbrado a confiar en el sentido común de Connie. Sin más preámbulos, se apartó de la ventana y fue hacia la puerta. —No se va a ir ahora, ¿no? —Nimziki se aseguró de que todos los presentes se percataran de la extraña decisión del presidente, aunque Whitmore no le prestó ninguna atención y salió de la sala. —¡Buf! ¿Cómo aguantas a ese cretino? —preguntó Connie una vez en el pasillo. —Ha dirigido la CIA durante años. Sabe todas las triquiñuelas del oficio. Es muy útil —le respondió Whitmore—. ¿Y quién es exactamente la persona con la que tengo que hablar? En vez de contestarle, Connie le hizo entrar en el Despacho Oval. Cuando Whitmore vio a David se quedó helado. —¡Connie, no puedo perder el tiempo con estas cosas! Connie esperaba exactamente esa reacción, así que había cerrado las puertas y se había puesto delante. Se hizo un silencio absoluto. Julius, que entendía la situación mejor de lo que parecía, rompió la tensión acercándose hasta Whitmore con la mano extendida. —Julius Levinson, señor presidente. Es un honor conocerle. —Te dije que no escucharía —dijo David, mirando a Connie. —Será sólo un momento —le aseguró Julius. El presidente Whitmore echó una mirada de incredulidad a Connie, asombrado de que hubiera traído a aquel par de tipos a la Casa Blanca en un momento como aquél. Cuando se disponía a salir del despacho, David habló por fin. —Sé por qué tenemos interrupciones en las comunicaciones —dijo con voz tranquila. Whitmore se volvió y lo miró de nuevo. —Continúa. —Esas naves están dispuestas alrededor de todo el globo —empezó a decir, dando la vuelta hasta llegar a la mesa del presidente y dibujando un círculo en una libreta—. Si quisiera coordinar las acciones de naves por todo el mundo, no podría enviar una señal a cada lugar al mismo tiempo. —Dibujó líneas entre las naves mostrando que las curvas de la Tierra bloquearían la señal. —¿Estás hablando de la línea de horizonte? —Exactamente. La curva de la Tierra lo impide, así que tendría que reflejar la señal usando satélites... —David añadió un par de satélites de comunicaciones en órbita a su dibujo—, para que llegara a las diferentes naves. He encontrado una señalintroducida en nuestro sistema de satélites, y esa señal está... Antes de que pudiera acabar, alguien abrió la puerta de un golpe detrás de Connie. Un secretario metió la cabeza con un mensaje urgente. —Perdone, señor presidente. Van a empezar ahora mismo. Hasta el momento, David no le había dicho a Whitmore nada que no supiera ya gracias a los informes del Servicio de Inteligencia de la Comandancia espacial. El presidente cogió un mando a distancia y encendió la televisión. El Apache acababa de llegar frente a la gran nave espacial y había encendido el tablero de señales. Las potentes luces empezaron a encenderse y a apagarse, creando una secuencia de dibujos repetitiva. El personal del SETI, tras varias horas de discusiones por teléfono y fax, habían llegado a una progresión matemática simple, un mensaje escrito en lo que ellos esperaban que fuera un lenguaje universalmente comprensible. Toda la secuencia se repetiría cada tres minutos, seguida de la palabra «paz» escrita en diez lenguas diferentes. No era mucho, pero por algo había que empezar. El mensaje emitido por las luces del tablero era casi absolutamente incomprensible para la mayoría de los humanos, incluido el presidente. Se volvió hacia David. —¿Así que están comunicándose entre ellos usando nuestros satélites? David acababa de encender su ordenador. Enseñó a Whitmore el gráfico que había creado para representar la señal. —Esta onda es la medida de la señal. Cuando la encontré por primera vez, se reciclaba cada veinte minutos. Ahora ha bajado a tres. Parece que va disminuyendo, perdiendo fuerza, pero la capacidad de repetición permanece estable. Es como si estuvieran bajando el volumen a cero. Debe de ser algún tipo de cuenta atrás. La mirada del presidente volvió a perderse en la televisión, sumido en sus pensamientos. —Tom, esas cosas... —David rectificó y volvió a empezar con mayor compostura—. Señor presidente, esas cosas están usando nuestros satélites en nuestra contra, enviando una cuenta atrás. Y los segundos pasan. —¿Cuándo desaparecerá la señal? David abrió una ventana en la pantalla del ordenador. —Treinta y un minutos. Whitmore volvió a mirar la televisión. El helicóptero gigante parecía un mosquito junto a la inmensa masa gris de la nave extraterrestre. Lo que David le había dicho tenía sentido, confirmaba sus peores sospechas. Hasta entonces, había estado a la expectativa, pero si David tenía razón en lo de la cuenta atrás, era hora de iniciar la acción. Asintió con la cabeza y salió de la sala, por el pasillo, y entró en la sala de reuniones con un nuevo plan de batalla. —General Grey, quiero que coordine los cuarteles generales de la zona atlántica y del suroeste. Díganles que tienen veinticinco minutos para evacuar de las ciudades al máximo número de personas posible. Grey cogió el teléfono de línea directa con la Base Andrews y transmitió las órdenes del comandante en jefe. Nimziki, por su parte, aprovechó el momento para avanzar en su carrera y acumular poder personal. Con una serie de miradas a través de la habitación, y sin razón aparente, cambió de táctica, intentando dar la impresión de que Whitmore se estaba hundiendo bajo la presión. —Señor presidente. —Su voz denotaba una falsa preocupación—, ¿por qué nos volvemos atrás? ¿Qué le ha hecho cambiar de idea? Whitmore no le hizo caso. —Vamos a evacuar la Casa Blanca inmediatamente. Quiero los dos helicópteros en el jardín en cinco minutos. Que alguien baje y me traiga a mi hija. Los asesores y demás personal se enzarzaron en treinta conversaciones diferentes, moviéndose de un lado para otro para ejecutar las nuevas órdenes. —Señor... —Grey tenía el teléfono tapado con una mano—, tengo al general Harding del Cuartel General de la Zona Atlántica al teléfono. ¿Qué orden debemos seguir para la evacuación? —Grey estaba tan confundido como el que más por el repentino cambio de táctica de Whitmore. Pero no hubo tiempo de responder a la pregunta. —¡Están respondiendo! Todo el movimiento y la charla desaparecieron de golpe, y todos se giraron hacia el mural de pantallas de televisión. Un fino rayo de luz verde, de cinco centímetros de diámetro, salió de la base de la alta torre de la nave. Casi como si fuera un largo dedo atravesando la oscuridad, creció en longitud hasta que se extendió y se reflejó en el helicóptero, a un kilómetro de distancia. El Apache, que se movía a un lado y a otro para mantenerse enfrente de la torre mientras la nave gigante giraba lentamente sobre sí misma, reaccionó visiblemente, retrocediendo casi un metro cuando le alcanzó el chorro de luz. El rayo, suficientemente brillante como para verse desde la Tierra, era del color de un jade pálido. Los millones de personas que estaban viendo la televisión pudieron ver cómo el helicóptero hacía esfuerzos por mantener la posición frente a la gran nave amenazante. —Este rayo parece tener algún tipo de energía. —La voz impasible del piloto se oyó por radio—. Estamos experimentando turbulencias; nos movemos bastante aquí arriba. Mientras hablaba, un gran crujido metálico apagó su voz. Un par de planchas metálicas en la zona de donde partía el misterioso rayo verde se empezaban a abrir con un chirrido insoportable. —¡Parece como si Dios se estuviera afilando las uñas contra la pared! —gritó el piloto con acento sureño. Cuando los paneles se hubieron abierto, la luz del interior de la nave dejó en nada las bombillas de mil quinientos vatios del panel de luces. El hombre del helicóptero se protegió la vista, aún luchando por mantener su posición. El primer piloto conectó la radio, hablando para los millones de personas que le oían en todo el mundo. —Hemos recibido órdenes de volver. La Operación Convoy... Nunca pudo acabar. Un chorro de luz verde rasgó súbitamente el cielo de la noche y chocó contra el helicóptero, haciéndolo explotar. Parecía como una mosca derribada con una bala del calibre 22. Después de que la repentina explosión iluminara el cielo unos momentos, todo volvió a la oscuridad. La luz de la nave había desaparecido. Lo único que quedaba eran restos metálicos humeantes cayendo a la Tierra como copos de nieve ardientes. Las puertas situadas en la base de la torre se volvieron a cerrar y el gran platillo que tapaba el cielo volvió a dormir.
 Un teléfono sonó en la habitación de hotel de Los Angeles. Volvió a sonar. Marilyn Whitmore estaba demasiado asombrada por lo que acababa de ver para responderlo. Había estado recogiendo las últimas cosas cuando explotó el helicóptero. La televisión estaba repitiendo la escena a cámara lenta. En las ampliaciones de las imágenes de la grabación se adivinaba al piloto cubriéndose la cabeza en el último momento antes de la explosión. Marilyn se sentó en la cama, sintiéndose mal de pronto por aquel hombre y su familia, pero aún peor por lo que la respuesta de los extraterrestres suponía para el conjunto de la raza humana. Cuando el teléfono volvió a sonar, uno de sus guardaespaldas del Servicio Secreto cogió el portátil y se identificó. Escuchó pacientemente. —Sí, señor, comprendo. Sí, señor, inmediatamente. Está aquí mismo. ¿Quiere usted hablar con ella, señor?... Sí, señor, entiendo. Colgó el teléfono y se giró hacia la señora Whitmore. —Era el presidente, señora. Dice que la quiere mucho, y me dio órdenes de sacarla de Los Angeles enseguida. La escalera de la parte sur está controlada. Tendremos que salir por la azotea. —Está bien, vamos —dijo ella, serenándose e indicando el camino a la puerta. Cuando salieron a la azotea, vieron un helicóptero del Ejército a quince metros de altura, acercándose para aterrizar en la pista situada en lo alto del edificio. La señora Whitmore se preguntaba en voz alta si era buena idea meterse en un helicóptero. La nave que estaba por encima de ellos, del tamaño de toda la ciudad podía tener algún tipo de debilidad por los helicópteros. Mientras las hélices empezaban a girar en el cálido aire de la noche, Marilyn echó un vistazo a los rascacielos de la ciudad, y vio algo muy curioso: había helicópteros por todas partes, con las luces de búsqueda encendidas y rastreando las azoteas de los edificios.
 Jasmine abrió la puerta y pisó el asfalto. Estaba en el carril rápido de la vieja autopista de Pasadena. El atasco en esa parte de la carretera era considerable, y los coches se movían a uno o dos kilómetros por hora. Al otro lado de la mediana, la circulación era mucho más fluida. Los conductores que iban hacia el norte de la ciudad habían invadido los carriles en dirección sur. Justo enfrente de donde se encontraba, había un túnel practicado en la ladera de una colina muy escarpada. La idea de estar dentro de un túnel mientras esa cosa seguía allá arriba le producía escalofríos. Se volvió a meter en el coche con gran frustración. En cuanto hubiera atravesado el túnel, se dijo, encontraría alguna manera de pasar al otro lado, aunque tuviese que atravesar las protecciones laterales de una embestida. Al paso que iba, no llegaría a El Toro hasta el mes siguiente. Dylan y Boomer empezaban a aburrirse y a inquietarse. Jasmine encendió la radio para ver si oía algún informe sobre el tráfico. —... las autoridades han pedido que se evacúe completamente el condado de Los Ángeles. Se aconseja a los conductores que eviten las autopistas y que usen carreteras secundarias siempre que puedan. Irán más rápido. —Podían haberlo dicho antes. —Jasmine miró a Dylan y sacudió la cabeza exasperada. El chico se encogió de hombros. El tráfico avanzó diez metros más.
 El presidente y los que le rodeaban actuaban con rapidez. Al pie de las escaleras, encontraron una ayudante que había traído a Patricia. De ahí salieron al jardín y a los helicópteros que les esperaban. Las veinte personas, todas con un aspecto impecable a pesar de llevar trabajando veintiuna horas, cruzaron el jardín a la carrera, subieron dos o tres peldaños y se metieron en un par de helicópteros azules y blancos con el sello presidencial en la puerta. El general Grey ya había subido y estaba al teléfono cuando entró el presidente. —¿Ya ha salido mi mujer? —El tono de voz del presidente le dijo a Grey que más valía que la respuesta fuera afirmativa. —Estará volando en un momento. Ahora mismo están cargando. Connie fue la última en subir. Parecía confundida y lo estaba. Los vigilantes que controlaban el acceso al helicóptero habían impedido el paso a David y a Julius tras el cordón de seguridad. No podían ir con ellos. Quedaban un par de asientos libres en el helicóptero, pero el presidente estaba enfrascado leyendo un fax del Departamento de Estado y Connie no se atrevía a pedirle que dejara que David fuese con ellos. Además, era demasiado tarde. Ya estaban cerrando la puerta, y el piloto de las Fuerzas Aéreas estaba acelerando las hélices hasta la velocidad de despegue. De algún modo David y Julius tendrían que salir de la ciudad por su cuenta. Connie sabía que si la teoría de la cuenta atrás de David era correcta sólo tenían unos diez minutos para hacerlo. —Tom... —El sonido de su propia voz la sorprendió. Cuando el presidente Whitmore se giró para mirarla, Connie no supo qué decir. En vez de hablar, señaló por la ventana al lugar en que los marines habían cortado el paso a David y a Julius. En cuanto el presidente los vio allá afuera, se levantó y fue hacia la puerta, abriéndola de nuevo. Elevando la voz sobre el ruido de las hélices, gritó algo a los hombres que había en el suelo. Uno de ellos dio la vuelta inmediatamente, cruzó el jardín y trajo a los Levinson consigo. Cuando los dos hubieron subido las escaleras y entrado en la cabina, la expresión en la cara de Whitmore les hizo saber que tenían que sentarse y callar. Eso fue exactamente lo que hicieron. David se sentó junto a Connie. Antes de que despegaran ya tenía el ordenador abierto y encendido. Mirando por encima del hombro, Connie vio los números parpadeantes en la pequeña pantalla.
 11.07,11.06,11.05...
 Mientras el helicóptero se alejaba, Connie miró por la ventana, y vio a la gente que quedaba en el jardín de la Casa Blanca. Ninguno de ellos parecía estar a punto de morir. Todos estaban muy atareados, preocupados por cumplir con sus obligaciones. Pensó que, de algún modo, su concentración era la que les hacía parecer seguros, protegidos. Todavía tenían mucho que hacer. Por un momento, pensó que estaba viendo una escena como la que habría imaginado que tendría lugar a las puertas del cielo: a algunos se les concedía la salvación, mientras que a otros se les dejaba fuera para que murieran. Se quitó esa idea de la cabeza. Desde luego esas personas, esas piezas anónimas de la gran maquinaria con las que había trabajado hombro con hombro durante los tres últimos años, estarían ahí como siempre cuando el helicóptero volviera.
 11.01,11.00,10.59...
 Subió los últimos tramos de escalera como por arte de magia, impulsada hacia arriba por los sonidos de la fiesta que se estaba celebrando arriba. Por fin abrió la puerta de emergencia y salió al aire libre. Había cientos de personas riendo, gritando, bebiendo y bailando al sonido de la música de tres equipos diferentes. Algunos agitaban carteles. Otros encendían fuegos artificiales. Un grupo de mujeres que parecían secretarias se había disfrazado de extraterrestres, con medias blancas y sombreros cónicos cogidos bajo la barbilla. Una pareja, que se lo había tomado quizá demasiado en serio, apareció como el rey y la reina de una galaxia distante, con un traje completo de terciopelo, con elaboradas coronas y enjoyados cetros. Estaban sentados estoicamente en medio de la algarabía como si esperaran que llegase un mensajero de la nave. El traje de cumpleaños era otro disfraz popular. En la gran pista de baile dispuesta en el centro de la azotea, un puñado de hippies jóvenes se habían quitado la ropa y estaban en trance, bailando desnudos. Una fila de gente bailando la conga se abría paso entre la multitud y, al pasar, alguien puso una botella de tequila en las manos de Tiffany. Se sentía como si acabara de volver a casa, como si hubiese encontrado por fin el lugar más salvaje, más loco, más alucinante de la Tierra. El lugar al que nunca pudo conseguir que la invitaran. Y lo gracioso del caso era que la mayoría de personas que estaban en lo alto del First Interstate Building tenía una importante característica en común: todos eran pobres gentes. Tiffany soltó una carcajada y luego echó un buen trago de tequila. Más sorprendente que la fiesta era la visión de la nave. Tenían el mismo centro justo encima. «Estoy en el punto cero», pensó Tiffany. Echó una ojeada a la lustrosa superficie de la nave. Las tiras plateadas que decían que parecían alas de insecto eran en realidad un amasijo de planchas rugosas, tubos del tamaño de un edificio, depósitos y muelles que hacían que pareciera una ciudad patas arriba. De hecho, era tan grande como una ciudad. Con la mirada perdida hacia arriba se imaginó el interior de la nave, se vio yendo de un lado para otro por dentro, con misiones importantes que cumplir. Un golpe en el brazo la devolvió a la realidad. Un hombre mayor con barba estaba intentando ligar con ella. Señaló a los bailarines desnudos que no estaban lejos y le contó una historia elevando la voz para que lo oyera. —En los últimos días del Tercer Reich, cuando los aliados avanzaron sobre Berlín y todos sabían que todo había acabado, que su mundo estaba a punto de acabar, empezaron a celebrar orgías salvajes. Era una manera de enfrentarse a la situación. —Se acercó y le dio un golpecito en el brazo. Nunca habían intentado abordarla de una manera tan descarada. —¿Qué? —Tiffany se rió en su cara, le pasó el tequila y se perdió entre el gentío agitando su cartel de «VENIMOS EN SON DE PAZ» enfrente de la nave. Estaba atestado. Demasiada gente para una azotea tan pequeña. Algunos de los «fans de los extraterrestres» estaban tan sólo a un par de metros del borde, a sesenta y cinco pisos del suelo y sin baranda. De pronto, un helicóptero de la policía apareció por el lado del edificio, con el megáfono a todo volumen. —Abandonen la azotea enseguida. El presidente de EE.UU. ha ordenado la evacuación de Los Ángeles. Bajen por las escaleras inmediatamente y en orden. La multitud reaccionó como era previsible, abucheando y lanzando al helicóptero todo lo que tenía a mano. La mayoría ya había desafiado a la policía al subir allí, rompiendo el cordón policial que había puesto en la planta baja. El helicóptero dio una vuelta al edificio, repitió la orden, y se fue hasta la azotea más cercana. Un estruendo terrible irrumpió por encima de sus cabezas, un temblor grave y continuo parecido al sonido de cientos de timbales tocados a la vez. Todo el mundo se quedó quieto y miraron hacia arriba para presenciar el sorprendente espectáculo que se desarrollaba en las alturas. La parte central de la nave se estaba abriendo. Los extraterrestres estaban preparándose para comunicarse. Enormes puertas interconectadas empezaron a abrirse hacia abajo. Todo el centro de la nave, en una superficie de un kilómetro de ancho, el círculo oscuro en el centro de la flor, empezó a abrirse mostrando el interior ligeramente iluminado. En el mismo centro había una zona que no se movía. Era la punta de una estructura en forma de aguja. Según se iban abriendo hacia los lados las puertas de alrededor, la aguja empezó a bajar hacia la ciudad. Era larga y delgada, excepto en la parte inferior, donde adquiría una forma romboide, como una serpiente que se hubiera tragado una manzana. La aguja tenía una textura que la hacía a la vez biológicamente natural y visceralmente repulsiva. El largo cuello colgaba de la parte inferior de la nave, suspendido en el cielo nocturno mientras las puertas continuaban abriéndose y bajando, como si la nave fuera una enorme rosa negra de acero que floreciera de pronto. Cuando las puertas quedaron perpendiculares al suelo, el temblor cesó, pero la aguja continuó bajando hasta que la punta quedó sólo a sesenta metros por encima de Tiffany y sus nuevos amigos. El helicóptero de la primera dama sorteaba los rascacielos volando a velocidad máxima. El piloto había visto lo que había pasado en la Operación Convoy de Bienvenida y estaba impaciente por alejar a sus pasajeros del peligro. Aunque el lugar de destino se encontraba hacia el noreste, el piloto se dirigió hacia el sur, tomando el camino más rápido para salir de la ciudad. —A lo mejor es algún tipo de torre de observación —dijo uno de los ayudantes al ver la aguja colgante. Entonces se encendió la luz verde. De la punta de la aguja, un rayo cegador iluminó toda la parte vieja de la ciudad con una luz del mismo color de jade que la que había aniquilado la Operación Convoy de Bienvenida. Desde el océano al pie de las montañas, todo humano se quedó de piedra ante la sobrecogedora belleza del fenómeno. El suave rayo de luz era tan perfecto, tan sutil y tan mágico que parecía un signo de amistad. Durante unos minutos parecía que todo iba a ir bien. Después de todo, no habría enfrentamiento. La luz hacía que pareciera evidente que la Tierra iba a experimentar un encuentro de armonía sideral. Las fiestas de las diferentes azoteas se pararon. La historia del planeta estaba a punto de cambiar para siempre, y sabían que estaban en el centro de atención. Con sus carteles en alto, esperaban que empezara la comunicación. Fuera de Washington, en la Base de las Fuerzas Aéreas Andrews, la puerta del helicóptero se abrió antes de que las patas tocaran el suelo. Se estaban tomando muy en serio la teoría de David sobre la cuenta atrás y ahora no había un momento que perder. Los agentes del Servicio Secreto indicaron al presidente Whitmore y sus acompañantes que los siguieran. Salieron del helicóptero, cruzaron la pista de aterrizaje y subieron la rampa que llevaba al Air Force One, el avión presidencial. Las turbinas de los motores del 747 estaban ya a máxima potencia, preparadas para despegar. La pista se despejó con gran celeridad, el piloto soltó el freno y el avión empezó la carrera para el despegue. Mientras ganaban velocidad, la tripulación de a bordo aún estaba acomodando a Julius, la última persona que había subido las escaleras, en su asiento. David, con la tapa de su ordenador levantada, miraba los últimos segundos que parpadeaban en la pantalla.
 00.25, 00.24, 00.23...
 Un rayo blanco atravesó el centro del chorro de luz verde hasta llegar al First Interstate Building. Todos los fanáticos que se encontraban a menos de quince metros querían alcanzar el punto en que el rayo había tocado la azotea, creyendo quizá que uno de ellos iba a ser elegido para ser absorbido por la nave. Pelearon unos contra otros como perros salvajes por el privilegio de ser el embajador de la Tierra. Mientras se empujaban y pegaban, Tiffany se retiró a la zona de las escaleras, donde la actividad era menor. Muchos enchufaron sus televisores portátiles, que mostraban el mismo rayo blanco que bajaba de otras naves en el mundo. En París, el rayo cayó sobre la catedral de Notre Dame; en Berlín, cayó sobre el edificio del Reichstag; en Tokio, sobre el palacio del Emperador; en el centro de convenciones de San Francisco, en el Central Park de Nueva York, en la Ciudad Prohibida de Pekín, en la enorme cúpula de la sinagoga de Tel Aviv, en la estatua de Nelson sobre Trafalgar Square en Londres, y, en el caso de Washington D.C., sobre el extremo del monumento a Washington. Entonces acabó la espera. El rayo blanco creció notablemente. Se volvió más brillante, demasiado para mirarlo. Todo el mundo en tres kilómetros apartó la vista, ocultando la cara con los brazos. Los que no lo hicieron empezaron a sentir cómo les quemaban y se les deformaban las retinas. Empezó a oírse un sonido sordo y agudo como el de un aparato de dentista, aumentando cada vez más de volumen hasta convertirse en un estruendo insoportable. La gente que estaba en las azoteas, aterrorizada, cayó de rodillas tapándose los oídos y los ojos, profiriendo gritos inaudibles en aquel mar de ruido. Entonces, durante un instante, todo se detuvo.
 Durante el período de tiempo de dos latidos del corazón la luz desapareció y todo volvió a la calma. Los sorprendidos creyentes sólo tuvieron tiempo de descubrirse los ojos y mirar hacia arriba en busca de una respuesta. ¡BAM! Un chorro de luz blanca salió de la aguja. De golpe, el viejo First Interstate Building explotó desde dentro, deshaciéndose en millones de trozos del tamaño de un naipe. Tiffany no tuvo la oportunidad de gritar. El rayo de luz cayó con una fuerza increíble y, en dos segundos, el centro de la ciudad había volado. Una onda expansiva de fuego se elevó y empezó a extenderse hacia el exterior, en todas direcciones. Un muro de destrucción, un mar de fuego, arrasó la ciudad, llevándose todo lo que encontró en su camino. Cada pared de cada edificio, cada árbol, cada señal de tráfico, hasta el asfalto de las calles se quemó y se evaporó. Era como un huracán, una inundación, una bomba atómica, todo concentrado en uno. El muro de destrucción lanzaba coches al aire, desintegraba edificios como si fueran espantapájaros frente a un tornado, y sumergió la ciudad bajo una gruesa capa de fuego. El muro de destrucción se extendió desde el epicentro, borrando la ciudad de Los Angeles de la faz de la Tierra. Quizá lo más horrible era la lentitud con la que se movía. Una explosión atómica habría incinerado a las víctimas inmediatamente, antes de que se dieran cuenta de lo que ocurría. Pero esta bola de fuego se desplazaba por la ciudad como una inundación, dejando que sus víctimas tuvieran tiempo para verla venir. Todo el mundo se giraba y echaba a correr, pero no había dónde esconderse. Los pocos que consiguieron meterse bajo tierra, en bodegas y refugios nucleares, murieron ahogados. La tormenta de fuego absorbió el oxígeno de sus pulmones y los carbonizó en el mismo lugar en que se encontraban. En Washington, la Casa Blanca y todos los edificios que rodeaban el paseo, los edificios del Lincoln Memorial y el Jefferson Memorial, el museo Smithsonian, fueron arrasados de forma instantánea. Desde allí, la explosión se materializó en otra marea de fuego centrífuga. En un abrir y cerrar de ojos, consumió el Capitolio, llevándose gran parte de la colina consigo. En dirección contraria, arrasó el Pentágono y lo redujo a cenizas. La misma escena terrible se repitió en otras ciudades del mundo, allí donde se habían estacionado los gigantes. Treinta y seis de las creaciones más importantes de la humanidad, las ciudades que albergaban a millones y millones de personas, habían sido barridas sistemáticamente.
 La pantalla digital del ordenador de David llegó a cero seis segundos antes de que las ruedas de atrás se elevaran del suelo. La salvaje explosión de luz que indicaba la destrucción de Washington D.C. ya se había hecho visible desde las ventanas. David hundió los dedos en los brazos acolchados del asiento y miró al techo, expectante. Julius era el único que no estaba sudando. Entendió que no quedaba nada que hacer excepto esperar que no fuera su hora. Cuando el avión inició el ascenso, todos los pasajeros exhalaron un suspiro de alivio y se permitieron creer que habían sobrevivido. Un segundo más tarde el muro de destrucción, de aún treinta metros de alto, alcanzó la Base Andrews. Atravesó la base, convirtiéndola en escombros y persiguiendo el avión por la pista de despegue. El 747, cogiendo altura poco a poco, estaba ya a doscientos metros cuando el muro de fuego le pasó por debajo. Aunque estaban muy por encima, la presión del aire empujado por el muro llegó hasta la cola del avión, que recibió una sacudida violenta. Se rompieron algunas botellas en la zona de servicio, y cayó alguna maleta al pasillo, pero el Air Force One salió ileso.
 El túnel era un tubo de cemento mal iluminado construido en los años veinte. A los lados de los arcenes y cada treinta metros había unos huecos en la pared cerrados por puertas de madera vieja. Al igual que el resto de conductores, Jasmine estaba escuchando las noticias de la radio. La descripción que el locutor hacía de la mágica luz verde sacó a muchos conductores de sus coches. Cogían las llaves y corrían hasta el final del túnel, donde había un acantilado desde el que podían presenciar el fenómeno. Jasmine tocó el claxon. Sólo tenía diez coches delante de ella antes de llegar al final y la maldita luz verde le importaba un bledo. Cuando se dio cuenta de que estaba atrapada, apagó el motor para ahorrar gasolina. Escuchó preocupada la descripción del locutor de la radio del cegador rayo blanco que atravesaba la pálida luz verde. Acto seguido, cuando la explosión azotó la ciudad y la convirtió en un infierno, el hombre empezó a chillar preso de la histeria. —¡Dios mío! ¡Dios mío! Está destruyéndolo todo. Está... —La voz se apagó bruscamente. Jasmine actuó llevada por su instinto. Cogió a Dylan y lo sacó del coche. El niño sólo pudo coger su mochila y los fuegos artificiales que Steve le había regalado. Con su hijo en brazos, Jasmine se dirigió a toda prisa a la boca del túnel, sin dejar de mirar atrás. El cielo a su espalda ya despedía llamas naranjas y blancas. Como buscaba algún sitio donde esconderse, se metió en uno de los huecos practicados en el muro de piedra, destinados a tareas de mantenimiento. Intentó abrir la frágil puerta de madera pero estaba cerrada con llave. Se volvió y escudriñó el túnel. El muro de destrucción iba directo hacia ella. Algunas personas, presas del pánico, abandonaban los vehículos y echaban a correr; otras subían las ventanillas y se agachaban. De repente se apagaron todas las luces del túnel. Se le agotaba el tiempo. Volvió a girarse y dio un puntapié de rabia a la puerta. La rugiente tormenta de fuego llegó a la boca del túnel y penetró en la estrecha abertura con un retumbo ensordecedor. Lo único que oía eran gritos angustiosos y el estruendo de los coches al ser engullidos por las llamas. Jas se apoyó a Dylan en la cadera, bajó el otro hombro y empujó la puerta. La frágil madera se astilló y ambos cayeron al otro lado. —¡Boomer! —gritó, recorriendo rápidamente con la mirada el interior del taller, iluminado ahora por el fuego cercano. Habían aterrizado encima de un enrejado de tela metálica que conducía a un túnel y a la amplia red de alcantarillado de la ciudad. Boomer entró en el taller saltando desde el capó de un coche, justo antes de ser engullido por el fuego. Ella rodó encima de Dylan para protegerlo con su cuerpo. A medida que la tormenta de fuego invadía el túnel, del enrejado metálico salía un fuerte viento. Los muros de piedra de aquel hueco los protegían de la peor parte del incendio, pero el fuego había consumido con rapidez el oxígeno existente. El aire fresco escapaba por el enrejado, por lo que Jasmine y Dylan estaban expuestos a un torbellino que los empujaba hacia el fuego. Con Dylan bajo un brazo, Jasmine pasó los dedos por la tela metálica y se asió a él con fuerza para no ser lanzada hacia las llamas. Sin el continuo flujo de aire fresco que recorría sus cuerpos, los tres hubieran quedado carbonizados por el calor. Y entonces, de repente, se acabó. Miles de toneladas de piedras y tierra suelta obstruían los dos extremos del túnel. La colina se había derrumbado. Jasmine, todavía temblorosa, se giró sobre su espalda. Era consciente de que tenía la suerte de estar viva. Lo que no sabía era que los tres, los únicos supervivientes del túnel, estaban enterrados bajo miles de kilos de escombros.
 En Tokio se registró el mayor número de bajas. Más que en ningún otro sitio, los japoneses habían intentado seguir con su trabajo sin asustarse. Cuando el complicado sistema que controlaba los trenes dejó de funcionar, las estaciones se convirtieron en una casa de locos. La mitad de las personas que consiguieron salir de la ciudad a tiempo lo hizo a pie o en bicicleta. La ciudad con los rascacielos más caros del planeta había sido destruida. La zona arrasada por la explosión era cuatro veces mayor a la que destruyeron las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki décadas antes. El muro de destrucción acabó con todo ser humano en un radio de treinta kilómetros. En Yokohama y Omiya pereció la mitad de la población. Manhattan había desaparecido. La isla se había transformado hasta la ciudad de Yonkers en una porción de tierra yerma, sin edificios. Entre un asfixiante torbellino de polvo y humo, las tuberías de gas natural lanzaban llamas al cielo. Los cimientos de ladrillo y cemento desfigurados ponían de manifiesto que los edificios habían sido arrancados de cuajo. Sólo habían sobrevivido algunos centenares de personas, que en su mayoría se encontraban en las zonas más profundas del metro. En el extremo sur de Staten Island y bien entrado Nueva Jersey, los que no habían perecido rápidamente por el muro de destrucción habían quedado atrapados bajo sus casas al derrumbarse éstas. Tenían el cuerpo henchido de quemaduras graves. No había ni un solo superviviente en la faz de la Tierra que pudiera ver cómo los conos de fuego largos y puntiagudos se replegaban en la nave. Las puertas en forma de pétalo se elevaron lentamente hasta cerrarse herméticamente como un sello inviolable. Las enormes naves, las que habían destruido la ciudad, estaban listas para dirigirse a sus próximos objetivos.
 —¡Maldita sea! Lo sabía. Lo sabía. ¡Lo sabía! Me he pasado diez años intentando prevenir a todo el mundo de estos mamones. —Russell bajó el volumen de la radio sin apartar la vista de la carretera—. Chicos —gritó por encima de su hombro—, ¿no he intentado avisar a la gente? Borracho como estaba, no se imaginaba lo angustiados y aterrorizados que estaban sus hijos por las noticias que emitía la radio. Alicia sollozaba con la cara apoyada sobre el linóleo de la mesa. Miguel, que la rodeaba con el brazo, tenía la mirada perdida en los árboles que los faros del coche iluminaban a su paso. —¿Dónde está Troy? —preguntó Russell mirando por el retrovisor. El pequeño de la familia Casse habló desde la cama situada en la parte trasera. —Chicos —dijo con un hilo de voz—. No me encuentro muy bien. Russell miró por encima del hombro. —¿Cuándo te tomaste la medicina por última vez? —No me acuerdo —gimió el muchacho—. Creo que hace tres o cuatro días. —No es cierto —intervino Miguel—. Te la he dado esta mañana. —Ya lo sé, pero no me la he tomado. He pensado que ya no la necesitaba. —¿Qué has hecho con ella, Troy? ¿Dónde está la medicina? En vez de responder, el muchacho se incorporó y se acercó a la puerta, dando a entender con gestos que necesitaba salir. Russell se paró en el arcén y Troy salió corriendo. Poco después estaba vomitando sobre la maleza mientras Alicia le ayudaba a mantener el equilibrio. Russell se apartó de la carretera suficientemente para echarse un trago de whisky sin que lo vieran sus hijos. Se encontraba en pleno Valle de la Muerte, en algún lugar cerca de la frontera con Nevada, y hacía una noche espectacular. Un millón de estrellas poblaban el cielo. Russell siguió caminando contemplando el firmamento. En la cima de una pequeña colina divisó algo extraño, un tipo distinto de constelación. —¡Miguel! —llamó en voz baja—. ¡Acércate a mirar esto! Ocupando un desértico valle bastante llano, mil caravanas, remolques y camiones de distintos tipos y multitud de vehículos se habían detenido en aquel lugar perdido de la mano de Dios. Las luces procedentes de aquel refugio improvisado se asemejaban a las estrellas que los cobijaban. En cierto modo, era un paisaje bello. —¿Qué te parece? —Tal vez alguien tenga la medicina —dijo Miguel—. Vamos a preguntar.
 Al comienzo del fin del mundo, Steve se encontraba en la cafetería vacía intentando hacer una llamada. Introducía la moneda en la ranura una y otra vez y marcaba con atención el número de teléfono de Jasmine. Y en todos los casos respondía la misma voz grabada: «Todos los circuitos están ocupados. Cuelgue y vuelva a llamar más tarde, gracias.» En cuanto recuperaba la moneda, la volvía a introducir. Sabía que los comandantes de la base se morían de ganas por ordenar una contraofensiva, pero hasta que no recibieran el permiso de Washington, Steve no tenía nada que hacer a excepción de imaginar todas las barbaridades que podía haberles ocurrido a Jas y a Dylan. —Todos los circuitos están ocupados. Cuelgue y... —¡Maldita sea! —Steve colgó el teléfono bruscamente justo cuando Jimmy doblaba la esquina y corría a toda velocidad por el pasillo. —Muévete —gritó—. Acabamos de recibir órdenes. —A Jimmy, que ya llevaba el uniforme de piloto, la adrenalina le corría por las venas, pero intentó tranquilizarse al ver a Steve tan derrotado—. ¿Qué te ocurre? Steve no quiso ocultar sus sentimientos. —No consigo contactar con mis padres ni con Jasmine. Hace horas que tenía que haber llegado, tío. Jimmy se acercó a su amigo con mucho cuidado, como hubiera hecho con un caballo de carreras de pura raza. —Eh, tío —dijo apoyando una mano en el hombro de Steve—, ¿no sabes lo que ha ocurrido? Esos cosmonautas monstruosos han destruido Los Angeles. La han volado. Y Washington, San Francisco y Nueva York han corrido la misma suerte. Parecen disponer de un armamento sumamente potente, amigo. Al oír las noticias se llevó las manos a la cabeza. —No —gimió—, no me digas eso, tío. Oh, la he cagado, Jimmy. La he cagado en todo. ¿Por qué no la metí en el coche y la traje conmigo? —Steve propinó un par de puntapiés a una máquina expendedora cercana y luego se dio un puñetazo en la frente—. ¿En qué demonios estaría yo pensando? Jimmy lo cogió por los hombros y lo empujó contra la pared para intentar calmarlo. —Escucha. A lo mejor viene. Si ya estaba en camino, tal vez haya podido escapar a tiempo. Pero, de todos modos, no la tomes conmigo. Tenemos una misión que cumplir. —Soltó el uniforme de su amigo y retrocedió. Steve lo observaba fijamente, pero obviamente su mente estaba en otro sitio. Jimmy no sabía qué más decirle, así que decidió darle algún tiempo—. Hay una reunión en la J201 dentro de cinco minutos. Te espero allí. Quince minutos más tarde, Steve se encontraba fuera de la sala de reuniones. Después de respirar hondo, abrió la puerta y entró con la gallardía que le caracterizaba. Los treinta y cinco pilotos que había sentados en pupitres escuchaban la información sobre el enemigo que les proporcionaba el teniente coronel Watson. Este, un hombre fornido de unos cincuenta años, era uno de aquellos marines sumamente pulcros que esperaba que todo el mundo fuera como mandan los cánones. Además, no se cortaba a la hora de criticar a todo aquel que, según él, se salía de la norma. Nunca había sabido exactamente qué pensar de su pareja de pilotos Hiller/Franklin. Eran los mejores, sus mejores bazas, pero también eran un par de juerguistas que siempre interpretaban las normas a su manera. Cuando Steve entró, una sola mirada a Watson bastó para que se quedara paralizado en el sitio. El coronel no iba uniformado. Llevaba unos Levi's y una camisa negra, la ropa que se había puesto para llegar cuanto antes a la base. Preocupados como estaban por el estado de alerta, ninguno de los demás había hecho ningún comentario sobre el atuendo del jefe. Pero cuando Steve entró, el ambiente de la sala cambió totalmente. Miró a Watson fijamente y luego se quedó boquiabierto. Cuando se giró hacia los pilotos, éstos se echaron a reír. —Capitán Hiller, ¡ha tenido tiempo de unirse a nosotros! Steve sabía perfectamente qué significaba aquello y enseguida se sentó en el sitio que le habían guardado. Watson explicó que la nave nodriza se escudaba en la Luna, fuera del alcance de los misiles, y que las naves que habían destruido las ciudades se habían separado para acercarse a la Tierra. Les mostró la borrosa fotografía tomada por el satélite que había recibido por fax desde la Comandancia espacial, pero no podía decirles gran cosa al respecto. Steve no tardó mucho en percatarse de que Jimmy les había contado algo a los demás. Notaba que lo observaban, con la intención de encontrar en su rostro muestras de debilidad. Pero Steve era muy hábil, muy listo, muy profesional como para dejar aflorar sus sentimientos ante los hombres que debían seguirlo en la batalla. Mientras Watson proseguía sus explicaciones, se inclinó muy despacio y miró de reojo a Jimmy. —¿Tienes miedo, tío? —No —susurró—. ¿Y tú? —No. —En un primer momento, Steve descartó la idea pero, acto seguido, hizo una mueca como si estuviera a punto de llorar—. La verdad es que sí. ¡Abrázame! Esas palabras bastaron. Los Jinetes Negros del fondo de la sala soltaron unas carcajadas. Watson ya estaba a punto de acabar cuando sonaron las risas. En otras circunstancias se habría enfadado, pero sabía por qué Steve actuaba de esa manera. Además, no tenía la certeza de que aquellos muchachos llegaran con vida a la noche. —Capitán Hiller —preguntó con sarcasmo—, ¿desea añadir algo a esta información? —Disculpe, señor. Es que nos morimos de ganas por subir ahí arriba a matar unos cuantos marcianos. Watson sonrió. —Pues entonces vamos allá.
 Los Jinetes Negros se dirigieron a sus aviones, sin duda provistos de algo que ni su equipo ni su formación podía proporcionarles. Tenía aquella sensación de absoluta seguridad propia de los que se saben los mejores. Aparecieron en el aeródromo dando grandes zancadas y rodeando a su líder, el capitán Steven Hiller. En cuanto se acercaron lo suficiente al hangar de alta seguridad, las puertas se abrieron a su paso. En su interior había treinta y cinco F-18A relucientes, los mejores aviones de combate del Cuerpo de Marines de EE.UU., rodeados por técnicos que hacían los ajustes de última hora. —Ahora recordad —dijo Steve a sus hombres con voz clara antes de que se dispersasen—, somos los primeros en subir, así que sólo vamos a inspeccionar. A ver qué tienen. Si nos encontramos con algo realmente espinoso, lo dejamos y nos reagrupamos aquí. Muy bien, a volar. —Los hombres rompieron filas y se encaminaron a sus aviones. Mientras sus botas crujían en contacto con el suelo encerado, Steve preguntó por encima de su hombro—: Jimmy, ¿has traído el puro de la victoria? —Afirmativo, capitán. —Sacó un gran habano del bolsillo del pecho, se lo colocó entre los labios y encendió el mechero. Entre ellos, fumarse aquellos puros de contrabando tan caros se había convertido en un ritual después de todas las misiones cumplidas. —No te adelantes a los acontecimientos, Flash Gordon —gritó Steve mientras se introducía en la cabina—. Recuerda que no nos los fumamos hasta la vuelta. —De acuerdo, capitán —respondió Jimmy, contento por ver que Steve ya se había recuperado de la pérdida de su novia. En cuanto Steve se encontró solo en el avión, sintió el dolor de su corazón. No podía dejar de pensar en Jasmine y Dylan. Los pilotos se ajustaron los cinturones, revisaron todos los mandos, pusieron en marcha sus rugientes motores y rodaron por la pista.
 El presidente estaba solo sentado en una de las salas de reuniones, absorto en sus pensamientos. Connie se sentó discretamente en uno de los grandes sillones de piel cerca de su jefe. Durante unos momentos, los dos estuvieron escuchando el rugido sordo de los motores. El resto de pasajeros de aquel avión estaba conmocionado, pero a ella le preocupaba ver al presidente inmóvil, con la mirada perdida en las palmas de su mano. No le hacía falta preguntarle en qué estaba pensando. Sabía que la conciencia le torturaba. Millones de estadounidenses habían muerto en las últimas horas y él se sentía responsable. —Lo has hecho lo mejor que has podido, Tom. Has salvado muchas vidas. No vale la pena que le des más vueltas. Whitmore no la miró, no movió ni un solo músculo. —Hace horas que podía haber iniciado la evacuación de las ciudades. Es lo que tenía que haber hecho. —Exhaló un profundo suspiro—. Todo fue muy sencillo cuando luché en la Guerra del Golfo. Sabíamos cuál era nuestra misión y la cumplimos. Ahora nada resulta sencillo. Hoy ha muerto mucha gente, Connie. —La miró por primera vez—. ¿Cuántas de esas muertes podían haberse evitado? Connie se dio cuenta de que no estaba para consuelos. Así pues, le demostró su apoyo quedándose con él, sentada en silencio hasta que el general Grey apareció por el pasillo. Antes de que pudiera dar las noticias, el presidente alzó la mirada. —¿Se sabe algo de mi esposa? —preguntó impaciente. El rostro de Grey perdió toda su severidad. Dudó un momento antes de asestarle aquel duro golpe. —El helicóptero aún no ha llegado a Nellis y no tenemos comunicación por radio. Lo siento mucho. —El general se miró la parte superior de los zapatos—. He dado instrucciones a la torre de Nellis para que envíen un avión de salvamento para que busque la señal de baliza. Todos los helicópteros presidenciales contaban con una baliza de señales isotópicas que permitía a las autoridades conocer su situación en caso de secuestro, pero hasta el momento no había aparecido señal alguna en las pantallas de radar. O la nube de humo y escombros que rodeaba Los Ángeles bloqueaba la señal o, como Grey sospechaba, la máquina había sufrido un impacto tan grande que todo, hasta el recubrimiento de titanio del transmisor, había quedado hecho trizas. Ahora los tres estaban convencidos de que la primera dama había muerto en la explosión. El presidente se quedó pálido. Se sintió como si le acabaran de propinar una patada en el estómago. Pero seguía siendo el máximo dirigente de su nación y enseguida asumió su labor. —¿Qué otras noticias tenemos? —Los aviones de combate ya han despegado. Whitmore respiró hondo, se puso en pie y siguió al general a la parte trasera del avión. Ahora todo era más sencillo. Había llegado el momento de iniciar la guerra. Los dos hombres entraron en el centro de comandancia militar habilitado a bordo del Air Force One. A diferencia de los tonos pálidos y comodidades varias del resto del avión, el centro de comandancia era una pequeña sala totalmente abarrotada de modernísimos aparatos que no dejaban de pitar, parpadear, oscilar y escanear. Del suelo al techo, la reducida sala daba cabida a pantallas de radar y consolas de radio multicanal, técnicos provistos de auriculares trabajando en los ordenadores, mapas, y un pequeño panel militar de cristal para seguir las posiciones enemigas en una de las paredes. Nimziki ya estaba en su interior, observando las luces del panel militar, analizando los movimientos de los destructores de la ciudad. Su rostro reflejaba una mezcla de tristeza e indignación. Aunque no era capaz de describir la actitud de Nimziki, Whitmore supo enseguida que estaba representando un papel, que intentaba convencer al resto de pasajeros de aquella fortaleza aérea que su presidente era un incompetente. Ya desde el comienzo, había aprovechado aquella situación crítica para minar la confianza que Whitmore tenía en sí mismo. Y le funcionaba. Aunque despreciaba al secretario de Defensa en el plano personal, empezaba a pensar que tal vez un táctico tan frío como Nimziki afrontaría mejor la situación. Whitmore se planteó que quizá le estaba fallando el instinto. Ya sabía que su instinto político no estaba en su mejor momento, pero también estaba perdiendo confianza en su instinto bélico. No le cabía la menor duda de que era un luchador nato, pero dirigir ejércitos enteros era otro asunto. Se acercó al panel militar y lo observó para evaluar la gravedad de la catástrofe. —Toda comunicación vía satélite, por onda corta y por tierra con las ciudades atacadas ha desaparecido. Creemos que estamos totalmente perdidos —susurró Grey en tono sombrío. Otra patada en el estómago del presidente. Whitmore, conservando la calma, levantó la mirada hacia una de las muchas pantallas de rastreo. —¿Dónde están los aviones de combate? Grey preguntó rápidamente a un técnico antes de responder. —La hora estimada de llegada al objetivo es de cuatro minutos. Nimziki atravesó la sala y se sentó ante una de las consolas de radio, colocándose unos auriculares para llamar al NORAD y a la Junta de Jefes. Cuando atravesaron zonas con bolsas de turbulencias al sobrevolar el Medio Oeste, el 747 experimentó ligeras vibraciones. Los hombres que ocupaban el centro de comandancia ni siquiera las percibieron pero, en la zona de pasajeros, David sufría con las subidas y bajadas como si estuviera en las montañas rusas de Coney Island. El sudor le corría por la frente y se había preparado sobre las rodillas una bolsa de mareo, adornada con el sello presidencial. Connie estaba cerca marcando un número en su teléfono celular. Julius miraba por la ventana, intentando disfrutar de las vistas, pero el comportamiento de David le hacía sentirse violento. —Estamos en el Air Force One, por el amor de Dios —dijo indignado—, ¿y te mareas? —Papá, por favor. Cállate. O Julius no lo oyó o se hizo el sordo. —Mírame. —Se puso de pie en el pasillo y se dio un golpecito en el estómago—. Bien entero. Con buen tiempo, con mal tiempo. No importa. —Entonces, mientras David lo miraba con el rostro desencajado, se ayudó de las manos para ilustrar sus palabras—. No importa que vayamos arriba y abajo, abajo y arriba, a mí no me afecta. Adelante y atrás, a un lado y a otro... David abrió sus vidriosos ojos de par en par para observar cómo su padre le enseñaba las muchas causas de mareo cuando se viaja a bordo de un avión. De repente, él y su bolsita se precipitaron hacia los lavabos situados en la parte trasera del avión.
 Julius miró a Connie. —¿Qué te he dicho? Connie se sentó al lado de su suegro. —Aún se marea en los aviones, ¿no? —Aerofobia. Temor a las alturas, eso es lo que él dice. —Oye —Connie se acercó a su suegro y lo cogió de la mano—, con tantas emociones, no he tenido la oportunidad de daros las gracias. Habéis salvado muchas vidas, incluida la mía. Julius se inclinó hacia ella y le dedicó una sonrisa maliciosa. —No tiene importancia, Spanky. —Querrás decir Spunky. —Soltó una carcajada—. Hace tiempo que no oía esa palabra. ¿El te lo contó? Julius echó una mirada a su alrededor para ver si había moros en la costa y acto seguido le confió un secreto. —En cuanto descubrió lo de la señal, no hacía más que pensar en verte. Me parece que aún queda amor. —El amor nunca fue nuestro problema —admitió Connie exhalando un suspiro. —«Lo único que necesitas es amor» —canturreó Julius—. Lo dijo John Lennon, un hombre listo. Desgraciadamente, lo mataron de un tiro en la espalda. Connie asintió mientras intentaba disimular su sonrisa. Cuatro horas después de que la explosión entrara en tromba en el túnel y los dejara totalmente incomunicados, Jasmine pensó que por fin había encontrado una salida. Había levantado el enrejado y se había sumergido en el laberíntico sistema de alcantarillado que recorría la ciudad. Los corredores de cemento eran llanos, los techos tenían más de tres metros de alto y el lugar estaba completamente a oscuras. Se oía el goteo del agua y un ligero olor a gasolina. Al comienzo, Jasmine intentó convencer a Boomer para que se abriera camino en la oscuridad reinante, pero el perro era un cobarde y prefirió seguir los pasos de ella. Los muros húmedos escondían numerosas sorpresas mojadas y viscosas. Habían avanzado unos cuantos metros cuando Jasmine oyó algo parecido a unos pasos. El corazón le dio un vuelco sólo de pensar que los invasores podían estar allí en las alcantarillas. Se arrodilló y le tapó la boca a Dylan. —Escucha —le susurró. El olor de la pólvora de los fuegos artificiales de Dylan le recordó que llevaba una caja de cerillas en la mochila. Haciendo el menor ruido posible, bajó la cremallera del bolsillo, cogió las cerillas y encendió una. El pasadizo estaba vacío en ambas direcciones. La cerilla no daba mucha luz y enseguida se apagó por la imperceptible brisa. Al darse cuenta de que la brisa significaba que había una salida, siguió avanzando junto a su familia procurando no hacer el menor ruido, para ver si oía más pasos. Cogió a su hijo y vio lo asustado que estaba. —Te estás portando muy bien, hijo, no hagas ruido. —Jasmine pensó que cualquier otro niño de seis años en su misma situación estaría berreando. Jasmine estaba alerta mientras avanzaban pegados al muro. Le pareció volver a oír pasos en varias ocasiones y cada vez encendía una cerilla y no veía nada. En un momento dado, notó que una suave corriente de aire le recorría la cara. Dejó a Dylan en el suelo y palpó los muros con las manos hasta encontrar una abertura. Se trataba de un pequeño agujero cuadrado a un metro del suelo. Con sumo cuidado, introdujo un brazo por el orificio para ver qué había más allá. En parte esperaba encontrar algo hostil, procedente de otra galaxia. De repente, se puso a jadear y retiró las manos. Le pareció que algo se había movido en la oscuridad. Tardó unos segundos en darse cuenta de que se trataba de la sombra que dibujaban sus propias manos. La luz se filtraba por aquella abertura que conducía a otro túnel superior, era una especie de salida de aquella tumba húmeda. —Hijo, me parece que aquí hay una salida. Voy a levantarte y me dices si hay algo, ¿de acuerdo? —¡Veo una luz! ¡Una luz exterior! —exclamó Dylan en cuanto hubo introducido la cabeza por el hueco. Poco después, Jas avanzaba hacia la luz del sol que vislumbraba en la boca abierta del túnel superior. En el exterior, un coche volcado ardía lentamente. Ahora Boomer tomó la delantera y se abrieron camino entre cables eléctricos sueltos y fragmentos de vehículos destrozados, arrugados como bolas de papel de aluminio usado. Cuando llegaron a la boca del túnel y se asomaron a la cegadora luz diurna, vieron un mundo totalmente nuevo: un Los Ángeles postapocalíptico. A treinta kilómetros del epicentro, el barrio en el que aparecieron los Dubrow parecía Nagasaki después de la bomba. La mayoría de los edificios, sobre todo los de las calles que iban en dirección este-oeste, en las que el fuego se había propagado más rápidamente, habían desaparecido, habían sido arrancados de sus cimientos y derribados. El suelo tenía el color gris de la ceniza y el cielo era de un color blanco sucio y malsano, y en él se formaban remolinos de polvo y ceniza. No había rastro de vida y, durante unos instantes, Jasmine se preguntó si Dylan y ella eran los únicos supervivientes de la Tierra. El niño cogió a su madre de la mano y empezó a llorar sin saber por qué. —Mamá, ¿qué ha pasado? Jasmine lo cogió en brazos y salió del túnel. —No lo sé, Dylan. Mamá no lo sabe. En lo más alto, el rugido de los motores desgarraba el cielo. Una escuadra de treinta y cinco aviones de combate volaba hacia el norte, hacia la nave espacial situada sobre Los Ángeles. —¿Steve va en esos aviones? —A lo mejor. Ojalá. De todas formas, saluda por si acaso.
 Siguiendo la línea de la costa de Orange County, los Jinetes Negros tronaban hacia el campo de batalla a once mil pies de altura. Los campos de misiles de Seal Beach parecían estar en buen estado pero, en el interior, la destrucción era total. El muro de fuego había provocado un gran círculo de asolación en la zona. Alrededor de ese perímetro, seguía habiendo llamas, provocadas por los escombros llameantes que la explosión había enviado en todas direcciones. La nave espacial se veía en el horizonte, suspendida como una maldición inevitable sobre las colinas que rodeaban Los Ángeles. Columnas de humo negro salían despedidas de los restos de la refinería de petróleo de Wilmington, por lo que los Jinetes Negros se vieron obligados a desviarse unos cuantos kilómetros hacia el azul profundo del Pacífico, en cuya costa yacían millones de toneladas de petróleo y escombros. Steve observó tamaña destrucción impertérrito. Ahora tenía claro que Jasmine debía de estar muerta. Si hubiera conseguido escapar de la explosión, habría llamado a El Toro hacía horas. Murmuró algo presa de la frustración y dio un puñetazo a la pared de la cabina. —No te calientes la cabeza, amigo. —La voz de Jimmy le llegó al casco en estéreo—. Estoy seguro de que escapó a tiempo. —La línea permaneció en silencio un largo rato hasta que Steve se dirigió a toda la escuadra. —Vamos allá, chicos. Ha llegado el momento de la verdad. Steve acercó las manos a la pantalla de ordenador del cuadro de instrumentos e introdujo una serie de órdenes. Las puertas voladizas de la panza del avión se abrieron inmediatamente para lanzar los AMRAAM (Misiles Avanzados Aire-Aire de Medio Alcance). Al mismo tiempo, un brazo mecánico en el interior de la cabina colocó un dispositivo de visada a pocos centímetros del casco del piloto. Se trataba del campo de visión del sistema de apuntamiento FLIR de avance por infrarrojos del avión. Mirando a través del ocular, el cielo que tenía delante se transformaba en un mundo informatizado de color gris y amarillo latiente. Bajó la retícula hacia la imagen de la nave espacial y la ajustó hasta tener a la torre en el blanco. Los técnicos a bordo del Air Force One ocuparon las ondas aéreas. —Los misiles AMRAAM de la escuadra de ataque de Los Ángeles están en la posición correcta. —Las escuadras de Nueva York y Washington se encuentran en la misma posición. En la radio se oyó una voz distinta. —Caballeros, al habla el general Grey, comandante en jefe de la Comandancia Espacial Aliada. En nombre del presidente de EE.UU., que se encuentra a bordo del Air Force One, y de la Junta de Jefes que actúa desde el NORAD, quiero desearles que su misión tenga éxito. Buena suerte. Fuego a discreción. Los Jinetes Negros aún se encontraban a dieciséis kilómetros de distancia, a treinta segundos de la línea de fuego, pero la colosal envergadura de la nave hacía que se sintieran más cerca. El nudo en la garganta de los pilotos crecía cuanto más claramente veían el exterior de la nave. Las bulliciosas comunicaciones por radio que solían mantener entre los Jinetes eran inexistentes. —Resistid —les dijo a todos Steve—, quince segundos. —Parece una de esas garrapatas de diecisiete años que tenemos en Charlotte —dijo con voz cansina uno de los pilotos con el fin de tranquilizar los ánimos. —Pues vamos a exterminarlas. —Steve intentaba quitarle hierro a la situación—. Cinco segundos más... y... ¡fuego! Los AMRAAM salieron disparados hacia la nave a la velocidad del rayo. Como estaban dirigidos por radar, se ladearon ligeramente en dirección al blanco como un banco de pececillos abalanzándose sobre una gigantesca ballena gris. Desprovistos ya de su carga explosiva, los F-18A empezaron a ganar altura. Pocos pilotos confiaban en derribar una nave de ese tamaño con el primer ataque. Su misión era atacar la nave en distintas zonas, hacer un reconocimiento para ver qué ataque había resultado más dañino y, a continuación, informar a la siguiente ola de aviones de combate, que ya estaban preparados en la pista de El Toro. Los F-18A iniciaron la inspección con la inclinación propia del viraje siguiendo atentamente el recorrido de sus misiles. De repente, todos los misiles explotaron al mismo tiempo a unos cuatro metros del blanco. —¡Maldita sea! —Ni siquiera los he visto disparar —dijo Jimmy, claramente impresionado. Cuando el humo empezó a disiparse, se puso de manifiesto que la nave enemiga había quedado indemne. Steve llamó por radio al Air Force One. —Comandancia, Jinete Uno al habla. El blanco parece haber derribado a nuestros AMRAAM. Daño cero al blanco. Repito: daño cero. Vamos a pasarnos a los Sidewinder y a aproximarnos un poco más. —Buena llamada, Jinete Uno —le respondió Grey—. Despliega la formación. —Seis por cinco, muchachos. Seis por cinco. Los misiles Sidewinder, de un tamaño más reducido, eran armas de corto alcance que iban a suponer una prueba más dura para la capacidad de defensa aire-aire de la nave espacial. Esta vez, en lugar de treinta bombas, los Jinetes les iban a mandar ciento ochenta. La escuadra se dividió en seis grupos, zumbando en distintas direcciones para rodear a aquel disco de veinticuatro kilómetros de diámetro. Se suponía que si los alienígenas disponían de defensa aire-aire, éstas estarían situadas en la torre del morro de la nave. Cuando todos estuvieron en sus posiciones, Steve dio la orden de atacar. —Comprobad vuestros radares, empezaremos a diez kilómetros de distancia. Esta vez más cerca. Lanzamiento a mil quinientos metros. ¿Mil quinientos metros? Es una distancia cómoda cuando se está quieto, pero cuando se pasa como un rayo a seis mil cuatrocientos kilómetros por hora en una carrera a muerte con algo cien veces mayor que un gran estadio de béisbol, no se tiene un margen de error demasiado grande. Steve era consciente de que iban a acercarse peligrosamente pero deseaba con todas sus fuerzas dañar la nave antes de volver a la base. —¡Atacad! Al oír la señal, los treinta aviones de combate dieron una vuelta al unísono y se acercaron vertiginosamente a la nave, propulsados en todas direcciones. Mirando a través del campo de visión de sus sistemas FLIR, los pilotos observaban nerviosos la cuenta atrás en sus visores de «Distancia al blanco», mientras el cielo amarillo desaparecía convertido en una mancha gris cada vez más grande. Cuando pareció que estaban justo encima de la nave, el marcador de los mil quinientos metros emitió un chasquido que lanzaba los Sidewinder de forma automática. Cada avión disparó seis misiles, que dejaron una estela de combustible sólido. Casi a la vez, alcanzaron el mismo perímetro de cuatro metros y, al igual que los AMRAAM, explotaron al unísono. —¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó Steve—. ¡Tienen un blindaje! Desde su privilegiada posición, de repente descubrió por qué los misiles no llegaban a su objetivo. Tirando de los mandos, Hiller colocó el avión girando en ángulo recto y en vertical, el tipo de giro que deja a uno clavado en el asiento como si un elefante se hubiera sentado sobre sus rodillas. Veintinueve Jinetes giraron a tiempo. El último hombre, Zolfeghari, viró demasiado rápido. Al intentar pasar por debajo de un avión más lento, el casco de su caza dio una panzada contra un campo de fuerzas invisible, con lo que el avión estalló por el combustible vertido en un extremo del escudo protector. El grupo de Steve voló en vertical por el lado de la torre. —Deben de tener algún tipo de blindaje protector alrededor del casco. Volvamos a casa. Pero eso no iba a ser tan fácil. Al tiempo que la escuadra seguía elevándose por el lado de la torre, se abrían varias puertas gigantescas. Se abrieron rápidamente, como si las hubiera abierto las fuertes manos de un gigante, y de aquellas aberturas surgió una tormenta de pequeñas naves atacantes. De aquella puerta salieron unas cuarenta o cincuenta naves de color gris perla, de una en una. El problema es que brotaban del destructor de ciudades por el mismo espacio aéreo que Steve había decidido utilizar. Mientras se dirigía a la zona de fuego cruzado, Steve miró hacia la puerta abierta y vio a la próxima nave acercándose a él a toda velocidad, con la parte delantera prácticamente en su cabina transparente, abatiéndose sobre él como un enorme insecto hambriento. No obstante, consiguió reaccionar a tiempo y alejarse nueve kilómetros del centro del peligro. Los tres pilotos siguientes consiguieron escapar, pero el cuarto, un hombre llamado Big Island Tubman falló. Su caza chocó frontalmente contra una de las naves en forma de disco y causó una explosión atronadora justo enfrente de la puerta delantera del destructor de ciudades. El avión de Tubman se reventó por el choque, a diferencia de la nave enemiga que quedó intacta. Se tambaleó hacia delante, como si sufriera un aturdimiento momentáneo, antes de recuperar el equilibrio y seguir su trayectoria como si no hubiera pasado nada. Al pasar por la zona en que se cruzaban las naves de los dos bandos, Steve había divisado una descomunal zona de estacionamiento en el interior del destructor de ciudades. El compartimiento de ataque de la nave parecía un aeropuerto interior que daba cobijo a cientos de pequeñas naves atacantes estacionadas en cavidades a lo largo de las paredes. La monumental arquitectura de aquel lugar le recordó a algún tipo de colmena o nido. Ajustando los mandos para colocar su F-18A boca abajo, Steve observó cómo los aviones grises inundaban el cielo. En vez de desplazarse en formación estable, el grupo de naves, que ya ascendía a cien unidades, se balanceaba arriba y abajo, zigzagueando de un lado a otro. Vistas en la distancia parecían revolotear como un enjambre de murciélagos. Sin previo aviso, se disgregaron en distintas direcciones para responder al ataque de su nave. —¡SOS! ¡SOS! Aviones enemigos en el cielo. Salen de la torre. —Un rayo de luz pasó zumbando junto al avión de Steve y no fue el único—. ¿Pero qué demonios...? —Estiró el cuello para ver mejor lo que le rodeaba y vio que una de esas naves grises con aspecto amenazador había aparecido de repente y se había colocado detrás de él. —Verifica tu seis —le advirtió Jimmy—. Verifica tu seis, Stevie. —Ya lo veo. —Steve sabía que tenía que pensar con rapidez. Los aviones estadounidenses seguían avanzando hacia un punto de encuentro situado sobre el destructor de ciudades y las naves enemigas más rápidas los estaban rodeando. ¿Debía hacer que la escuadra se reuniese en lo alto donde podían defenderse mutuamente, o eso iba a convertirlos en figurillas impotentes en un campo de tiro? Nunca se había enfrentado a una situación como aquélla y no sabía qué táctica ordenar. Para colmo de males, el piloto enemigo lo había hecho colocar en horizontal. Steve se consideraba el piloto más hábil de la formación y verse superado al comienzo de un combate aéreo era una experiencia nueva para él. »¡Maniobras de evasión! —gritó, forzando su avión a hacer un rizo lateral unos milisegundos antes de que un bombardeo de rayos láser estuviera a punto de alcanzarle—. ¡Permaneced en grupo! ¡Mantened la distancia! Los aviones enemigos, planeando como peces metálicos, disparaban impulsos de energía superconcentrada, bolas de luz mortales que rasgaban el cielo a toda velocidad dejando una estela blanca y brillante. Steve se balanceó y zigzagueó para llegar al extremo del negro destructor de ciudades. Entre tanta agitación, presenció la súbita explosión de dos aviones de su escuadra. En la escuela de vuelo, les habían insistido una y otra vez sobre la rapidez con que se pierden o se ganan las batallas aéreas, sobre lo rápido que cambiaban en cuestión de segundos. Ahora se daba cuenta. Los orgullosos Jinetes, que un momento antes habían sido los dueños de los cielos, estaban sufriendo y dejando sus vidas en manos del enemigo. Faltos de organización e intentando escapar, se dispersaron en grupos de dos para cubrirse entre sí. Steve se puso a descender en picado, acelerando hacia el suelo. Su atacante le siguió. A medida que se acercaba a la superficie ennegrecida de lo que quedaba de Los Angeles, Steve luchó contra la tentación de reducir la velocidad. Recordó lo que le había ocurrido al helicóptero Apache durante la Operación Convoy de Bienvenida y aumentó la velocidad. En los siguientes diez segundos, o tenía mucha suerte o moriría. —¿Dónde estás, Jimmy? —Justo donde me necesitas, Stevie, en la cola de este cabronazo. Si te lo puedes sacar de encima, me lo cargaré. Steve interrumpió las maniobras de evasión y voló en línea recta durante un segundo y medio, todo lo que se atrevió. Afortunadamente, fue suficiente para Jimmy. —¡Fuera! —gritó. Mientras Steve se apartaba a una banda de estribor, el Sidewinder de Jimmy salió propulsado y adelantó al atacante. El misil explotó cuatro metros antes de alcanzar la superficie de la nave. Ésta dio un capirotazo en el aire, se tambaleó un momento y retomó su camino como si nada. »¡Mierda! ¡Estas naves también están blindadas! Steve dejó de bajar en picado e hizo un rizo hacia arriba, preparado para intentar atacar a la nave desorientada. En la distancia, vio cómo dos de los suyos eran destrozados por los proyectiles. Cuando volvió a estar en la posición correcta, Jimmy tenía un enemigo en la cola. —Jimmy, inclínate hacia la derecha. Yo te cubriré. Jimmy efectuó un tonel a derechas justo a tiempo de evitar un nuevo lanzamiento de proyectiles. Steve situó la retícula sobre uno de los aviones grises y lanzó otro Sidewinder. El piloto enemigo se alejó con un viraje pero el sistema de rastreo del misil lo persiguió y explotó contra su blindaje trasero. El guiaje por radar era uno de los pocos puntos fuertes de los humanos en este combate aéreo y, por ahora, no les estaba sirviendo de mucho. Durante unos segundos, Hiller y Franklin sobrevolaron en paz las colinas de Hollywood. Por encima de ellos veían el revoloteo de las naves grises cazando en manada, destruyendo los F-l 8A y a sus colegas pilotos. El cielo estaba lleno de proyectiles y de los restos del naufragio de la mejor fuerza aérea de EE.UU. Otros dos atacantes se aproximaron rápidamente a ellos desde encima de la nave, soltando una granizada de potencia de fuego. —Tal vez podamos dejarlos atrás. Sígueme. —Pues actuemos rápido. Están en las dos, Stevie. Los potentes motores a reacción de los F-l 8A aceleraron cuando los estadounidenses pulsaron el mando del SuperCruise. Salieron propulsados hacia delante, en dirección este sobrevolando las montañas y dejando atrás a las naves enemigas. O eso es lo que creyeron. Con la aceleración de los aviones, los dos pilotos experimentaron el fenómeno de «subir unos cuantos ges». Un ge es igual a la fuerza de gravedad a nivel del mar. Pasar de una velocidad inferior al número de Mach a Mach 2 en cuestión de segundos era algo parecido a ir atado al cono de la ojiva de un cohete espacial. Era el máximo malestar físico de sentir que tus órganos se quiebran en contacto con el asiento a medida que el avión avanza vertiginosamente. Las orejas, los labios, las mejillas, era como si todo intentara separarse de sus rostros. El paisaje que tenían a sus pies no era más que una mancha borrosa. Cuando llegaron a la velocidad deseada, ambos pilotos se sentían mareados y tenían náuseas. Steve aunó fuerzas para mirar detrás de ellos. Las naves enemigas estaban cada vez más cerca. —Jimmy, dale caña, tío. Nos están alcanzando. —Ya vamos a más de Mach Dos. —Jimmy parecía indispuesto. —¡Pues hay que acelerar! Una vez más los pilotos se sintieron aplastados contra el asiento de la cabina. Sus cuadros de instrumentos informaban de que estaban llevando a sus aviones a límites insospechados. Cruzaban el desierto de California a una velocidad dos veces superior a la del sonido. —Tengo que subir, colega. Estoy... me siento... no sé. Jimmy estaba perdiendo el conocimiento. Sabía que incrementar su altitud haría que el paisaje, que pasaba ahora a un ritmo vertiginoso, se moviera más despacio. Steve pensó que sus enemigos se resistían a volar tan bajo, pero Jimmy ya había ganado altura, así que lo siguió. —Manten el rumbo en línea recta, Jimmy, estás virando a la derecha —le dijo. —Lárgate, Stevie. —No empieces con esa mierda. Estamos juntos, ¿me oyes?, pero tienes que mantener la velocidad, tío. Steve disminuyó la velocidad para vigilar a su compañero y vio que su reactor seguía desviándose hacia la derecha. El enemigo comenzaba a acercarse. —¡Tenemos que largarnos, Jimmy! ¡Tienes que forzar la marcha! Era inútil. Llevaban al enemigo detrás y las estelas de los proyectiles pasaban zumbando junto a ellos. Steve gritó por su radio pidiéndole a Jimmy que se espabilara, pero fue inútil. Echó un rápido vistazo hacia atrás y vio el reactor de su compañero volando solo a kilómetros de donde se encontraba él. En el momento en que iba a girarse y a seguir, vislumbró un relampagueo. Las naves enemigas se habían separado y la que seguía a Jimmy lo había derribado. Steve gritó con toda su alma y empezó a forzar los controles sacudiendo el avión con la fuerza de su ira. Tiró con tanta fuerza del propulsor que dobló el eje contra el tope y, sin dejar de gritar, puso el avión al límite de su velocidad. En Mach 2-plus, el desierto se convirtió en una vertiginosa imagen borrosa de colinas terrosas atravesadas por destellos de autopistas y pequeñas poblaciones. Se sintió como si estuviera en el simulador de vuelo con la velocidad de caza en el grado «Imposible». Durante unos minutos, con la ira y el dolor nublando su mente, Steve voló en línea recta sin mirar atrás. Si hubiera tenido la oportunidad, habría volado a lo kamikaze contra cualquier enemigo que se hubiera puesto en su camino. Cuando su indignación hubo remitido, comprobó qué estaba ocurriendo detrás de él y se dio cuenta de que tenía un enemigo en las cinco siguiéndole pacientemente. Sabía que no tenía ninguna oportunidad de derrotarlo en un intercambio de disparos. Escapar era su única esperanza. Pero, puesto que el cielo estaba despejado y se encontraba sobrevolando la vasta extensión desolada del Valle de la Muerte, no había demasiados lugares para esconderse. Algo brilló a lo lejos en el claro horizonte del desierto, una ciudad salida de la nada. Se ladeó hacia la derecha y voló en esa dirección. En unos segundos, la ciudad distante se encontraba bajo su avión. Steve vio lo suficiente, tan sólo lo suficiente, para saber que se trataba de Las Vegas. Los motores comenzaban a resentirse por el esfuerzo. Su silbido advirtió a Steve que no podía seguir a ese ritmo mucho más tiempo. Dirigiéndose todavía hacia el norte, sobrevoló lo que parecía ser una pequeña base aérea con un par de autopistas entrecruzadas construidas sobre el lecho seco de un lago. Un par de radares pivotaban en sus torres, y parecía haber camiones de camuflaje aparcados cerca de unos hangares. Buscó alguna señal que indicase que allá abajo sabían lo que le estaba pasando y que iban a enviarle ayuda. No conocía el lugar, no tenía ni idea de que hubiera una base tan al norte de Las Vegas. Entonces, de repente, decidió lo que iba a hacer. Giró a la derecha cuando estaba sobre la base y pasó por encima de la cadena de colinas que habían formado el lecho del lago hacía diez mil años. Comprobó la brújula para poner rumbo al este y giró en esa dirección. En menos de dos minutos, se encontró con lo que buscaba, su arma secreta: el Gran Cañón. Paró los motores sin previo aviso. La nave gris, sorprendida, pasó de largo mientras Steve se deslizaba suavemente por encima del borde de la pared del cañón. Se metió entre las paredes de roca rojiza hasta llegar tan cerca del suelo que casi podía pescar en el río Colorado, la masa de agua que durante millones de años había cincelado esta impresionante maravilla de perfiles puntiagudos salida del duro terreno desértico. El enemigo lo siguió hasta abajo y lo alcanzó en un instante. —Muy bien, mamón. Vamos a divertirnos. Desplazándose de un lado a otro a gran velocidad a través de las retorcidas y fantásticas formaciones rocosas, Steve le dio toda una lección de acrobacias ladeándose, deslizándose y virando de golpe como un loco. La nave enemiga, que era mucho más grande, lo seguía a duras penas y los extremos de las alas arrancaban pedazos de roca que caían al abismo. El escudo protector del alienígena le permitía cometer un error tras otro y sobrevivir. Y no sólo eso: también parecía estar aprendiendo deprisa a volar en aquella carrera de obstáculos e incluso se las arregló para disparar unas cuantas veces al F-18A de Steve. Cuando Steve se dio cuenta, se introdujo en un cañón lateral mucho más angosto. En aquel lugar, los márgenes de error no tenían cabida. El sendero serpenteante se estrechaba en algunos lugares hasta medir tan sólo el doble de la envergadura del reactor. Steve contaba con la experiencia suficiente como para limitarse a un vuelo defensivo en un momento como aquél. Aceleró y se dedicó a hacer acrobacias subiendo y bajando con elegancia. Estaba seguro de que si mantenía esa danza durante el tiempo suficiente, su torpe pareja de baile acabaría chocando contra la montaña. En ese momento, un indicador del cuadro de instrumentos se encendió. El depósito de la gasolina estaba casi vacío. —¡Maldita sea! Me estás empezando a cabrear, jodido aprendiz de Darth Vader. No muy lejos, había una imponente pared de piedra donde el cañón se cerraba. Consciente de que una vez fuera del cañón era hombre muerto, Steve decidió jugárselo todo a una carta. Redujo la velocidad y apretó un interruptor con el nombre «Vertido de combustible». El combustible de reserva de los dos depósitos salió disparado detrás de él y salpicó a la nave gris. Después conectó los quemadores posteriores, de forma que se encendió el combustible en el aire y dejó una estela de fuego detrás de él. Steve miró atrás justo a tiempo para ver al enemigo pasando a través de la barrera de fuego y saliendo indemne de ella. —¡Maldito seas! Vale, si eres el mamón que va a acabar conmigo, quiero ver si puedes volar a cubierto. Estiró la cuerda que llevaba la indicación «Paracaídas de deceleración» y un enorme paracaídas se abrió de golpe por detrás del caza. Con un rápido movimiento, Steve lo desenganchó antes de que lo frenase. Como él esperaba, el paracaídas se agitó en el aire deformándose durante un segundo antes de que el enemigo se metiera en él con el morro por delante. En ese momento el pitido de la alarma sonó en los auriculares de Steve, era la señal de que el depósito estaba totalmente vacío. Sintió la oscilación de los motores a medida que el aire se introducía en las tuberías de alimentación del combustible. —Ahora, vamos a ver si llevas un equipo completo. Steve se quitó el casco, se aseguró el cinturón y puso rumbo a la pared del cañón. Detrás de él, el enemigo rozó una de las paredes del barranco para deshacerse del paracaídas. Aceleró para atrapar al F-l 8A. Cuando faltaban sesenta metros para el impacto, Steve cerró los ojos y tiró fuertemente de la cuerda que llegaba a la parte inferior de su asiento. Acto seguido, se oyó el estruendo ensordecedor del avión precipitándose barranco abajo. El piloto enemigo vio lo que había pasado y se desvió bruscamente hacia arriba. Le faltaron tres metros para superar limpiamente el borde. Se dio de bruces con una roca cien veces mayor que la nave y sucumbió. Con una lluvia de polvo y de fragmentos de roca, la nave se estampó contra la roca, rebotó y se estrelló en el suelo dando vueltas de campana hasta que quedó quieta y con el aspecto de una moneda doblada casi por la mitad. Todavía atado al asiento, el capitán Hiller se rió a grandes carcajadas del ovni destrozado. Estaba cayendo lentamente en aquella cálida mañana de Arizona bajo la sombra de su paracaídas abierto. Cuando finalmente llegó al suelo, tuvo un aterrizaje rápido y firme. Se desabrochó el cinturón y se levantó del asiento. Sin perder un minuto, atravesó el terreno de arena y roca que lo separaba del enemigo mientras las cigarras emitían un extraño sonido agudo entre la maleza. Se sentía aturdido, enloquecido e indignado. A medida que se acercaba, la nave enemiga le parecía más amenazadora. Estaba protegida por una docena de láminas blindadas. Una de ellas se había desprendido parcialmente cuando la parte posterior de la nave se había doblado hacia arriba. Por debajo de la lámina gris, la nave parecía un animal despellejado. Los músculos, los tendones y los ligamentos eran en realidad miles de pequeñas piezas mecánicas conectadas entre sí. De un color pálido repugnante, quedaron expuestas al sol, incrustadas en una capa gruesa de gelatina transparente y pegajosa. Steve dio los últimos pasos hacia la nave lentamente y con los brazos adelantados frente a él por temor al escudo protector invisible. No estaba conectado. Descubrió lo que parecía una escotilla que se acabara de romper, se subió al ala, y después de dar siete zancadas completas, llegó al centro de la nave. Empujó la puerta con todas sus fuerzas hasta abrirla de par en par. En ese preciso instante, profirió un grito y dio un salto hacia atrás. Justo tras la puerta, luchando por salir de la nave, había un ser vivo, un alienígena. Una gran cabeza en forma de huevo salió con dificultad al exterior.

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